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Javier Negrete: El sueño de los dioses

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Javier Negrete El sueño de los dioses

El sueño de los dioses: краткое содержание, описание и аннотация

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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– Mejorando. Cuando llegue el momento, podré empuñar la espada. Aún aguardo la respuesta de tus compatriotas. Espero que entren en razón y nos dejen pasar por los túneles.

– Tengo el pálpito de que lo harán. Todo va a salir bien.

De pronto, la sonrisa de la Atagaira se le antojó más encantadora que nunca. Daba la impresión de ser una mujer razonable; más que Aidé, seguro.

Al pensar en su joven amante y el hijo que esperaban, volvió a sentir una punzada en el estómago. Ahora mismo, y hasta que acabe esta campaña, eres viudo a todos los efectos, se dijo.

Ahri se acercó montado sobre un caballo pinto que, rodeado por aquellas piernas tan largas y huesudas, parecía más bien un burro. El ex Numerista, que no era un jinete consumado, no había insistido demasiado en acompañar a Kratos. Pero éste no se podía permitir el lujo de prescindir de su memoria, su capacidad de cálculo ni su inteligencia.

Tal vez el único miembro de la expedición menos entusiasta que Ahri era Urusamsha. Kratos había dudado hasta el último minuto si llevarlo o no, pero prefería tener al intrigante Bazu cerca de él que de Aidé, y su conocimiento de los caminos podría resultarles útil.

– ¡Ánimo, Ahri! Tengo la impresión de que vamos a contemplar maravillas que ni siquiera tu filosofía ha llegado a soñar.

– Preferiría quedarme aquí y contemplar un buen lechón espetándose en una hoguera y un barril de cerveza, pero ya que no hay más remedio…

– No lo hay. Y lo sabes.

– Tah Kratos, hay algo que dijo el Gran Barantán cuando utilizó a tu hijo de médium. No he dejado de darle vueltas desde esta mañana.

– ¿A qué te refieres?

Como siempre, Ahri citó de memoria.

– «Cuando entres en Urtahitéi y descubras que tu rival de tres metros, huesos indestructibles y piel que repara por sí sola sus heridas se mueve además mucho más rápido que tú, probablemente echarás de menos conocer más aceleraciones.»

– Sí, recuerdo que dijo eso. Yo le pregunté si había más aceleraciones y él me respondió con evasivas.

– ¿Crees que puede haber más Tahitéis?

– No lo sé. Siempre he creído que se limitaban a tres. De hecho, a la mayoría de los Tahedoranes se les enseñan sólo dos. O así debería ser.

– ¿Y si hubiera más?

– ¿Qué más da? Aunque existieran, ¿quién me enseñaría la fórmula? El único que tal vez podría conocerla es el Gran Maestre de Uhdanfiún. Pero está muy lejos, y aunque le mandáramos un cayán me temo que se negaría a revelarme el secreto.

– Tengo entendido que pronunciáis mentalmente una serie de números – dijo Ahri, bajando la voz y acercando su montura a la de Kratos tanto que las pantorrillas de ambos se rozaron.

– Así es.

– ¿Son fórmulas al azar?

– ¿Y yo qué sé? Son series de nueve números…

– ¿Las tres que conoces tienen nueve números?

– Sí.

– ¿Puedes decirme cuáles son? -preguntó Ahri, abriendo exageradamente sus ojos de búho y bajando aún más la voz.

– ¿Estás loco? Es un secreto reservado a los Tahedoranes. Revelar esa información se castiga con la muerte.

– Sinceramente, tah Kratos, ¿crees que a estas alturas importa? ¿Quién va a ejecutar la sentencia contra ti? Además, te juro por el teorema del triángulo rectángulo que esos números no saldrán de mi boca a no ser que tú me autorices.

– Tu boca no es precisamente una tumba, amigo mío.

– Para cuestiones matemáticas sí, tah Kratos.

– ¿Por qué ese empeño? ¿Para qué quieres saberlo?

– Porque si encuentro alguna relación entre esas tres series de números, tal vez pueda deducir una cuarta… y una quinta… Y quién sabe si más.

Kratos se quedó pensativo, imaginando las posibilidades de una cuarta aceleración. ¿En qué grado acrecentaría su velocidad y su fuerza? ¿Su cuerpo sería capaz de resistirlo?

Merecía la pena intentarlo.

– Te diré los números una sola vez, Ahri. Y si se te escapa uno solo…

– Descuida, tah Kratos. Dímelos.

Kratos tragó saliva y susurró:

– Protahitéi: 4, 1, 9, 6, 8, 7, 3, 4, 4. Mirtahitéi: 7, 5, 1, 6, 3, 7, 2, 4, 5. Urtahitéi: 8, 0, 2, 9, 2, 2, 0, 8, 1.

Ahri cerró los ojos y asintió varias veces con la barbilla. Después volvió a abrirlos con una sonrisa.

– Ya está.

– ¿Ya has descubierto otra serie?

– ¡No! Ya los he memorizado. Ahora tengo que pensar en ellos. Aparentemente, no existe relación lógica entre esos números. Pero los secretos de las matemáticas son más gozosos cuanto más recónditos.

Kratos lo dejó con sus cálculos y cabalgó hasta el centro de la columna. Todo parecía dispuesto. A ambos lados de los expedicionarios había miles de camaradas de la Horda que se quedaban, mujeres y niños que los miraban con una mezcla de temor y esperanza. Pensó en pronunciar un discurso, pero no le quedaban fuerzas ni inspiración en aquel momento. Tan sólo levantó la mano, señaló hacia las montañas de Atagaira y dijo:

– ¡En marcha, Invictos! ¡Cuanto antes partamos, antes regresaremos a

casa!

Después taloneó ligeramente los flancos de su caballo y cabalgó hacia la vanguardia de la columna. Partágiro levantó en alto el estandarte de la Horda Roja, y una ráfaga de viento frío hizo ondear el narval. A la señal, toda la expedición se puso en marcha.

En otras circunstancias, los Invictos habrían hecho sacrificios para propiciarse el favor de los dioses. Ahora, cabalgaron en un ominoso silencio. Si querían aguantar las terribles jornadas que tenían por delante, les convenía ahorrar fuerzas.

MAR DE RITIÓN

No muy lejos de aquel lugar, o al menos eso suponía, Ariel había visto cómo unos intrépidos balleneros se enfrentaban a un gigantesco karchar. De aquello hacía más de tres meses; un tiempo que, considerando todo lo que había ocurrido, los lugares que había visitado, la gente a la que había conocido y el sufrimiento y la destrucción que había presenciado, eran mucho más que una eternidad.

En aquel entonces, navegaba del continente a Narak en el Bizarro, el barco más grande que surcaba los mares de Tramórea. Ahora, en cambio, se acurrucaba en la proa de un atunero que no debía pasar de los diez metros de eslora. ¡Y era la nave mayor que habían encontrado en Arubak!

Neerya se acercó y se sentó a su lado. Aunque se había recogido el cabello con horquillas, el viento soplaba con fuerza y agitaba mechones sueltos delante de su cara.

– ¿Qué tal vas, Ariel? ¿No te mareas?

– No. No sé muy bien lo que es eso.

– Mejor que no lo sepas. Yo he vuelto a vomitar. ¡Creo que no voy a comer nada el resto de mi vida!

Las Atagairas viajaban sentadas en diversos lugares de la cubierta, donde menos pudieran estorbar a los tripulantes del barco. Los rostros de algunas, ya de por sí blancos, se veían aún más pálidos por culpa del mareo. La que peor parecía pasarlo era Antea, pero a Ariel no le daba ninguna pena.

Cuando huyeron de aquella caverna, la jefa de las Teburashi le había quitado la Espada de Fuego.

– ¡Yo confiaba en ti! -gritó Ariel, pataleando en el aire mientras otra Atagaira la sujetaba en vilo por la cintura-. ¡Me diste tu palabra!

– Te di mi palabra de que no recibirías ningún daño, y no lo recibirás a no ser que yo lo sufra antes -respondió Antea-. Pero por ahora no puedo permitir que lleves a Zemal. Es demasiado peligrosa para ti y para todas.

– ¡Lo que quieres es que no me escape!

– Son órdenes de la reina, Ariel. No espero que me entiendas, pero debo obedecer.

Con mucho cuidado de no rozar la empuñadura, Antea había envuelto la Espada de Fuego en un lienzo. Ahora la llevaba encima a todas horas, y si se quedaba dormida una guerrera velaba siempre a su lado. Era imposible quitársela.

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