Carlos Zafón - El Prisionero Del Cielo

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Si La sombra del viento se convirtió en un fenómeno editorial en España, con El juego del ángel Carlos Ruiz Zafón se encumbró como uno de los autores imprescindibles del panorama literario español.
Con El prisionero del cielo, el autor barcelonés vuelve al mundo del Cementerio de los libros olvidados, a esa Barcelona mítica situada entre los años cuarenta y cincuenta con el propósito de regalarnos nuevas intrigas y misterios.
Barcelona, 1957. Daniel Sempere y su amigo Fermín, los héroes de La Sombra del Viento, regresan de nuevo a la aventura para afrontar el mayor desafío de sus vidas. Justo cuando todo empezaba a sonreírles, un inquietante personaje visita la librería de Sempere y amenaza con desvelar un terrible secreto que lleva enterrado dos décadas en la oscura memoria de la ciudad. Al conocer la verdad, Daniel comprenderá que su destino le arrastra inexorablemente a enfrentarse con la mayor de las sombras: la que está creciendo en su interior. Rebosante de intriga y emoción, El Prisionero del Cielo es una novela magistral donde los hilos de La Sombra del Viento y El Juego del Ángel convergen a través del embrujo de la literatura y nos conduce hacia el enigma que se oculta en el corazón del Cementerio de los Libros Olvidados.

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21

Encerrado en el interior del saco, Fermín sólo pudo oír sus voces.

– Fiemos tenido suerte, tú -dijo el carcelero novato.

– Fermín se ha dormido ya -dijo el doctor Sanahuja desde su celda.

– Suerte que tienen algunos -dijo el carcelero-. Ahí lo tenéis. Ya os lo podéis llevar.

Fermín oyó pasos a su alrededor y sintió una sacudida repentina cuando uno de los enterradores rehizo el nudo y lo cerró con fuerza. Luego lo levantaron entre dos y, sin miramientos, lo arrastraron por el corredor de piedra. Fermín no se atrevió a mover ni un músculo.

Los golpes de escalones, esquinas, puertas y peldaños le acuchillaban el cuerpo sin piedad. Se llevó un puño a la boca y lo mordió para no gritar de dolor. Tras un largo periplo Fermín percibió una caída brusca de temperatura y la pérdida de aquel eco claustro- fóbico que existía en todo el interior del castillo. Estaban fuera. Lo arrastraron varios metros sobre un firme empedrado y salpicado de charcos. El frío empezó a calar rápidamente a través de la saca.

Finalmente sintió que lo levantaban y lo lanzaban al vacío. Aterrizó en lo que parecía una superficie de madera. Unos pasos se alejaban. Fermín respiró hondo. El interior de la saca hedía a excremento, carne podrida y gasoil. Escuchó cómo arrancaba el motor del camión y, tras una sacudida, sintió el movimiento del vehículo y el tirón de una pendiente que hizo rodar la saca. Comprendió que el vehículo se alejaba colina abajo con un lento traqueteo por el mismo camino por el que había llegado allí meses atrás. Recordaba que el ascenso a la montaña había sido largo y plagado de curvas. Al poco, sin embargo, notó que el vehículo giraba y enfilaba un nuevo camino sobre un terreno llano y tosco, sin asfaltar Se habían desviado y Fermín tuvo la certeza de que se estaban adentrando en la montaña en vez de descender hacia la ciudad. Algo había salido mal.

No fue hasta entonces cuando se le ocurrió pensar que tal vez Martín no lo había calculado todo, que algún detalle se le había escapado. Al fin y al cabo, nadie sabía a ciencia cierta qué hacían con los cadáveres de los presos. Tal vez Martín no se había parado a pensar que a lo mejor lanzaban los cuerpos a una caldera para deshacerse de ellos. Pudo imaginar a Salgado, al despertar de su letargo de cloroformo, riéndose y diciendo que antes de arder en el infierno Fermín Romero de Torres, o como diantres se llamase, había ardido en vida.

El camino se prolongó unos minutos. Al poco, cuando el vehículo empezó a aminorar la marcha, Fermín lo percibió por primera vez. Un hedor como nunca había conocido. Se le encogió el corazón y, mientras aquel vapor indecible le llevaba a la náusea, deseó no haber escuchado nunca al loco de Martín y haberse quedado en su celda.

22

Cuando el señor director llegó al castillo de Montjuic, descendió del coche y se dirigió a toda prisa a su despacho. Su secretario estaba anclado en su pequeño escritorio frente a la puerta, mecanografiando la correspondencia del día con dos dedos.

– Deja eso y haz que traigan ahora mismo al hijo de perra de Salgado -ordenó.

El secretario le miró desconcertado, dudando si abrir la boca.

– No te quedes ahí pasmado. Muévete.

El secretario se levantó, azorado, y rehuyó la mirada iracunda del señor director.

– Salgado ha muerto, señor director. Esta misma noche…

Valls cerró los ojos y respiró hondo.

– Señor director…

Sin molestarse en dar explicaciones Valls corrió y no se detuvo hasta llegar a la celda número 13. Al verle, el carcelero salió de su modorra y le dedicó un saludo militar.

– Excelencia, qué…

– Abre. Rápido.

El carcelero abrió la celda y Valls entró sin contemplaciones. Se dirigió al camastro y, asiendo del hombro el cuerpo que había sobre el camastro, tiró con fuerza. Salgado quedó tendido boca arriba. Valls se inclinó sobre el cuerpo y le olfateó el aliento. Se volvió entonces al carcelero, que le miraba aterrado.

– ¿Dónde está el cuerpo?

– Se lo han llevado los de la funeraria…

Valls le propinó una bofetada que lo derribó. Dos centinelas se habían personado en el corredor a la espera de las instrucciones del director.

– Lo quiero vivo -les dijo.

Los dos centinelas asintieron y partieron a paso ligero. Valls se quedó allí, apoyado contra los barrotes de la celda que compartían Martín y el doctor Sanahuja. El carcelero, que se había levantado y no se atrevía ni a respirar, creyó ver que el señor director se estaba riendo.

– Idea suya, supongo, ¿verdad, Martín? -preguntó Valls, al fin.

El señor director hizo un amago de reverencia y, mientras se alejaba por el corredor, aplaudió lentamente.

23

Fermín notó que el camión aminoraba la marcha y negociaba los últimos escollos de aquel camino sin pavimentar. Tras un par de minutos de baches y quejidos del camión, el motor se detuvo. El hedor que traspasaba el tejido de la saca era indescriptible. Los dos enterradores se aproximaron a la parte trasera del camión. Escuchó el chasquido de la palanca que aseguraba el cierre y luego, de súbito, un fuerte tirón en la saca y una caída al vacío.

Fermín golpeó el suelo con el costado. Un dolor sordo se extendió por su hombro. Antes de que pudiese reaccionar, los dos enterradores recogieron el saco del suelo empedrado y, sosteniendo un extremo cada uno de ellos, lo llevaron cuesta arriba hasta detenerse unos metros más allá. Dejaron caer de nuevo el saco y entonces Fermín oyó cómo uno de ellos se arrodillaba y empezaba a deshacer el nudo que sellaba la saca. Los pasos del otro se alejaron un par de metros y pudo percibir cómo recogía algo metálico. Fermín intentó tomar aire pero aquel miasma le quemaba la garganta. Cerró los ojos. El aire frío le rozó el rostro.

El enterrador asió el saco por el extremo cerrado y tiró con fuerza. El cuerpo de Fermín rodó sobre piedras y terreno encharcado.

– Venga, a la de tres -dijo uno ellos.

Cuatro manos lo asieron por los tobillos y las muñecas. Fermín luchó por contener la respiración.

– Oye, ¿no está sudando?

– ¿Cómo coño va a sudar un muerto, atontad? Será el charco. Hala, una, dos y…

Tres. Fermín se sintió balancear en el aire. Un instante después estaba volando y se abandonó a su destino. Abrió los ojos en pleno vuelo y cuanto pudo apreciar antes del impacto fue que se precipitaba hacia el fondo de una zanja cavada en la montaña. La claridad de la luna no permitía más que distinguir algo pálido que cubría el suelo. Fermín tuvo la certeza de que se trataba de piedras y, serenamente, en el medio segundo que tardó en caer, decidió que no le importaba morir.

El aterrizaje fue suave. Fermín sintió que su cuerpo había caído sobre algo blando y húmedo. Cinco metros más arriba, uno de los enterradores sostenía una pala que vació al aire. Un polvo blanquecino se esparció en una neblina brillante que le acarició la piel y, un segundo después, empezó a devorarla como si se tratase de ácido. Los dos enterradores se alejaron y Fermín se incorporó para descubrir que se encontraba en una fosa abierta en la tierra repleta de cadáveres cubiertos de cal viva. Intentó sacudirse aquel polvo de fuego y trepó entre los cuerpos hasta alcanzar el muro de tierra. Escaló hundiendo las manos en la tierra e ignorando el dolor.

Cuando alcanzó la cima, consiguió arrastrarse hasta un charco de agua sucia en el que limpiar la cal. Se puso de pie y pudo apreciar que las luces del camión se alejaban en la noche. Se volvió un instante a mirar atrás y vio que la fosa se extendía a sus pies como un océano de cadáveres trenzados entre sí. La náusea le golpeó con fuerza y cayó de rodillas, vomitando bilis y sangre sobre las manos. El hedor a muerte y el pánico apenas le permitían respirar. Oyó entonces un rumor en la distancia. Alzó la vista y vio los faros de un par de coches que se aproximaban. Corrió entonces hacia la ladera de la montaña y llegó a una pequeña explanada desde la que se podía ver el mar al pie de la montaña y el faro del puerto en la punta de la escollera.

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