– Por cierto, profesor, el otro día un cliente me comentaba una cosa en la librería y salió a colación el nombre de Mauricio Valls, el que fuera ministro de Cultura y todas esas cosas. ¿Qué sabe usted de él?
El profesor enarcó una ceja.
– ¿De Valls? Lo que todo el mundo, supongo.
– Seguro que usted sabe más que todo el mundo, profesor. Mucho más.
– Bueno, la verdad es que ahora ya hace un tiempo que no oía ese nombre, pero hasta no hace mucho Mauricio Valls era todo un person aje. Como usted dice, fue nuestro flamante y renombrado ministro de Cultura durante unos años, director de numerosas instituciones y organismos, hombre bien situado en el régimen y de gran prestigio en el sector, padrino de muchos, niño mimado de las páginas culturales de la prensa española… Ya le digo, un personaje de renombre.
Sonreí débilmente, como si la sorpresa me resultara grata.
– ¿Y ya no?
– Francamente, yo diría que hace un tiempo que desapareció del mapa, o al menos de la esfera pública. No estoy seguro de si le adjudicaron alguna embajada o algún cargo en una institución internacional, ya sabe usted cómo van esas cosas, pero la verdad es que de un tiempo a esta parte le he perdido la pista… Sé que montó una editorial con unos socios hace ya años. La editorial va viento en popa y no para de publicar cosas. De hecho cada mes me llegan invitaciones a actos de presentación de alguno de sus títulos…
– ¿Y asiste Valls a esos actos?
– Hace años sí lo hacía. Siempre bromeábamos porque hablaba más de sí mismo que del libro o del autor que presentaba, pero de eso hace tiempo. Hace años que no le veo. ¿Puedo preguntarle la razón de su interés, Daniel? No le hacía a usted interesado en la pequeña feria de las vanidades de nuestra literatura.
– Simple curiosidad.
– Ya.
Mientras el profesor Alburquerque liquidaba la cuenta, me
miró de reojo.
– ¿Por qué siempre me parece que de la misa me cuenta usted no ya la media, sino un cuarto?
– Algún día le contaré el resto, profesor. Se lo prometo.
– Más le vale, porque las ciudades no tienen memoria y les hace falta alguien como yo, un sabio nada despistado, para mantenerla viva.
– Este es el trato: usted me ayuda a solucionar lo de Fermín y yo, algún día, le contaré algunas cosas que Barcelona preferiría olvidar. Para su historia secreta.
El profesor me ofreció la mano y se la estreché.
– Le tomo la palabra. Ahora, volviendo al tema de Fermín y los documentos que vamos a tener que sacarnos del sombrero…
– Creo que tengo al hombre adecuado para esa misión -apunté.
Oswaldo Darío de Mortenssen, príncipe de los escribientes barceloneses y viejo conocido mío, estaba saboreando su pausa de sobremesa en su caseta junto al palacio de la Virreina con un carajillo y una feria cuando me vio acercarme y me saludó con la mano.
– El hijo pródigo regresa. ¿Ha cambiado de idea? ¿Nos ponemos con esa carta de amor que le va a granjear acceso a cremalleras y cierres prohibidos de esa pollita anhelada?
Le volví a enseñar mi anillo de casado y asintió recordando.
– Disculpe. Es la costumbre. Usted es de los de antes. ¿Qué puedo hacer por usted?
– El otro día recordé de qué me sonaba su nombre, don Oswaldo. Trabajo en una librería y encontré una novela suya del año 33, Los jinetes del crepúsculo.
Oswaldo echó a volar recuerdos y sonrió con nostalgia.
– Qué tiempos aquéllos. Aquel par de sinvergüenzas de Barrido y Escobillas, mis editores, me timaron hasta el último céntimo. Pedro Botero los tenga en su gloria y bajo llave. Pero lo que disfruté yo escribiendo aquella novela no me lo quitará nadie.
– Si se la traigo un día, ¿me la dedicará?
– Faltaría más. Fue mi canto del cisne. El mundo no estaba preparado para el western ambientado en el delta del Ebro con bandoleros en canoa en vez de caballos y mosquitos del tamaño de una sandía campando a sus anchas.
– Es usted el Zane Grey del litoral.
– Ya me habría gustado. ¿Qué puedo hacer por usted, joven?
– Prestarme su arte e ingenio en una empresa no menos heroica.
– Soy todo oídos.
– Necesito que me ayude a inventar un pasado documental para que un amigo pueda contraer matrimonio sin escollos legales con la mujer a la que ama.
– ¿Buen hombre?
– El mejor que conozco.
– Entonces no se hable más. Mis escenas favoritas siempre fueron las de bodas y bautizos.
– Se necesitarán instancias, informes, ruegos, certificados y toda la pesca.
– No será problema. Delegaremos parte de la logística en Luisito, a quien usted ya conoce, que es de total confianza y un artista en doce caligrafías diferentes.
Extraje el billete de cien pesetas que el profesor había declinado y se lo tendí. Oswaldo abrió los ojos como platos y lo
guardó rápidamente.
– Y luego dicen que en España no se puede vivir de la escritura -dijo.
– ¿Cubrirá eso los gastos operativos?
– De sobra. Cuando lo tenga todo organizado le diré a cuánto sube la broma, pero ahora al pronto me atrevería a decir que con quince duros vamos sobrados.
– Lo dejo a su criterio, Oswaldo. Mi amigo, el profesor Alburquerque…
– Gran pluma -atajó Oswaldo.
– Y mejor caballero. Como le digo, el profesor se pasará por aquí y le facilitará la relación de documentos necesarios y todos los detalles. Para cualquier cosa que necesite usted me encontrará en la librería de Sempere e Hijos.
Se le iluminó la cara al oír el nombre.
– El santuario. De joven iba yo por allí todos los sábados a que el señor Sempere me abriese los ojos.
– Mi abuelo.
– Ahora hace ya años que no voy por allí porque mis finanzas están bajo mínimos y me he echado a lo del préstamo bibliotecario.
– Pues háganos el honor de volver a la librería, don Oswaldo, que es su casa y por precios no va a quedar nunca.
– Así lo haré.
Me tendió la mano y se la estreché.
– Un honor hacer negocios con los Sempere.
– Que sea el primero de muchos.
– Y del cojo aquel que se hacía ojitos con el oro y el moro, ¿qué se hizo?
– Resultó que no era oro todo lo que relucía -dije. -El signo de los tiempos…
Barcelona, 1958
Aquel mes de enero llegó vestido de cielos cristalinos y una luz gélida que soplaba nieve en polvo sobre los tejados de la ciudad. El sol brillaba todos los días y arrancaba aristas de brillo y sombra en las lachadas de una Barcelona transparente en la que los autobuses de dos pisos circulaban con la azotea vacía y los tranvías dejaban un halo de vapor sobre los raíles al pasar.
Las luces de los adornos navideños brillaban en guirnaldas de fuego azul sobre las calles de la ciudad vieja, y los dulzones deseos de buena voluntad y de paz que goteaban de los villancicos de mil y un altavoces al pie de tiendas y comercios llegaron a calar lo suficiente para que, cuando a un espontáneo se le ocurrió calzarle una barretina al niño Jesús del pesebre que el ayuntamiento había colocado en la plaza San Jaime, el guardia que vigilaba, en vez de arrastrarlo a sopapos hasta jefatura como reclamó un grupo de beatas, hizo la vista gorda hasta que alguien del arzobispado dio
aviso y se personaron tres monjas a restablecer el orden.
Las ventas navideñas habían repuntado y una estrella de belén en forma de números negros en el libro de contabilidad de Sempere e Hijos nos garantizaba que al menos íbamos a poder hacer frente a los recibos de la luz, a la calefacción y que, con suerte, podríamos comer caliente al menos una vez al día. Mi padre parecía haber recobrado el ánimo y había decretado que el próximo año no esperaríamos a última hora para decorar la librería.
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