– Me llamo Linar.
– ¿Linar a secas? ¿De dónde eres?
– Del Norte.
– Ése es un término bastante vago. Si tomamos el mapa de Tramórea y lo dividimos con una línea horizontal, todo lo que se encuentra por encima de Kitampri, Malirie y Narak es el Norte. Así que yo también sería un norteño.
– El nombre de los Ruggaihik no te diría nada. Era una tribu que vivía en la Tierra del Ámbar y que fue exterminada por los Équitros.
– ¿Cuánto hace de eso?
– Bastante. Yo soy el último Ruggaihik. Pero eso carece de importancia ahora.
– Me gusta decidir por mí mismo las cosas que tienen importancia o carecen de ella.
Pese a su tono hosco, Togul Barok estaba disfrutando de la conversación con aquel hombre misterioso. Últimamente estaba demasiado acostumbrado a la adulación, el miedo o la obediencia servil. Incluso la lealtad entreverada de camaradería de los Noctívagos le llegaba a aburrir.
Linar el Ruggaihik suponía un interesante desafío. Le recordaba a Ulma Tor, pero prefería la sequedad de este viejo de pelo blanco al tono del nigromante. Ulma Tor siempre bordeaba la insolencia y la amenaza. Linar, en cambio, no parecía alguien que intentara amenazar, adular, impresionar o despertar amistad. Era como si le diera igual lo que su interlocutor pensase de él. Como si, simplemente, se limitara a ser.
– ¿Y te parece que lo que ocurre en tu cabeza es importante, emperador? -preguntó.
El latido se hizo más fuerte de nuevo. ¡Decapita a este charlatán! Si no puedes, saca la vara negra y absorbe su alma.
Si al gemelo le asusta este hombre, eso debe ser bueno, pensó Togul Barok.
– Sí, lo es.
– ¿Realmente quieres saber lo que tienes dentro de la cabeza?
– Quiero verlo y librarme de ello.
¿Qué estás diciendo, hermano? ¡No puedes hacerme eso!
Linar le acercó la mano a la cara. Togul Barok se apartó por instinto y de nuevo estuvo a punto de echar mano a la espada. No se dejaba tocar por casi nadie. Tenía ciertas necesidades físicas, como cualquiera, pero las satisfacía de forma fría y metódica. Cada siete días, siguiendo el ciclo de Shirta, se acostaba con una mujer de entre las cincuenta y dos que moraban en el harén. Lo hacía por la noche y antes de cenar, ya que el coito le despertaba el apetito. Jamás dormía acompañado, y casi siempre terminaba el acto derramando fuera su semilla. Algunas veces su naturaleza o su instinto lo traicionaban, pero las escasas ocasiones en que su semen terminaba dentro del vientre de una mujer, la obligaba a lavarse a conciencia y ordenaba a los eunucos que la sometieran a vigilancia. Si alguna de las mujeres que se había acostado con él tenía una falta, tan sólo una, desaparecía misteriosamente. Ni siquiera se arriesgaba a un aborto. Por el momento, aunque su deber como emperador era procrear un heredero -y así se lo recordaban con sutileza los miembros del Consejo Imperial-, prefería no hacerlo. ¡Quién sabía qué engendro podría nacer de alguien que no sabía ni quién era en realidad y que además compartía su cabeza con una abominación!
No soy ninguna abominación, hermano. Eres injusto conmigo y contigo mismo, porque yo soy tú y tú eres yo.
Togul Barok dejó que Linar le pusiera la mano en la sien. El mago -cada vez estaba más convencido de que lo era- entrecerró los ojos unos segundos.
– Necesito más luz. No te asustes.
– Hace falta algo más que un viejo con un bastón para asustar a Togul Barok.
Linar levantó el bastón. Los ojos de la serpiente se iluminaron con una intensa luz roja. Linar los apoyó en la sien de Togul Barok. Éste empezó a notar un calor creciente que en cierto modo aliviaba el dolor.
– Ya lo encontré. Si quieres verlo tú también, mírame al ojo, emperador.
Qué poca gente le había aguantado la mirada a lo largo de su vida, ni siquiera cuando era niño. Tal vez sólo Ulma Tor.
Togul Barok fijó sus pupilas en el ojo izquierdo de Linar. Todo fue más rápido de lo que esperaba. De pronto, el ojo del mago creció hasta llenarlo todo. Togul Barok ahogó una exclamación. Por un instante le había dominado la ilusión de que se precipitaba por un pozo.
– Esto es lo que hay dentro de tu cabeza.
Iluminada por la luz espectral de los rubíes de la serpiente, la imagen que Togul Barok vio en aquella especie de espejo le produjo una arcada de repulsión.
Siempre había creído en la existencia de la posesión espiritual, fenómeno que les ocurría a los adivinos y profetisas en ciertas circunstancias. Pero lo que se cobijaba dentro de su cabeza no era ningún espíritu, sino un parásito material.
Togul Barok había visto cerebros de animales y también de humanos. Sabía que la superficie exterior estaba surcada por un sinuoso relieve de circunvoluciones, un terreno de colinas y grietas en miniatura. En una de aquellas ranuras, acomodado como si fuera un lecho, se hallaba su gemelo.
Era un homúnculo diminuto, desproporcionado. La cabeza calva y arrugada abultaba tanto como el resto del cuerpo. Tenía dos ojos, uno de ellos hipertrofiado, con iris y pupila, desviado hacia el centro de la frente, mientras que el otro no era más que un punto negro. El cuerpo estaba encorvado y los brazos y las piernas apenas eran vestigios. Salvo la mano derecha, tan grande como la mitad de la cabeza, provista de dedos y uñas curvadas como garras.
Su gemelo debió darse cuenta del escrutinio a que lo sometían, porque su ojo vivo miró directamente a Togul Barok y su boca diminuta se abrió en un gesto que tal vez fuera una sonrisa, pero más parecía una mueca de asco. Tan sólo tenía tres dientes puntiagudos y torcidos, de un tamaño exagerado para las encías.
– Mide menos que tu meñique.
Estaba tan absorto contemplando el interior de su propio cráneo que la voz de Linar lo sobresaltó. El gemelo abrió la mano, estiró los dedos y con aquellas uñas de rata removió entre los sesos y le rascó el hueso temporal por dentro, rrrikkk, rrrikkk, rrrikkk.
Si hubiese visto una tarántula dentro de su cerebro, Togul Barok no habría sentido tanto asco. Se apartó de Linar y cerró los ojos, pero la imagen siguió grabada en sus retinas durante unos segundos. Se agachó, apretándose el estómago, y vomitó.
Era la primera vez que vomitaba en su vida. Ni siquiera bajo la cúpula materializada por el fragmento de lanza había sufrido tales náuseas.
Se limpió la boca con el borde de la capa, con lo que sólo consiguió intercambiar restos de comida por polvo, y se enderezó.
– ¿Cómo puedo albergar algo así dentro de la cabeza? Es como si fuera mi propio hijo.
Hijo tuyo no soy. Me engendraron antes que a ti. ¡Soy tu hermano mayori
Al oír la voz y notar el dolor en la sien no pudo dejar de imaginarse esa boca torcida moviéndose para formar palabras y esa mano de roedor rascándole por dentro. ¿Y si en vez de arañar el hueso decidía clavarle las uñas en el cerebro? ¿Sería capaz de matarlo?
Tal vez, pero en ese caso él también moriría.
– Tu hijo no, tu hermano -dijo Linar, dando la razón al parásito.
– ¿Cómo ha podido suceder?
– He visto casos de hermanos gemelos que nacían unidos. Algunos compartían medio torso, otros tenían tres piernas para ambos. Una vez incluso me enseñaron los esqueletos de dos bebés unidos por la cabeza.
Togul Barok asintió. En el zoológico de Koras, que no sólo exhibía animales, sino también seres humanos con deformidades diversas, había contemplado un fenómeno similar.
– Lo que te ocurre podría ser un caso parecido al de esos bebés, pero con una diferencia. Es como si en el vientre de tu madre hubieses absorbido a tu gemelo, de tal modo que en vez de crecer compartiendo la cabeza contigo se ha quedado encerrado debajo de tu cráneo.
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