Carlos Zafón - El Prisionero Del Cielo

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Si La sombra del viento se convirtió en un fenómeno editorial en España, con El juego del ángel Carlos Ruiz Zafón se encumbró como uno de los autores imprescindibles del panorama literario español.
Con El prisionero del cielo, el autor barcelonés vuelve al mundo del Cementerio de los libros olvidados, a esa Barcelona mítica situada entre los años cuarenta y cincuenta con el propósito de regalarnos nuevas intrigas y misterios.
Barcelona, 1957. Daniel Sempere y su amigo Fermín, los héroes de La Sombra del Viento, regresan de nuevo a la aventura para afrontar el mayor desafío de sus vidas. Justo cuando todo empezaba a sonreírles, un inquietante personaje visita la librería de Sempere y amenaza con desvelar un terrible secreto que lleva enterrado dos décadas en la oscura memoria de la ciudad. Al conocer la verdad, Daniel comprenderá que su destino le arrastra inexorablemente a enfrentarse con la mayor de las sombras: la que está creciendo en su interior. Rebosante de intriga y emoción, El Prisionero del Cielo es una novela magistral donde los hilos de La Sombra del Viento y El Juego del Ángel convergen a través del embrujo de la literatura y nos conduce hacia el enigma que se oculta en el corazón del Cementerio de los Libros Olvidados.

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Encendió un cigarro corto y lo saboreó a la brisa del amanecer. Mientras fumaba y meditaba sobre qué debía hacer, Armando extrajo un pedazo de página de La Vanguardia que llevaba en el bolsillo desde hacía días. Allí, enterrada entre anuncios de fajas y breves sobre la actualidad de espectáculos en el Paralelo, asomaba una escueta noticia en la que se informaba de la fuga de un prisionero de la cárcel de Montjuic. El texto tenía aquel regusto estéril de las historias que reproducen palabra por palabra el comunicado oficial. La única licencia que se había permitido el redactor era una coletilla donde se afirmaba que nunca antes alguien había conseguido huir de aquella inexpugnable fortaleza.

Armando alzó la mirada y contempló la montaña de Montjuic, que se alzaba al sur. El castillo, un apunte de torres serradas entre la bruma, sobrevolaba Barcelona. Armando sonrió con amargura y, con la brasa de su cigarro, prendió aquel recorte de prensa y lo vio deshacerse en cenizas en la brisa. Los diarios, como siempre, eludían la verdad como si en ello les fuera la vida, y quizá con razón. Todo en aquella noticia apestaba a medias verdades y a detalles dejados de lado. Entre ellos, la circunstancia de que nadie había conseguido fugarse de la prisión de Montjuc. Aunque tal vez, pensó, en este caso era verdad porque él, el hombre al que llamaban Armando, sólo era alguien en el mundo invisible de la ciudad de los pobres y los intocables. Hay épocas y lugares en los que no ser nadie es más honorable que ser alguien.

3

Los días se arrastraban con parsimonia. Armando pasaba una vez al día por la barraca a interesarse por el estado del moribundo. La fiebre daba tímidas muestras de ir amainando y la madeja de golpes, cortes y heridas que cubrían su cuerpo parecían empezar a sanar lentamente bajo los ungüentos. El moribundo pasaba la mayor parte del día durmiendo o murmurando palabras incomprensibles entre la vigilia y el sueño.

– ¿Vivirá? -preguntaba Armando a veces.

– Aún no lo ha decidido -le contestaba aquella mujerona desdibujada por los años a quien aquel infeliz había tomado por su madre.

Los días cristalizaron en semanas y pronto pareció evidente que nadie vendría a preguntar por el extraño, porque nadie pregunta por aquello que prefiere ignorar. Normalmente la policía y la Guardia Civil no entraban en el Somorrostro. Una ley de silencio delineaba con claridad que la ciudad y el mundo acababan a las puertas del poblado de chabolas y a ambas partes les interesaba mantener aquella frontera invisible. Armando sabía que, al otro lado, eran muchos los que secreta o abiertamente rezaban para que un día la tormenta se llevase para siempre la ciudad de los pobres, pero hasta que llegase ese día, todos preferían mirar hacia otro lugar, dar la espalda al mar y a las gentes que malvivían entre la orilla y la jungla de fábricas del Pueblo Nuevo. Aun así, Armando tenía sus dudas. La historia que intuía detrás de aquel extraño inquilino que habían acogido bien podía llevar a que la ley del silencio se quebrase.

A las pocas semanas, un par de policías novatos se acercaron a preguntar si alguien había visto a un hombre que se parecía al extraño. Armando se mantuvo alerta durante días, pero cuando nadie más acudió en su busca acabó por comprender que a aquel hombre no lo quería encontrar nadie. Tal vez había muerto y ni siquiera lo sabía.

Al mes y medio de llegar allí, las heridas de su cuerpo empezaron a sanar. Cuando el hombre abrió los ojos y preguntó dónde estaba, lo ayudaron a incorporarse y a sorber un caldo, pero no le dijeron nada.

– Tiene usted que descansar.

– ¿Estoy vivo? -preguntó.

Nadie le confirmó si lo estaba o no. Sus días pasaban entre el sueño y una fatiga que no le abandonaba. Cada vez que cerraba los ojos y se entregaba al cansancio, viajaba al mismo lugar. En su sueño, que se repetía noche tras noche, escalaba las paredes de una fosa infinita sembrada de cadáveres. Cuando llegaba a la cima y se volvía a mirar atrás veía que aquella marea de cuerpos espectrales se removía como un remolino de anguilas. Los muertos abrían los ojos y escalaban los muros, siguiendo sus pasos. Lo seguían a través de la montaña y se adentraban en las calles de Barcelona, buscando los que habían sido sus hogares, llamando a las puertas de quienes habían amado. Algunos iban en busca de sus asesinos y recorrían la ciudad sedientos de venganza, pero la mayoría sólo quería regresar a sus casas, a sus camas, a sostener en sus brazos a los hijos, esposas y amantes que habían dejado atrás. Sin embargo nadie les abría las puertas, nadie les sostenía la mano y nadie quería besar sus labios, y el moribundo, cubierto de sudor, se despertaba en la oscuridad con el estruendo ensordecedor del llanto de los muertos en el alma.

Un extraño solía visitarle a menudo. Olla a tabaco y a colonia, dos sustancias de poca circulación en aquella época. Se sentaba en una silla a su lado y le miraba con ojos impenetrables. Tenía el pelo negro como el alquitrán y los rasgos afilados. Cuando se daba cuenta de que el paciente estaba despierto le sonreía.

– ¿Es usted Dios o el diablo? -le preguntó en una ocasión el moribundo.

El extraño se encogió de hombros y consideró la pregunta.

– Un poco de ambos -respondió al fin.

– Yo en principio soy ateo -'informó el paciente-. Aunque en realidad tengo mucha fe.

– Como mucha gente. Descanse ahora, amigo mío. Que el cielo puede esperar. Y el infierno le viene pequeño.

4

Entre las visitas del extraño caballero del pelo azabache, el convaleciente se dejaba alimentar, lavar y vestir con ropas limpias que le iban grandes. Cuando fue capaz de sostenerse en pie y dar unos pasos, lo acompañaron hasta la orilla del mar y allí pudo mojarse los pies y dejarse acariciar por la luz del Mediterráneo. Un día pasó la mañana viendo cómo unos niños vestidos de harapos y con la cara sucia jugaban en la arena, y pensó que le apetecía vivir, al menos un poco más. Con el tiempo los recuerdos y la rabia empezaron a aflorar y, con ellos, el deseo y a su vez el temor de regresar a la ciudad.

Piernas, brazos y demás engranajes empezaron a funcionar más o menos con normalidad. Recuperó el raro placer de orinar al viento sin ardores ni sucesos vergonzantes y se dijo que un hombre que podía mear de pie y sin ayuda era un hombre en condiciones de afrontar sus responsabilidades. Aquella misma noche, de madrugada, se levantó con sigilo y se alejó por los angostos callejones de la ciudadela hasta el límite que marcaban las vías del tren. Al otro lado se alzaba el bosque de chimeneas y la cresta de ángeles y mausoleos del cementerio. Más allá, en un lienzo de luces que ascendía por las colinas, yacía Barcelona. Oyó unos pasos a su espalda y al volverse se encontró con la mirada serena del hombre del pelo azabache.

– Ha vuelto usted a nacer -dijo.

– Pues a ver si esta vez me sale mejor que la primera, porque llevo una carrera…

El hombre del pelo azabache sonrió.

– Permítame que me presente. Yo soy Armando, el gitano.

Fermín le estrechó la mano.

– Fermín Romero de Torres, payo, pero relativamente de ley.

– Amigo Fermín, me ha parecido que andaba usted pensando en volver con ésos.

– La cabra tira al monte -sentenció Fermín-. He dejado algunas cosas a medio hacer.

Armando asintió.

– Lo entiendo, pero todavía no, amigo mío -le dijo-. Tenga paciencia. Quédese con nosotros una temporada.

El miedo a lo que le aguardaba a su regreso y la generosidad de aquellas gentes le retuvieron allí hasta que una mañana de domingo tomó prestado un diario a uno de los chavales, que lo había encontrado en la basura de un chiringuito en la playa de la Barceloneta. Era difícil determinar cuánto tiempo llevaba el periódico entre los escombros, pero estaba fechado tres meses después de la noche de su fuga. Peinó las páginas en busca de un indicio, de una señal o de una mención, pero no había nada. Aquella tarde, cuando ya había decidido que al anochecer regresaría a Barcelona, Armando se le acercó y le informó de que uno de sus hombres había pasado por la pensión en la que vivía.

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