Carlos Zafón - El Prisionero Del Cielo

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Si La sombra del viento se convirtió en un fenómeno editorial en España, con El juego del ángel Carlos Ruiz Zafón se encumbró como uno de los autores imprescindibles del panorama literario español.
Con El prisionero del cielo, el autor barcelonés vuelve al mundo del Cementerio de los libros olvidados, a esa Barcelona mítica situada entre los años cuarenta y cincuenta con el propósito de regalarnos nuevas intrigas y misterios.
Barcelona, 1957. Daniel Sempere y su amigo Fermín, los héroes de La Sombra del Viento, regresan de nuevo a la aventura para afrontar el mayor desafío de sus vidas. Justo cuando todo empezaba a sonreírles, un inquietante personaje visita la librería de Sempere y amenaza con desvelar un terrible secreto que lleva enterrado dos décadas en la oscura memoria de la ciudad. Al conocer la verdad, Daniel comprenderá que su destino le arrastra inexorablemente a enfrentarse con la mayor de las sombras: la que está creciendo en su interior. Rebosante de intriga y emoción, El Prisionero del Cielo es una novela magistral donde los hilos de La Sombra del Viento y El Juego del Ángel convergen a través del embrujo de la literatura y nos conduce hacia el enigma que se oculta en el corazón del Cementerio de los Libros Olvidados.

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– ¿No tenía el señor Cascos Buendía una reserva para las dos? -pregunté.

– El señor avisó para que se le subiera el servicio a su suite -informó el maître.

Consulté mi reloj. Eran las dos y veinte. Me encaminé hacia el corredor de ascensores. Uno de los porteros me había echado el ojo pero cuando intentó alcanzarme yo ya había conseguido colarme en uno de los ascensores. Marqué uno de los pisos superiores sin recordar que no tenía ni idea de dónde se encontraba la suite Continental.

«Empieza por arriba», me dije.

Me apeé del ascensor en el séptimo piso y empecé a vagar por ampulosos corredores desiertos. Al rato di con una puerta que daba a la escalera de incendios y descendí al piso inferior. Fui de puerta en puerta, buscando la suite Continental sin suerte. Mi reloj marcaba las dos y media. En el quinto piso encontré a una doncella que arrastraba un carrito con plumeros, jabones y toallas y le pregunté dónde estaba la suite. Me miró con consternación, pero la debí de asustar lo suficiente para que señalase hacia arriba.

– Octavo piso.

Preferí evitar los ascensores por si acaso el personal del hotel andaba buscándome. Cuatro pisos de escalera y un largo corredor más tarde llegué a las puertas de la suite continental empapado de sudor. Permanecí allí por espacio de un minuto, tratando de imaginar lo que estaba sucediendo tras aquella puerta de madera noble y preguntándome si me quedaba el suficiente sentido común para irme de allí. Me pareció que alguien me observaba de refilón desde el otro extremo del pasillo y temí que se tratase de uno de los porteros, pero al afinar el ojo la silueta se perdió tras la esquina del corredor y supuse que se trataba de otro huésped del hotel. Finalmente llamé al timbre.

10

Oí pasos aproximándose a la puerta. La imagen de Bea abotonándose la blusa se deslizó por mi mente. Un giro en la cerradura. Apreté los puños. La puerta se abrió. Un individuo con el pelo engominado, enfundado en un albornoz blanco y calzado con pantuflas de cinco estrellas me abrió la puerta. Habían pasado años, pero uno no olvida las caras que detesta con determinación.

– ¿Sempere? -preguntó incrédulo.

El puñetazo le alcanzó entre el labio superior y la nariz. Noté cómo la carne y el cartílago se quebraban bajo el puño. Cascos se llevó las manos a la cara y se tambaleó. La sangre le brotaba entre los dedos. Le di un fuerte empujón que lo lanzó contra la pared y me adentré en la habitación. Oí a Cascos caer al suelo a mi espalda. La cama estaba hecha y un plato humeante estaba servido sobre la mesa, orientada frente a la terraza con vistas a la Gran Vía. Sólo había cubiertos para un comensal. Me volví y me encaré a Cascos, que intentaba incorporarse aferrándose a una silla.

– ¿Dónde está? -pregunté.

Cascos tenia el rostro deformado por el dolor. La sangre le caía por la cara y el pecho. Pude ver que le había partido el labio y que, casi con certeza, tenía la nariz rota. Reparé en el fuerte escozor que me quemaba los nudillos y al mirarme la mano vi que me había dejado la piel partiéndole la cara. No sentí remordimiento alguno.

– No ha venido. ¿Contento? -escupió Cascos.

– ¿Desde cuándo te dedicas a escribirle cartas a mi mujer?

Me pareció que se reía y antes de que pudiera pronunciar otra palabra me abalancé de nuevo sobre él. Le propiné un segundo puñetazo con toda la rabia que llevaba dentro. El golpe le aflojó los dientes y me dejó la mano adormecida. Cascos emitió un gemido de agonía y se desplomó sobre la silla en la que se había apoyado. Vio que me inclinaba sobre él y se cubrió el rostro con los brazos. Le clavé las manos en el cuello y apreté con los dedos como si quisiera desgarrarle la garganta.

– ¿Qué tienes tú que ver con Valls?

Cascos me observaba aterrorizado, convencido de que iba a matarle allí mismo. Balbuceó algo incomprensible y mis manos se cubrieron con la saliva y la sangre que le caía de la boca. Apreté más fuerte.

– Mauricio Valls. ¿Qué tienes tú que ver con él?

Mi rostro estaba tan cerca del suyo que podía ver mi reflejo en sus pupilas. Sus venas capilares empezaron a estallar bajo la córnea y una red de líneas negras se abrió paso hacia el iris. Me di cuenta de que lo estaba matando y lo solté de golpe. Cascos emitió un sonido gutural al aspirar aire y se llevó las manos al cuello. Me senté en la cama frente a él. Me temblaban las manos, las tenia cubiertas de sangre. Entré en el baño y me las lavé. Me mojé la cara y el pelo con agua fría y al ver mi reflejo en el espejo apenas me reconocí. Había estado a punto de matar a un hombre.

11

Cuando regresé a la habitación, Cascos seguía derribado en la silla, jadeando. Llené un vaso con agua y se lo tendí. Al ver que me acercaba a él de nuevo se hizo a un lado esperando otro golpe. -Toma -dije.

Abrió los ojos y al ver el vaso dudó unos segundos. -Toma -repetí-. Es sólo agua.

Aceptó el vaso con una mano temblorosa y se lo llevó a los labios. Pude ver entonces que le había partido varios dientes. Cascos gimió y los ojos se le llenaron de lágrimas por el dolor cuando el agua Iría le rozó la pulpa expuesta bajo el esmalte. Estuvimos en silencio más de un minuto. -¿Llamo a un médico? -pregunté al fin. Alzó la mirada y negó.

– Vete de aquí antes de que llame a la policía. -Dime qué tienes tú que ver con Mauricio Valls y me iré. Lo miré fríamente.

– Es…, es uno de los socios de la editorial para la que trabajo.

– ¿Te pidió él que escribieses esa carta? Cascos dudó. Me levanté y di un paso hacia él. Le agarré del pelo y tiré con fuerza.

– No me pegues más -suplicó.

– ¿Te pidió Valls que escribieras esa carta?

Cascos evitaba mirarme a los ojos.

– No fue él -atinó a decir.

– ¿Quién entonces?

– Uno de sus secretarios. Armero.

– ¿Quién?

– Paco Armero. Es un empleado de la editorial. Me dijo que retomase el contacto con Beatriz. Que si lo hacía habría algo para mí. Una recompensa.

– ¿Para qué tenías que retomar el contacto con Bea? -No lo sé.

Hice ademán de abofetearle de nuevo. -No lo sé -gimió Cascos-. Es la verdad. -¿Y para eso la citaste aquí? -Yo a Beatriz la sigo queriendo. -Bonita manera de demostrarlo. ¿Dónde está Valls? -No lo sé.

– ¿Cómo puedes no saber dónde está tu jefe? -Porque no lo conozco. ¿De acuerdo? No le he visto nunca. No he hablado nunca con él. -Explícate.

– Entré a trabajar en Ariadna hace año y medio, en la oficina

de Madrid. En todo ese tiempo nunca lo he visto. Nadie le ha visto.

Se levantó lentamente y se dirigió hacia el teléfono de la habitación. No le detuve. Asió el auricular y me lanzó una mirada de odio.

– Voy a llamar a la policía…

– No será necesario -llegó la voz desde el corredor de la habitación.

Me volví para descubrir a Fermín ataviado con lo que imaginé que era uno de los trajes de mi padre sosteniendo en alto un documento con aspecto de licencia oficial.

– Inspector Fermín Romero de Torres. Policía. Se ha reportado un alboroto. ¿Quién de ustedes puede sintetizar los hechos aquí acontecidos?

No sé quién de los dos estaba más desconcertado, si Cascos o yo. Fermín aprovechó la ocasión para arrebatar suavemente el auricular de la mano de Cascos.

– Permítame -dijo apartándole-. Aviso a jefatura.

Fingió marcar un número y nos sonrió.

– Con jefatura, por favor. Sí, gracias.

Esperó unos segundos.

– Sí, Mari Pili, soy Romero de Torres. Páseme a Palacios. Sí, espero.

Mientras Fermín fingía esperar y cubría el auricular con la mano, hizo un gesto hacia Cascos.

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