Carlos Zafón - El Prisionero Del Cielo

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Si La sombra del viento se convirtió en un fenómeno editorial en España, con El juego del ángel Carlos Ruiz Zafón se encumbró como uno de los autores imprescindibles del panorama literario español.
Con El prisionero del cielo, el autor barcelonés vuelve al mundo del Cementerio de los libros olvidados, a esa Barcelona mítica situada entre los años cuarenta y cincuenta con el propósito de regalarnos nuevas intrigas y misterios.
Barcelona, 1957. Daniel Sempere y su amigo Fermín, los héroes de La Sombra del Viento, regresan de nuevo a la aventura para afrontar el mayor desafío de sus vidas. Justo cuando todo empezaba a sonreírles, un inquietante personaje visita la librería de Sempere y amenaza con desvelar un terrible secreto que lleva enterrado dos décadas en la oscura memoria de la ciudad. Al conocer la verdad, Daniel comprenderá que su destino le arrastra inexorablemente a enfrentarse con la mayor de las sombras: la que está creciendo en su interior. Rebosante de intriga y emoción, El Prisionero del Cielo es una novela magistral donde los hilos de La Sombra del Viento y El Juego del Ángel convergen a través del embrujo de la literatura y nos conduce hacia el enigma que se oculta en el corazón del Cementerio de los Libros Olvidados.

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Si algo me quedó tras días y días sumergido en la versión oficial de la vida de Valls fue la certeza de que el mecanismo de construcción de una nueva España se iba perfeccionando y de que la meteórica ascensión de don Mauricio al poder y a los altares ejemplificaba un patrón en alza que tenía visos de futuro y que, con toda seguridad, sobreviviría al régimen y echaría raíces profundas e inamovibles en todo el territorio durante muchas décadas.

A partir de 1952, Valls alcanzó ya la cima al asumir el mando del Ministerio de Cultura durante tres años, tiempo que aprovechó para apuntalar su dominio y a sus lacayos en las escasas posiciones que todavía no habían conseguido controlar. El tono de su proyección pública asumió una áurea monotonía. Sus palabras eran citadas como fuente de saber y certeza. Su presencia en jurados, tribunales y toda suerte de besamanos era constante. Su arsenal de diplomas, laureles y condecoraciones no paraba de crecer.

Y, de repente, sucedió algo extraño.

No lo advertí en mis primeras lecturas. El desfile de loas y noticias sobre don Mauricio se prolongaba sin tregua, pero a partir de 1956 se apreciaba un detalle enterrado entre todas aquellas informaciones que contrastaba con las publicadas con anterioridad a esa fecha. El tono y contenido de las notas no variaba, pero a fuerza de leer y releer cada una de ellas y compararlas, reparé en una cosa.

Don Mauricio Valls no había vuelto a aparecer en público.

Su nombre, su prestigio, su reputación y su poder seguían viento en popa. Sólo faltaba una pieza: su persona. Después de 1956 no había fotografías, ni menciones a su presencia, ni referencias directas a su participación en actos públicos.

El último recorte en el que se daba fe de la presencia de Mauricio Valls estaba fechado el 2 de noviembre de 1956, con ocasión de la entrega que se le había hecho del galardón a la más distinguida labor editorial del año durante un solemne acto en el Círculo de Bellas Artes de Madrid al que asistieron las máximas autoridades y lo más granado de la sociedad del momento. El texto de la noticia seguía las líneas habituales y previsibles del género, básicamente una gacetilla editorializada. Lo más interesante era la fotografía que la acompañaba, la última en la que se veía a Valls poco antes de su sexagésimo cumpleaños. En ella aparecía elegantemente vestido con un traje de buen corte, sonriendo mientras recibía una ovación del público asistente con gesto humilde y cordial. Otros habituales de aquel tipo de funciones aparecían con él y, a su espalda, ligeramente fuera de registro y con semblante serio e impenetrable, se apreciaban dos individuos parapetados tras lentes oscuros y vestidos de negro. No parecían participar en el acto. Su gesto era severo y al margen de la farsa. Vigilante.

Nadie había vuelto a fotografiar o a ver en público a don Mauricio Valls después de aquella noche en el Círculo de Bellas

Artes. Por mucho empeño que le puse, no conseguí encontrar una sola aparición. Cansado de explorar vías muertas, volví al principio y reconstruí la historia del personaje hasta memorizarla como si se tratase de la mía. Olfateaba su rastro con la esperanza de encontrar una pista, un indicio que me permitiese comprender dónde estaba aquel hombre que sonreía en fotografías y paseaba su vanidad por infinitas páginas que ilustraban una corte servil y hambrienta de favores. Buscaba al hombre que había asesinado a mi madre para ocultar la vergüenza de lo que a todas luces era y nadie parecía capaz de admitir.

Aprendí a odiar en aquellas tardes solitarias en la vieja biblioteca del Ateneo, donde no hacía tanto había dedicado mis ansias a causas más puras, como la piel de mi primer amor imposible, la ciega Clara, o los misterios de Julián Carax y su novela La Sombra del Viento. Cuanto más difícil me resultaba encontrar el rastro de Valls, más me negaba a reconocerle el derecho a desaparecer y borrar su nombre de la historia. De mi historia. Necesitaba saber qué había sido de él. Necesitaba mirarle a los ojos, aunque sólo fuera para recordarle que alguien, una sola persona en todo el universo, sabía quién era de verdad y lo que había hecho.

8

Una tarde, harto ya de perseguir fantasmas, cancelé mi sesión en la hemeroteca y salí a pasear con Bea y con Julián por una Barcelona limpia y soleada que casi había olvidado. Fuimos caminando desde casa hasta el parque de la Ciudadela. Me senté en un banco y vi cómo Julián jugaba con su madre en el césped. Contemplándolos me repetí las palabras de Fermín. Un hombre afortunado, ése era yo, Daniel Sempere. Un hombre afortunado que había permitido que un rencor ciego creciese en su interior hasta hacerle sentir náuseas de sí mismo.

Observé a mi hijo entregarse a una de sus pasiones: gatear hasta ponerse perdido. Bea lo seguía de cerca. De vez en cuando Julián se detenía y miraba en mi dirección. Un golpe de brisa alzó las faldas de Bea y Julián se echó a reír. Aplaudí y Bea me lanzó una mirada de reprobación. Encontré los ojos de mi hijo y me dije que pronto iban a empezar a mirarme como si yo fuese el hombre más sabio y bueno del mundo, el portador de todas las respuestas. Me dije entonces que nunca más volvería a mencionar el nombre

de Mauricio Valls ni a perseguir su sombra.

Bea se acercó a sentarse a mi lado. Julián la siguió gateando hasta el banco. Cuando llegó a mis pies lo tomé en brazos y procedió a limpiar sus manos en las solapas de mi chaqueta.

– Recién salida de la tintorería -dijo Bea.

Me encogí de hombros, resignado. Bea se reclinó sobre mí y me asió la mano.

– Menudas piernas -dije.

– No le veo la gracia. Luego tu hijo aprende. Menos mal que no había nadie.

– Bueno, allí había un abuelillo escondido detrás de un diario que creo que se ha desplomado de una taquicardia.

Julián decidió que la palabra taquicardia era lo más gracioso que había oído en su vida y pasamos buena parte del paseo de vuelta a casa cantando «ta-qui-car-dia» mientras Bea, caminando unos pasos por delante de nosotros, echaba chispas.

Aquella noche, 20 de enero, Bea acostó a Julián y luego se quedó dormida en el sola a mi lado mientras yo releía por tercera vez un ejemplar de una de las viejas novelas de David Martín que Fermín había encontrado en sus meses de exilio tras fugarse de la prisión y que había conservado todos aquellos años. Me gustaba saborear cada giro y desmenuzar la arquitectura de cada frase, creyendo que si descifraba la música de aquella prosa descubriría algo acerca de aquel hombre al que nunca había conocido y que todos me aseguraban que no era mi padre. Pero aquella noche era incapaz. Antes de finalizar una fiase, mi pensamiento se levantaba de la página y todo cuanto veía frente a mí era aquella carta de Pablo Cascos Buendía en la que citaba a mi mujer en el hotel Ritz al día siguiente a las dos de la tarde.

Finalmente cerré el libro y contemplé a Bea, que dormía a mi lado, intuyendo en ella mil veces más secretos que en las historias de Martín y su siniestra ciudad de los malditos. Pasaba de la medianoche cuando Bea abrió los ojos y me descubrió escrutándola. Me sonrió, aunque algo en mi semblante le despertó una sombra de inquietud.

– ¿En qué piensas? -preguntó.

– Pensaba en lo afortunado que soy -dije.

Bea me miró largamente, la duda en la mirada.

– Lo dices como si no lo creyeses.

Me levanté y le di la mano.

– Vamos a la cama -la invité.

Tomó mi mano y me siguió por el pasillo hasta el dormitorio. Me tendí en el lecho y la miré en silencio.

– Estás raro, Daniel. ¿Qué te pasa? ¿He dicho algo?

Negué ofreciéndole una sonrisa blanca como la mentira. Bea asintió y se desnudó lentamente. Nunca me daba la espalda cuando se desnudaba, ni se escondía en el baño o detrás de la puerta como aconsejaban los manuales de higiene matrimonial que promovía el régimen. La observé serenamente, leyendo las líneas de su cuerpo. Bea me miraba a los ojos. Se deslizó aquel camisón

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