– Tenemos pesebre para rato -murmuró Fermín con nulo entusiasmo.
Pasado ya el día de Reyes, mi padre nos dio instrucciones para que empaquetásemos cuidadosamente el belén y lo bajásemos al sótano hasta la próxima Navidad.
– Con cariño -advirtió mi padre-. Que no me entere yo de que se le han resbalado las cajas accidentalmente, Fermín.
– Como oro en paño, señor Sempere. Respondo con la vida de la integridad del pesebre y de todos los animales de granja que obran a la vera del Mesías en pañales.
Una vez hicimos sitio a las cajas que contenían todos los adornos navideños, me detuve un instante a echar un vistazo al sótano y sus rincones olvidados. La última vez que habíamos estado allí, la conversación había derivado por derroteros que ni Fermín ni yo habíamos vuelto a mencionar, pero que seguían pesando al menos en mi memoria. Fermín pareció leerme el pensamiento y agitó la cabeza.
– No me diga que sigue pensando en lo de la carta del atontado aquel.
– A ratos.
– ¿No le habrá dicho nada a doña Beatriz?
– No. Volví a meter la carta en el bolsillo de su abrigo y no dije ni pío.
– ¿Y ella? ¿No mencionó que había recibido carta de donjuán Tenorio?
Negué, Fermín arrugó la nariz, indicando que eso no acababa de ser buen augurio.
– ¿Ha decidido ya lo que va a hacer?
– ¿Sobre qué?
– No se haga el tonto, Daniel. ¿Va a seguir a su mujer a esa cita con el maromo en el Ritz y montar una escenita o no?
– Presupone usted que ella va a acudir -protesté.
– ¿Y usted no?
Bajé la mirada disgustado conmigo mismo.
– ¿Qué clase de marido no se lía de su mujer? -pregunté.
– ¿Le doy nombres y apellidos o le basta una estadística?
– Yo me lío de Bea. Ella no me engañaría. Ella no es así. Si tuviese algo que decirme, me lo diría a la cara, sin engaños.
– Entonces no tiene usted de qué preocuparse, ¿verdad?
Algo en el tono de Fermín me hacía pensar que mis sospechas e inseguridades le habían supuesto una decepción y, aunque nunca lo iba a admitir, le entristecía pensar que dedicaba mis horas a pensamientos mezquinos y a dudar de la sinceridad de una mujer que no merecía.
– Debe de pensar usted que soy un necio.
Fermín negó.
– No. Creo que es usted un hombre afortunado, al menos en amores, y que como casi todos los que lo son no se da cuenta.
Un golpe en la puerta en lo alto de la escalera nos llamó la atención.
– A menos que hayáis encontrado petróleo ahí abajo, haced el favor de subir de una vez, que hay faena -llamó mi padre.
Fermín suspiró.
– Desde que ha salido de números rojos está hecho un tirano -dijo Fermín-. Las ventas lo envalentonan. Quién lo ha visto y quién lo ve…
Los días caían con cuentagotas. Fermín había consentido finalmente en delegar los preparativos y detalles del banquete y de la boda en mi padre y en don Gustavo, que habían asumido el papel de figuras paternales y autoritarias en el tema. Yo, en calidad de padrino, asesoraba al comité directivo, y Bea ejercía las funciones de directora artística y coordinaba a todos los implicados con mano férrea.
– Fermín, me ordena Bea que acudamos a Casa Pantaleoni a que se pruebe usted el traje.
– Como no sea un traje de rayas…
Yo le había jurado y perjurado que llegado el momento su nombre sería de recibo y que su amigo el párroco podría entonar aquello de «Fermín, tomas por esposa a» sin que acabásemos todos en el cuartelillo, pero a medida que se acercaba la fecha Fermín se consumía de angustia y ansiedad. La Bernarda sobrevivía al suspense a base de oraciones y tocinillos de cielo, aunque, una vez confirmado su embarazo por un doctor de confianza y discreción, dedicaba buena parte de sus días a combatir náuseas y mareos ya que todo indicaba que el primogénito de Fermín llegaba dando guerra.
Fueron aquellos días de aparente y engañosa calma, pero bajo la superficie yo había sucumbido a una corriente turbia y oscura que lentamente me iba arrastrando hacia las profundidades de un sentimiento nuevo e irresistible: el odio.
A ratos libres, sin decir a nadie adonde iba, me escapaba hasta el Ateneo de la calle Canuda y rastreaba los pasos de Mauricio Valls en la hemeroteca y en los fondos del catálogo. Lo que durante años había sido una imagen borrosa y sin interés alguno iba adquiriendo día a día una claridad y una precisión dolorosas. Mis pesquisas me permitieron ir reconstruyendo poco a poco la trayectoria pública de Valls en los últimos quince años. Mucho había llovido desde sus principios de alevín del régimen. Con tiempo y buenas influencias, don Mauricio Valls, si uno había de creer lo que decían los diarios (extremo que Fermín comparaba a creer que el TriNaranjus se obtenía exprimiendo naranjas frescas de Valencia), había visto cristalizar sus anhelos y se había convertido en una estrella rutilante en el firmamento de la España de las artes y las letras.
Su escalada había sido imparable. A partir de 1944 había encadenado cargos y nombramientos oficiales de creciente relevancia en el mundo de las instituciones académicas y culturales del país. Sus artículos, discursos y publicaciones empezaban a ser legión. Cualquier certamen, congreso o efeméride cultural que se preciase requería de la participación y presencia de don Mauricio. En 1947, con un par de socios, creaba la Sociedad General de Ediciones Ariadna con oficinas en Madrid y Barcelona, que la prensa se afinaba en canonizar como la «marca de prestigio» de las letras españolas.
En 1948, esa misma prensa empezaba a referirse habitualmente a Mauricio Valls como «el más brillante y respetado intelectual de la nueva España». La auto-designada intelectualidad del país y quienes aspiraban a formar parte de ella parecían vivir un apasionado romance con don Mauricio. Los reporteros de las páginas culturales se deshacían en elogios y adulaciones, buscando su favor y, con suerte, la publicación en su editorial de alguna de las obras que guardaban en un cajón para poder así entrar a formar parte del paraninfo oficial y saborear algunas de sus preciadas mieles, aunque fuesen migajas.
Valls había aprendido las reglas del juego y dominaba el tablero como nadie. A principios de los años cincuenta, su fama e influencia trascendían ya los círculos oficiales y habían empezado a permear la llamada sociedad civil y a sus servidores. Las consignas de Mauricio Valls se habían convertido en un canon de verdades reveladas que cualquier ciudadano perteneciente al selecto estamento de tres o cuatro mil españoles que gustaban de tenerse por cultos y de mirar por encima del hombro a sus conciudadanos de a pie hacían suyo y repetían como alumnos aplicados.
En el camino hacia la cumbre, Valls había reunido en torno suyo a un estrecho círculo de personajes afines que comían de su mano y se iban posicionando al frente de instituciones y puestos de poder. Si alguien osaba cuestionar las palabras o la valía de Valls, la prensa procedía a crucificarlo sin tregua y, tras esbozar un retrato esperpéntico e indeseable del pobre infeliz, éste pasaba a ser un paria, un innombrable y un pordiosero a quien todas las puertas se le cerraban y cuya única alternativa era el olvido o el exilio.
Pasé horas interminables leyendo, sobre líneas y entre ellas, contrastando historia y versiones, catalogando fechas y haciendo listas de triunfos y de cadáveres escondidos en los armarios. En otras circunstancias, si el objeto de mi estudio hubiera sido puramente antropológico, me habría quitado el sombrero ante don Mauricio y su jugada maestra. Nadie le podía negar que había aprendido a leer el corazón y el alma de sus conciudadanos y a tirar de los hilos que movían sus anhelos, esperanzas y quimeras.
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