que yo detestaba y se metió en la cama, dándome la espalda.
– Buenas noches -dijo, la voz atada y, para quien la conocía bien, molesta.
– Buenas noches -murmuré.
Escuchándola respirar supe que tardó más de media hora en conciliar el sueño, pero finalmente la fatiga pudo más que mi extraño comportamiento. Me quedé a su lado, dudando si despertarla para pedirle perdón o, simplemente, besarla. No hice nada. Seguí allí inmóvil, observando la curva de su espalda y sintiendo cómo aquella negrura dentro de mí me susurraba que al cabo de unas horas Bea acudiría al encuentro de su antiguo prometido y que aquellos labios y aquella piel serían de otro, como su carta de bolero parecía insinuar.
Cuando me desperté Bea se había ido. No había conseguido dormirme hasta el amanecer y, cuando tocaron las nueve en las campanas de la iglesia, me desperté de golpe y me vestí con lo primero que encontré. Afuera esperaba un lunes frío y salpicado de copos de nieve que flotaban en el aire y se adherían como arañas de luz suspendidas de hilos invisibles a las gentes que pasaban. Al entrar en la tienda encontré a mi padre en lo alto del taburete al que todos los días se aupaba para cambiar la fecha del calendario. 21 de enero.
– Lo de que se le peguen a uno las sábanas se supone que no es de recibo después de los doce años -dijo-. Hoy te tocaba
abrir a ti.
– Perdona. Mala noche. No se repetirá.
Pasé un par de horas intentando ocupar la cabeza y las manos en las tareas de la librería, pero cuanto ocupaba mi pensamiento era aquella maldita carta que recitaba en silencio una y otra vez. A media mañana Fermín se me aproximó subrepticiamente y me ofreció un sugus.
– Hoy es el día, ¿no?
– Cállese, Fermín -corté con una brusquedad que alzó las cejas de mi padre.
Me refugié en la trastienda y los oí murmurar. Me senté frente al escritorio de mi padre y miré el reloj. Era la una y veinte de la tarde. Intenté dejar pasar los minutos pero las agujas del reloj se resistían a moverse. Cuando volví de nuevo a la tienda Fermín y mi padre me miraron con preocupación.
– Daniel, a lo mejor quieres tomarte el resto del día libre – dijo mi padre-. Fermín y yo ya nos apañamos.
– Gracias. Creo que sí. Apenas he dormido y no me encuentro muy bien.
No tuve valor para mirar a Fermín mientras me escabullía por la trastienda. Subí los cinco pisos con plomo en los pies. Al abrir la puerta de casa oí el agua correr en el baño. Me arrastré hasta el dormitorio y me detuve en el umbral. Bea estaba sentada en el borde de la cama. No me había visto ni oído entrar. La vi enfundarse sus medias de seda y vestirse, con la mirada clavada en el espejo. No reparó en mi presencia hasta un par de minutos después.
– No sabía que estabas ahí -dijo entre la sorpresa y la irritación.
– ¿Vas a salir?
Asintió mientras se pintaba los labios de carmesí. -¿Adonde vas?
– Tengo un par de recados que hacer. -Te has puesto muy guapa.
– No me gusta salir a la calle hecha unos zorros -replicó.
La observé perfilar su sombra de ojos. «Hombre afortunado», decía la voz con sorna. -¿Qué recados? -dije. Bea se volvió y me miró. -¿Qué?
– Te preguntaba qué recados tienes que hacer. -Varias cosas. -¿Y Julián?
– Mi madre ha venido a buscarlo y se lo ha llevado de paseo. -Ya.
Bea se aproximó y abandonando su irritación me miró preocupada.
– Daniel, ¿qué te pasa?
– No he pegado ojo esta noche.
– ¿Por qué no le echas una siesta? Te sentará bien.
Asentí.
– Buena idea.
Bea sonrió débilmente y me acompañó hasta mi lado de la cama. Me ayudó a tenderme, me arropó con el cubrecama y me besó en la frente.
– Llego tarde -dijo. La vi partir.
– Bea…
Se detuvo a medio pasillo y se volvió.
– ¿Tú me quieres? -pregunté.
– Pues claro que te quiero. Qué tontería.
Oí la puerta cerrarse y luego los pasos felinos de Bea y sus tacones de aguja perderse escaleras abajo. Cogí el teléfono y esperé a que la operadora hablara.
– Con el hotel Ritz, por favor.
La conexión llevó unos segundos.
– Hotel Ritz, buenas tardes, ¿en qué podernos atenderle?
– ¿Podría usted comprobar si un huésped se aloja en el hotel, por favor?
– Si es tan amable de darme el nombre.
– Cascos. Pablo Cascos Buendía. Creo que debió de llegar ayer…
– Un momento, por favor.
Un largo minuto de espera, voces susurradas, ecos en la línea.
– Caballero… -Sí
– Ahora mismo no encuentro ninguna reserva al nomine que usted menciona…
Me invadió un alivio infinito.
– ¿Podría ser que la reserva estuviese hecha a nombre de una empresa?
– Lo compruebo.
Esta vez la espera fue breve.
– Efectivamente, tenía usted razón. El señor Cascos Buendía. Aquí lo tengo. Suite Continental La reserva estaba a
nombre de la editorial Ariadna.
– ¿Cómo dice?
– Le comentaba al caballero que la reserva del señor Caseos Buendía está a nombre de la editorial Ariadna. ¿Desea el señor que le pase con la habitación?
El teléfono me resbaló de las manos. Ariadna era la empresa editorial que Mauricio Valls había fundado años atrás.
Cascos trabajaba para Valls.
Colgué el teléfono de un manotazo y me fui a la calle siguiendo a mi mujer con el corazón envenenado de sospecha.
No había rastro de Bea entre el gentío que a aquella hora desfilaba por la Puerta del Ángel en dirección a la plaza de Cataluña. Intuí que aquél habría sido el camino elegido por mi mujer para ir al Ritz, pero con Bea nunca se sabía. Le gustaba probar diferentes rutas entre dos destinos. Al rato desistí de encontrarla y supuse que habría tomado un taxi, algo más acorde con las finas galas con las que se había vestido para la ocasión.
Tardé un cuarto de hora en llegar al hotel Ritz. Aunque no debía de haber más de diez grados de temperatura, estaba sudando y me faltaba el aliento. El portero me dirigió una mirada subrepticia, pero me abrió la puerta afectando una pequeña reverencia. El vestíbulo, con su aire de escenario de intriga de espionaje y gran romance, me resultaba desconcertante. Mi escasa experiencia en hoteles de lujo no me había preparado para dilucidar qué era qué. Vislumbré un mostrador tras el que un esmerado recepcionista me observaba entre la curiosidad y la alarma. Me acerqué al mostrador y le ofrecí una sonrisa que no le impresionó.
– ¿El restaurante, por favor?
El recepcionista me examinó con cortés escepticismo.
– ¿Tiene el señor una reserva?
– Estoy citado con un huésped del hotel.
El recepcionista sonrió fríamente y asintió.
– El señor encontrará el restaurante al fondo de ese pasillo.
– Mil gracias.
Me encaminé hacia allí con el corazón en un puño. No tenía ni idea de lo que iba a decir o a hacer cuando encontrase a Bea y a aquel individuo. Un maître salió a mi encuentro y me vedó el paso con tina sonrisa blindada. Su mirada delataba la escasa aprobación que le merecía mi atuendo.
– ¿Tiene reserva el caballero? -preguntó.
Le aparté con la mano y entré en el comedor. La mayoría de las mesas estaban vacías. Una pareja mayor de aire momificado y modales decimonónicos interrumpió su solemne sorbido de sopa para mirarme con disgusto. Un par de mesas más albergaban comensales con aspecto de hombres de negocios y alguna que otra dama de exquisita compañía facturada como gasto de representación. No había ni rastro de Cascos ni de Bea.
Escuché los pasos del maître y su escolta de dos camareros a mi espalda. Me volví y ofrecí una sonrisa dócil.
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