Javier Negrete - El sueño de los dioses

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El sueño de los dioses: краткое содержание, описание и аннотация

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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dios.

– ¿Que qué podéis hacer? Aceptar vuestro destino. Llenaros el estómago con buena comida, bailar y divertiros día y noche, noche y día. Poneos ropas limpias, bañaos en agua fresca, regocijaos con vuestros hijos y haced el amor a vuestras esposas. Ésa es la mejor vida que un mortal puede esperar.

Oír aquellas palabras mientras la boca de la estatua permanecía curvada en una sonrisa burlona sacó de quicio a Derguín.

– Sin duda tienes razón, pero incluso la mejor vida se me antoja demasiado breve si sólo dura diecisiete días. ¿Nos has mostrado todo esto para mofarte de nosotros?

– ¡Ah, el corazón de los hombres no se inclina ni ante el poder de la muerte!

Derguín recordaba esa frase. Pertenecía al Mito de las Edades.

– Al final nos inclinamos, divino herrero. Pero cada uno a su debido tiempo, no todos juntos en una catástrofe provocada por la locura de un dios. ¡Me niego a aceptarlo!

– ¿Y crees que está en tu mano evitar esa catástrofe?

– Tú forjaste la Espada de Fuego. Si la recupero, algo podré hacer.

La estatua no respondió. Durante casi un minuto permaneció muda, tan inmóvil que Derguín se preguntó si acaso no habría soñado las imágenes del Bardaliut y la conversación anterior. El Mazo parecía tan perplejo como él.

– Debes volver a tu lugar de origen -dijo por fin la imagen de Tarimán.

– No te entiendo.

– Zirna. Pero no te quedes allí, no te detengas a saludar a tu familia, ni tan siquiera a sacudirte el polvo de las suelas de las botas. Continúa por la Ruta de la Seda e intérnate en el desierto prohibido.

– ¿En Guinos? Eso significaría nuestra muerte.

Se decía que en el corazón de aquel desierto había una roca humeante y ponzoñosa que envenenaba los alrededores.

– La maldición de Guinos se ha debilitado mucho con el tiempo -dijo Tarimán-. Si atravesáis sus arenas lo más rápido que podáis, es posible que enferméis o que no. En cualquier caso, si quieres evitar el fin del mundo tendrás que correr muchos riesgos.

Derguín tragó saliva. Gracias a Linar, había sobrevivido al mal insidioso que flotaba en los aires y las aguas de la selva más allá de la Sierra Virgen. El único que lo había sufrido era Aperión, que había muerto vomitando sangre. O habría muerto si Kratos no se hubiese adelantado cortándole la cabeza.

Derguín prefería los peligros a los que uno se puede enfrentar empuñando una espada. Aunque fueran demonios metálicos o dioses dementes. Pero no estaba en su mano elegir. Si ése era el camino para recuperar a Zemal, no tenía más remedio que seguirlo. Sospechaba que si seguía privado de ella unos cuantos días más acabaría golpeándose la cabeza contra una pared hasta matarse o arrojándose por un acantilado.

– ¿En Guinos hallaré la puerta del Prates?

– «Dos hermanos medio hermanos lucharán por la luz… Lanza negra y espada roja entre sí chocarán en el terrible Prates donde arden por siempre las llamas del gran fuego.» ¿Es eso lo que temes, Derguín Gorión?

– Por favor, no juegues más conmigo y contesta a mi pregunta.

– El juego es todo lo que me queda. No alcanzas a hacerte idea de lo larga que es la eternidad. Sólo la incertidumbre y la emoción de apostar pueden aderezarla.

– ¿Aunque la apuesta sea el destino de un mundo?

– Mucho más si es el destino de un mundo. Tú eres uno de los alfiles, tah Derguín. Una pieza importante…, si consigues recuperar la Espada de Fuego. Ve adonde te digo, ya estás perdiendo el tiempo.

– Cuéntame al menos qué encontraré en Guinos.

– Un camino. Un atajo muy rápido que te acercará a tu destino. Ahora, vete. Aun embarcando hoy mismo, es posible que no llegues a tiempo a ningún sitio.

Derguín suspiró, se dio la vuelta y se dispuso a marchar por donde había venido. Estaba convencido de que Tarimán ya no le brindaría más información. Pero cuando El Mazo y él habían llegado al extremo de la pequeña playa, oyeron un zumbido que debía ser el equivalente a un chsst de la estatua viviente.

– Una cosa más -dijo Tarimán, que se había incorporado. Ahora parecía de nuevo un Xóanos de madera de la cabeza a los pies, y se había echado el martillo al hombro en un gesto un tanto informal.

– ¿Qué deseas decirnos, divino herrero?

– Contra el poder de los dioses la Espada de Fuego no es suficiente. Zemal necesita una compañera. Pero ¿quién la blandirá, tah Derguín?

El joven se quedó clavado en la arena. Una extraña emoción le invadió, mezcla de alivio y algo parecido a la envidia. ¿De verdad estaba en su mano decidir quién empuñaría una segunda Zemal?

– El más grande de los Tahedoranes -respondió por fin-. Todos sabemos quién es.

– En verdad te digo que eres un alma generosa, Derguín Gorión. Por desgracia, eso no te garantiza que alcances el éxito.

Sin añadir una palabra más, la enorme estatua giró el cuerpo hacia el mar como un solo bloque y empezó a caminar. Sus pesados pies levantaron cortinas de espuma al hundirse en el agua, que pronto le cubrió por la cintura y unos segundos después tapó su cabeza. Cuando ya había desaparecido por completo, su martillo surgió sobre las olas durante un instante, en un último saludo destinado a darles ánimos o quizá a burlarse de ellos.

– He entendido muy poco de lo que he oído -gruñó El Mazo-. Pero ese poco no me ha gustado nada.

Derguín palmeó el hombro de su amigo, para lo cual tuvo que levantar la mano por encima de su propia cabeza.

– Hasta ayer mismo pensé que estabas muerto. Tal vez lo mejor sea que nos convenzamos de que ahora mismo los dos estamos muertos, de que todo el mundo está muerto, y de que todo el tiempo que vivamos a partir de ahora es un regalo.

– Pero no de los dioses…

– No, precisamente de los dioses no. Volvamos a la aldea. Nos espera un largo viaje.

Derguín sabía que éste sería el más largo de todos. Un cansancio infinito se apoderó de él. El único y magro consuelo era que probablemente se ahorrarían el camino de regreso.

NIKASTU, PASONORTE

Aún quedaban varias horas de luz cuando la expedición partió de la explanada al sur de Nikastu. Setecientos hombres y más de dos mil caballos.

Kratos se encontraba tan cansado que temía caerse de la silla en cualquier momento. No había dormido nada, pero sabía que no era el único. Tan sólo la certeza de que todos los ojos estaban puestos en él lo mantenía despierto y con gesto aparentemente sereno.

Por dentro, se sentía roto. No era sólo el terrible viaje que les aguardaba, prolegómeno de pruebas que sin duda serían más duras. Le dolía abandonar aquella comarca y aquella ciudad de las que había creído, aunque fuera tan sólo un par de días, que se convertirían en su hogar.

Por encima de todo, le partía el corazón pensar que tal vez no volvería a ver a Aidé. Todas las historias de amor se acaban, todos los matrimonios, hasta los felices, llegan a su final. Eso lo sabía de sobra, no era ningún adolescente.

Pero cuando uno se despide quizá para siempre no debería hacerlo con un beso en la mejilla mientras mira hacia otra parte para dejar bien claro que enfoca los ojos en la lejanía. Así había hecho Aidé, que se había negado a salir del torreón y acudir a despedir a la comitiva a la puerta sur.

Debes olvidarte de ella o no actuarás como un general, se dijo, mientras ocupaba su lugar a la cabeza de la columna. En el centro llevaban los caballos de relevo, guiados por los jinetes más expertos en conducir manadas. Kratos esperaba que no dieran muchos problemas.

– ¿Te encuentras bien, tah Kratos? -le preguntó Baoyim, que montaba una menuda yegua blanca-. ¿Qué tal va tu hombro?

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