Ya en el principio de la escalera Plinio echó un vistazo a la portería. Como estaba la mujer, entró un momento y le preguntó si había visto subir o bajar a alguien conocido de las señoritas Peláez durante la tarde.
– Mire usted, no señor Plinio, que por una urgencia muy grande estuve toda la tarde fuera.
En la barra de La Argentina, tomando tintos y echando risas, estaban los estudiantes y la suiza.
– ¡A la paz de Dios! -dijo eI Faraón al entrar con los brazos abiertos en derechura hacia la helvética que se dejó embracilar riendo muy menudo, entre feliz y tímida.
– Ven aquí hija mía que te voy a estar dando cocochas hasta que vuelvas a tu Suiza natal.
Se saludaron todos, y el Faraón, en cuanto se desencadenó de la chica, que no fue presto, preguntó:
– ¿Y las otras tremendonas, dónde están?
– No han podido venir -respondió Serafín desalentado.
– ¡Qué lástima! Con lo que me gusta a mí la del Partenón. ¿Entonces estamos todicos?
– Toditos -dijo la suiza riéndose tímida.
– To-di-cos, cococha, to-di-cos.
– To… di… cos.
– Así se habla. Lo de! todito es jerga madrileña y tú ya eres una cococha manchega… Bueno, Serafincito, verás que he cumplido mi palabra y que ya tienes en la residencia donde sentarte al natural desnudo.
– Ya me lo dijo el director cuando fui a almorzar. Me lo dijo con mucha reserva y bajo palabra de guardar absoluto secreto.
– Un bidé con flores, Manuel, con florecillas y ramos verdes. Lo compré en el Rastro y debe ser de la época de Prim, Pero flamante, eso sí. Tú, Serafín, puedes usarlo con toda confianza,
– Sí, es muy hermoso, la verdad sea dicha -coreó Serafín.
– Vamos a comer que ya hay mesa preparada.
– Mira, cuando llegamos a la Residencia con el bidé debajo del brazo…
– Chitón, don Lotario, la exclusiva del relato es mía, que para eso he gastado mis cuartos en la sopera y hemos echado la mañana entera en el negocio.
– ¿En la sopera? -preguntó la suiza.
– Sopera, sí, bidé-sopera, cocochita de mis entreveros. Aquí también le decimos sopera.
Se sentaron en una mesa del fondo e hicieron el pedido entre bromas y risas.
– ¿Cómo te llamas tú, hija mía? -preguntó el Faraón a la chica que tomaba nota.
– Celia, para servirle.
– Pues mira, Celia, esta señorita quiere cocochas. Ella siempre quiere cocochas.
– Lo siento señor, pero no tenemos cocochas -dijo esforzándose por mantenerse seria.
– Cómo, ¿que no hay cocochas? ¿Es posible? Pues lo siento. Nos vamos a otro sitio.
La pobre Celia no sabía si iba en broma o en serio y miraba a unos y a otros con sus ojos negros, la boca apretada y el lápiz presto, junto al bloc.
– ¿Qué pasa, qué pasa? -se acercó el dueño con cara complaciente.
– Que este señor quiere cocochas y como no hay, dice que se van.
– ¡Ea!, qué le vamos a hacer -dijo comprendiendo la broma del Faraón.
– Es que no tener cocochas en un restaurante tan sabroso como éste, es imperdonable, y esta chica se tendrá que quedar sin comer.
– Pero señorita de Dios, si tenemos otras cosas riquísimas: alca chofas a la florentina, huevos a la argentina, las mejores croquetas de Madrid…
– Bueno, bueno, menos mal que hay croquetas. Porque ésa es la otra cosa que ¡e gusta a esta preciosidad.
Cuando estuvieron todos servidos, el Faraón empezó la aventura del bidé:
– Pues como ya está dicho, esta mañana en el Rastro me compré un bidé portátil, con sus tres patas de madera estilo chipén o chipendal, que no sé muy bien como me ha dicho el hombre. Y bien envuelto en papeles y cartones, don Lotario y yo nos fuimos en un taxi a la Residencia de Serafinito. Llegamos, nos bajamos del auto y yo, claro, con el aparato debajo del brazo. A un conserje que había detrás de un mostrador le pregunté por el señor director.
– ¿De parte de quién?
– Pues de parte del padre de Serafín Martínez. Es urgente.
– Muy bien. Hagan el favor de esperar unas chuscas.
– ¡Qué va a decir chuscas! -saltó Junípero.
– Bueno… un momento. Y tú tranquilo que cada cual traduce a su idioma. Y allí esperamos. Vuelve al poco y nos dice que entremos en un despacho… Yo, como es natural, sin soltar mi guitarra empapelada. Detrás de una mesa había un señor calvo, con lentes de oro y nariz de pájaro que me saludó muy fino: «¿Qué tal, señor Martínez?».
– Muy bien, señor director. Tengo el gusto de presentarle a don Lotario, el médico de la familia.
– Yo no sé como no solté el trapo -cortó don Lotario- cuando la presentación. Este tan formal, con cara de ceremonia, y el director sin quitar los ojos del chisme lavador, que ahora lo tenía sobre las rodillas y que debía pesar bastantico.
– ¡Coño que si pesaba!, el chipendal pesa muchísimo… Mire usted -le dije- le ruego que me perdone, pero por razones de la salud de mi hijo me he visto en la obligación de hacerle esta visita acompañado del médico de casa, para que certifique cuanto voy a contarle. «¿Es que está enfermo Serafín?» Enfermo, enfermo, lo que se dice enfermo, no. Pero un poco delicao, sí señor… Ya sabe usted, la gente joven, el demonio de la carne… ¿Usted me entiende? «No señor», replicó el tío muy serio barruntándose algo.
– Yo creí -volvió a alternar don Lotario- que en ese momento lo echaba todo a perder. Dije: éste se va a ir demasiado de la muy y verás.
– Déjese usted que yo lo hice con mucha vista. Aposta le metí el susto en el cuerpo para luego suavizar y quedar como un rey. «Le ruego que me indique de qué se trata» -me dice el dire con tono de muy malas sospechas. Verá usted -empecé- yo soy de derechas de toda la vida, que se lo diga sino don Lotario. Y don Lotario movió la cabeza muy serio afirmando… Que hasta he sido concejal.
Y mi pobre padre también lo fue con el alcalde Carretero. Siempre respeté las normas y reglamentos vigentes en cualquier clase de organismo o establecimiento… Pero señor director, también comprendo que la salud es lo primero, y cuando ella falta, hay que transigir y permitir relajos, excepciones, bulas o como quiera llamarlos.
Y la cosa es, que me ha comunicado mi hijo, que al volver de vacaciones, se han encontrado con que habían desaparecido los bidés de todas las habitaciones.
– Qué cara se le puso al tío cuando dijo la palabra bidés -cortó el veterinario.
– Se quedó pálido -recalcó el Faraón-. Me imagino que le han debido dar la murga con este asunto.
– Le han mandado anónimos y todo -comentó Serafín.
– Se quedó pálido como digo, y entornando los párpados miró el bulto, que yo entonces tenía sobre las rodillas, con fuerza de rayos X. Yo -continué- creo, señor director, que ha hecho usted muy bien en suprimir esos recipientes que todos sabemos para qué se usan. Los castos y puros, no necesitan bidés. Yo siempre me he opuesto a ellos como a guitarras del demonio. Y cuando veo uno -donde sea- no digo que me hago la señal de la cruz, pero sí me da un repelús de repugnancia que no puedo describir… Pero fíjese usted por dónde, señor director, mi pobre hijo Serafín, necesita de ese aparato. «¿Pues qué tiene Serafín?» -preguntó con una mala leche imponente.
– ¿Leche? -se extrañó la suiza.
– Calla, chica, ya te explicaré yo eso -le dijo el Faraón-. Pues tiene… «Sí, ¿qué tiene Serafín?», volvió el tío con los ojos fuera de bolsa… Pues tiene… Bueno será mejor que se lo diga don Lotario.
Y el veterinario tomó la palabra para repetir su diagnóstico:
– No es nada contagioso, no tema. Ni de origen impuro. Es una especie de ezcema, sin duda provocado por el sudor, que padece desde niño. Y aunque hemos intentado todos los remedios posibles, sólo con baños frecuentes de agua tibia en aquella parte puede evitar las molestias. Algo alérgico, usted me comprende… Desde que vinieron del pueblo, por la falta del bidé ha pasado muy malos ratos y ha tenido que ir a lavarse a casas de gente conocida.
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