José Santos - El códice 632

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El códice 632: краткое содержание, описание и аннотация

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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– Pero ¿hay pruebas de eso?

– Esto es algo que se sabe a partir de la tradición oral hebraica, no hay documentos que afirman tal cosa textualmente.

Pero existe una confirmación implícita en una carta enviada en 1512 por el padre Antonio de Aspa, de la Orden de los Jerónimos, al gran inquisidor de Castilla. En esa carta, Aspa escribió que, en la primera expedición al Nuevo Mundo, Colón llevó a bordo a «cuarenta genoveses». Pero hoy se sabe que casi todos los tripulantes de la primera expedición eran castellanos, aunque entre éstos hubiese algunas decenas que serían de nación judaica, probablemente marranos. Es decir, Aspa estaba realmente informando a la Inquisición de que habían ido cuarenta judíos a bordo. Pero, según hacían algunos en aquel tiempo, no los llamó judíos. Por ironía o pudor, los llamó genoveses.

– Hmm -volvió a murmurar el historiador, perdido en un mundo únicamente suyo, reviendo en la memoria una pregunta mil veces formulada y jamás respondida-: ¿Cuál Eco de Foucault pendiente a 545?

– ¿Cómo?

Tomás se agitó, repentinamente acalorado.

– Es una pregunta que me hicieron una vez. «¿Cuál Eco de Foucault pendiente a 545?» -Se levantó de la mesa, la excitación galopaba en su interior; se sentía totalmente incapaz de quedarse quieto-. Basándome en una revelación de Umberto Eco, creía que la respuesta era «judío portugués» o «cristiano nuevo». Pero, al final, no. La respuesta correcta es otra. ¿Sabe cuál es?

El rabino negó con la cabeza.

– No tengo la menor idea.

Tomás sonrió.

– Es «marrano».

Capítulo 15

Los dedos aferraron la manivela de la caja fuerte y la hicieron girar lentamente; la caja metálica respondía con un «tic-tic» tranquilo a medida que pasaban los números de la clave y la manivela circulaba con precisión mecánica en el sentido de las agujas del reloj, como si fuese una máquina bien afinada. Madalena Toscano observaba detrás del hombro de Tomás, con los ojos muy abiertos, expectantes, contemplando la operación.

– Oiga -susurró-. ¿Está seguro de que ésa es la clave?

El profesor consultó la hoja donde había apuntado la solución.

Ya veremos murmuró Insertó los números uno a uno en la caja fuerte El - фото 25

– Ya veremos -murmuró.

Insertó los números, uno a uno, en la caja fuerte. El doce, el uno, el diecisiete, el diecisiete de nuevo. «Tic-tic-tic-tic.» Sólo la respiración del profesor y de la viuda, que en el silencio rumoreaban afanosas y profundas, respondían a aquel frío sonido metálico, tan exacto y sereno, tan minúsculo y tan tremendamente irritante. Aquél les parecía el sonido de una caja recelosa, ansiosa por guardar su secreto con excesivo celo; era el ruido meditativo de una máquina desconfiada, posesiva, enfrentada a un desafío que la obligaba a medir la hipótesis que más temía, la de abrirse como una flor y liberar, a disgusto, el perfume de su misterio. Se les antojaba que esa especie de nicho prefería mantener olvidado su tesoro, encerrado en el silencio, y era ese mudo duelo entre hombre y caja fuerte, entre clave y secreto, entre luz y tinieblas, lo que alimentaba la tensión a media luz en aquella habitación enmohecida. Tomás se acercó al final de la secuencia, aguardó un momento, ansioso por ver si por fin habría atinado con la clave, respiró hondo y colocó los últimos guarismos. El uno, el trece, el catorce. «Tic tic-tic.» ¿Quién cedería? ¿El hombre o la caja?

Un clic final fue la respuesta.

Como la entrada de la caverna de los cuarenta ladrones cuando se ha pronunciado el «Ábrete, Sésamo» milagroso, así la caja se abrió cumplida la secuencia mágica.

– ¡Ah! -exclamó Tomás cerrando el puño en señal de victoria-. ¡Lo hemos conseguido!

– ¡Gracias a Dios!

Se inclinaron sobre la caja finalmente vencida e intentaron observar el contenido. Al principio, sin embargo, sólo vislumbraron una sombra opaca, una tiniebla espesa e impenetrable; era como si la caja de metal aún se resistiese, recalcitrante, en agonía, prolongando el enigma en un último soplo de vida, ocultándolo bajo el manto de una neblina densa y cargada; les parecía un moribundo porfiadamente aferrado a la vida, esperando contra la esperanza, encubriendo en un rincón oscuro de las entrañas profundas el arcano tesoro que tanto tiempo lo había aislado del mundo, perdido en el tiempo, exiliado de la memoria. Pero los ojos de los intrusos se habituaron deprisa a esa densa sombra; la oscuridad se fue haciendo más tenue hasta que ambos lograron por fin vislumbrar unas hojas apoyadas en la superficie del interior.

El profesor metió la mano por la boca abierta de la caja fuerte y, tímidamente, casi con miedo, como un explorador frente a la selva desconocida, palpó la textura lisa y fría del papel allí escondido; cogió con delicadeza esas hojas que, según creía, encerraban un misterio antiguo y las sacó despacio, como si fuesen una reliquia olvidada, pétalos delicados, una frágil concha fustigada por la tempestad del tiempo, trayéndolas al fin de vuelta a la luz del día.

Eran tres hojas.

Las primeras eran dos fotocopias que examinó con atención. Le pareció a simple vista que se trataba de las copias de dos páginas de un documento del siglo xvi. Comenzó recorriéndolas con los ojos, como quien intenta captar sólo la imagen general de algo que no comprende; después, con más cuidado, recurrió a su vasta experiencia de paleógrafo y leyó a partir de la ornée , localizada en la parte de abajo de la primera fotocopia, descifrando el contenido en apariencia impenetrable.

Al año siguiente de m Vaciló no entendió la fecha pero continuó Y - фото 26 Al año siguiente de m Vaciló no entendió la fecha pero continuó Y - фото 27

– «Al año siguiente de m…» -Vaciló, no entendió la fecha, pero continuó-. «Y estando el Rey en el lugar de Valle de parayso que hay por cima del monasterio de Sancta m adas V.tudes, por causa de la gran peste que en los lugares principales de aquella Comarca había a seis días de marzo a Ribó a Reselo, en lixboa Xrova colo nbo y taliano qvenía del descubrimiento de las islas de Cipango, y dAntilla que por mandado de los Reyes de castilla había hecho…»

– ¿Qué es eso? -preguntó Madalena.

El profesor miraba las dos hojas con aire intrigado.

– Esto…, pues…, -balbució- esto me parece la Crónica de D. João II, de Ruy de Pina. -Vaciló un momento; deprisa seconvenció, sin embargo, de que su respuesta era correcta y sintió que la confianza le crecía en el pecho-. Éste es, por lo visto, el fragmento en que el cronista portugués comienza a relatar el encuentro de Cristóbal Colón con el rey don Juan II, con ocasión del regreso del Almirante del primer viaje, aquel en que descubrió América.

– ¿Y es importante?

– Bien…, pues…, es importante, sin duda. Pero inesperado. -Miró a la viuda con una expresión desconcertada-. Por un lado, porque este texto se conoce desde hace ya mucho tiempo, no constituye ningún secreto. Por otro, porque esta crónica va contra la tesis que defendía su marido. -Señaló la tercera y cuarta líneas de la segunda página-. ¿Lo ve? Dice: «Xrova colo nbo y taliano». Ahora bien, su marido defendía justamente lo contrario, que Colón no era italiano.

– Pero Martinho me dijo que había guardado en la caja fuerte la gran prueba…

– ¿La gran prueba? ¿La gran prueba de qué? ¿De que Colón era italiano? -Meneó la cabeza en un gesto de perplejidad-. No lo entiendo, no tiene sentido.

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