En lo alto, el castillo de Montjuic se alzaba entre nubes negras que se arrastraban y enmascaraban la luna. El ruido de los coches se aproximaba. Sin pensarlo dos veces Fermín se lanzó ladera abajo, cayendo y rodando entre troncos, piedras y maleza que le golpeaban y le arrancaban la piel a jirones. Ya no sintió dolor, ni miedo, ni cansancio hasta que llegó a la carretera, desde donde echó a correr en dirección a los hangares del puerto. Corrió sin pausa ni aliento, sin noción del tiempo ni conciencia de las heridas que cubrían su cuerpo.
El alba despuntaba cuando llegó al laberinto infinito de chabolas que cubrían la playa del Somorrostro. La bruma del alba reptaba desde el mar y serpenteaba entre los tejados. Fermín se adentró en las callejuelas y túneles de la ciudad de los pobres hasta caer entre dos pilas de escombros. Allí lo encontraron dos niños harapientos que arrastraban unas cajas de madera y que se detuvieron a contemplar aquella silueta esquelética que parecía sangrar por todos los poros de su piel.
Fermín les sonrió e hizo el signo de la victoria con dos dedos. Los niños se miraron entre sí. Uno de ellos dijo algo que no pudo oír. Se abandonó a la fatiga y con los ojos entreabiertos pudo ver que lo recogían del suelo entre cuatro personas y lo tendían en un catre junto a un fuego. Sintió el calor en la piel y recuperó lentamente la sensación en pies, manos y brazos. El dolor vino después, como una marea lenta pero inexorable. A su alrededor voces apagadas de mujeres murmuraban palabras incomprensibles. Le quitaron los pocos harapos que le quedaban encima. Paños empapados en agua caliente y alcanfor acariciaron con infinita delicadeza su cuerpo desnudo y quebrado.
Entreabrió los ojos al sentir la mano de una anciana sobre su frente, la mirada cansada y sabia sobre la suya.
– ¿De dónde vienes? -preguntó aquella mujer que Fermín, en su delirio, creyó que era su madre.
– De entre los muertos, madre -murmuró-. He regresado de entre los muertos.
TERCERA PARTE : VOLVER A NACER
Barcelona, 1940
El incidente de la vieja fábrica Vilardell nunca llegó a los diarios. A nadie convenía que aquella historia viera la luz. Lo que allí sucedió sólo lo recuerdan quienes estaban presentes. La misma noche en que Mauricio Valls regresó al castillo para comprobar que el prisionero número 13 había escapado, el inspector Fumero de la Brigada Social recibió aviso del señor director de un chivatazo por parte de uno de los presos. Fumero y sus hombres estaban apostados en sus posiciones antes de que saliese el sol.
El inspector puso a dos de sus hombres vigilando el perímetro y concentró al resto en la entrada principal, desde la que, tal y como le había indicado Valls, podía verse la caseta. El cuerpo de Jaime Montoya, el heroico chofer del director de la prisión, que se había ofrecido voluntario para acudir en solitario a investigar la veracidad de los alegatos sobre elementos subversivos presentados por uno de los prisioneros, seguía allí, tendido entre los escombros. Poco antes del alba, Fumero dio orden a sus hombres de que entraran en la vieja fábrica. Cercaron la caseta y cuando los ocupantes, dos hombres y una mujer joven, detectaron su presencia, sólo se produjo un mínimo incidente cuando ella, que portaba un arma de fuego, alcanzó en un brazo a uno de los policías. La herida apenas era un rasguño sin importancia. Amén de aquel desliz, en treinta segundos Fumero y sus hombres habían reducido a los rebeldes.
El inspector ordenó entonces que los metiesen a todos en la caseta y que también arrastrasen el cuerpo del chofer muerto al interior. Fumero no pidió nombres ni documentación. Ordenó a sus hombres que atasen a los rebeldes de pies y manos con alambre a unas sillas de metal oxidado que estaban tiradas en un rincón. Una vez que estuvieron inmovilizados, Fu- mero indicó a sus hombres que lo dejasen solo y que se apostasen a la puerta de la caseta y de la fábrica a esperar sus instrucciones. A solas con los prisioneros, cerró la puerta y tomó asiento frente a ellos.
No he dormido en toda la noche y estoy cansado. Me quiero ir a mi casa. Me vais a decir dónde está el dinero y las joyas que escondéis para el tal Salgado y aquí no va a pasar nada, ¿de acuerdo?
Los prisioneros lo contemplaban con una mezcla de perplejidad y terror.
– No sabemos nada de unas joyas ni de un tal Salgado -dijo el hombre de más edad.
Fumero asintió con cierto hastío. Paseaba su mirada con parsimonia por los tres prisioneros, como si pudiera leer sus pensamientos y éstos le aburrieran.
Tras dudar unos instantes, eligió a la mujer y arrimó su silla para quedar apenas a un par de palmos de ella. La mujer estaba temblando.
– Déjala en paz, hijo de puta -escupió el otro hombre, más joven-. Si la tocas te juro que te mataré.
Fumero sonrió melancólicamente.
– Tienes una novia muy guapa.
Navas, el oficial apostado a la puerta de la caseta, notaba el sudor frío empapándole la ropa. Ignoraba los alaridos que provenían del interior y, cuando sus compañeros le dirigieron una mirada soterrada desde el portón de la factoría, Navas negó con la cabeza.
Nadie intercambió una sola palabra. Fumero llevaba dentro de la caseta una media hora cuando finalmente la puerta se abrió a su espalda. Navas se apartó y evitó mirar directamente las manchas húmedas sobre las ropas negras del inspector. Fumero se alejó lentamente hacia la salida y Navas, tras un somero vistazo al interior de la caseta, contuvo las arcadas y cerró la puerta. A una señal de Fumero, dos de los hombres se aproximaron portando dos bidones de gasolina y rociaron el perímetro y los muros de la caseta. No se quedaron a verla arder.
Fumero los esperaba sentado en el asiento del pasajero cuando volvieron al coche. Partieron en silencio mientras una columna de humo y llamas se alzaba entre las ruinas de la vieja fábrica dejando un rastro de cenizas que se esparcía al viento. Fumero abrió la ventanilla y alargó la mano abierta al aire frío y húmedo. Tenia sangre en los dedos. Navas conducía con la vista clavada al frente, aunque sus ojos sólo veían la mirada de súplica que le había lanzado la mujer joven, todavía viva, antes de que cerrase la puerta. Advirtió que Fumero lo estaba observando y apretó las manos al volante para ocultar el temblor.
Desde la acera un grupo de niños harapientos contemplaban el paso del coche. Uno de ellos, esbozando una pistola con los dedos, jugó a dispararles. Fu- mero sonrió y respondió con el mismo gesto poco antes de que el coche se perdiera en la madeja de calles que rodeaban la jungla de chimeneas y almacenes como si nunca hubiese estado allí.
Fermín pasó siete días delirando en el interior de la barraca. Ningún paño humedo conseguía apaciguarle la fiebre; ningún ungüento era capaz de calmar el mal que, decían, lo devoraba por dentro. Las viejas del lugar, que a menudo se turnaban para cuidar de él y administrarle tónicos con la esperanza de mantenerlo con vida, decían que el extraño llevaba un demonio dentro, el demonio de los remordimientos, y que su alma quería huir hacia el final del túnel y descansar en el vacío de la negrura.
Al séptimo día el hombre al que todos llamaban Armando y cuya autoridad en aquel lugar quedaba un par de centímetros por debajo de la de Dios acudió a la barraca y tomó asiento junto al enfermo. Examinó sus heridas, levantó sus párpados con los dedos y leyó los secretos escritos en sus pupilas dilatadas. Las ancianas que cuidaban de él se habían congregado en un corro a su espalda y esperaban en respetuoso silencio. Al rato Armando asintió para sí mismo y abandonó la barraca. Un par de jóvenes que esperaban en la puerta lo siguieron hasta la línea de espuma en la orilla donde rompía la marea y escucharon sus instrucciones con atención. Armando los vio partir y se quedó allí, sentado sobre los restos de una barcaza de pescadores desguazada por el temporal que había quedado varada entre la playa y el purgatorio.
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