José Santos - El códice 632

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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Hicieron la digestión recorriendo tranquilamente la calle David, que separa el barrio armenio del barrio cristiano, admirando su aspecto de bazar alegre, atiborrado de tiendas de ropa, alfombras, bagatelas y estatuillas religiosas esculpidas en madera de olivo, todo lo imaginable para atraer el interés de los turistas y la devoción de los peregrinos. Poco antes de la ajetreada puerta de Jaffa y de la ciudadela giraron a la derecha en la calle Muristan, poblada de peleterías, y entraron por fin en el barrio cristiano; pasaron ante la estructura neorromántica de la iglesia del Redentor y desembocaron en el Souk El-Dabbagha, donde giraron a la izquierda hasta dar con la construcción oscura y siniestra de la iglesia del Santo Sepulcro. Un árabe se ofreció para servir de guía, pero Tomás, presintiendo que el tipo buscaba dinero, se negó.

Cruzaron los escalones de la entrada y pasaron por debajo de las puertas arqueadas, sostenidas por pilares de mármol; giraron a la derecha y ascendieron hasta el Calvario, la gran piedra sobre la cual los romanos crucificaron a Cristo. La estructura de las dos capillas ocultaba la piedra del Calvario. La capilla latina, a la derecha, marcaba la décima y la undécima estación, el lugar donde los verdugos clavaron a Jesús a la cruz; un arco al lado registraba el Stabat Mater, donde María lloró a los pies de la cruz; la capilla ortodoxa, al otro lado, señalaba el sitio donde fue alzada la cruz; dos cajas de cristal, instaladas junto al altar ortodoxo, dejaban ver la superficie irregular del Calvario surgiendo del suelo.

– ¡Impresionante! -comentó Tomás en voz baja, inclinándose para observar mejor la piedra donde se llevó a cabo la crucifixión-. Este es el lugar exacto donde murió Jesús.

– No es necesariamente el lugar exacto -repuso Chaim, nada impresionado con aquel lugar de culto de los cristianos.

– ¿No?

– ¿Se acuerda de que hablamos de Constantino, el emperador del Imperio romano de Oriente que se convirtió al cristianismo?

– Sí.

– Constantino convocó en el año 325 un concilio ecuménico para discutir la naturaleza de la Santísima Trinidad. Estaba presente en ese concilio el patriarca de Jerusalén, el obispo Macario, que convenció a la madre de Constantino, Helena, para que viniese a Tierra Santa a identificar los descuidados lugares por donde Cristo pasó. Helena vino y localizó, por aproximación, la gruta donde nació Jesús, en Belén, y la gruta del monte de los Olivos, en la cual profetizó la destrucción de Jerusalén. La madre de Constantino llegó a la conclusión de que el Gólgota, la gran roca donde Cristo fue crucificado, se encontraba por debajo de los templos paganos construidos por Adriano, emperador de Roma, doscientos años antes, en el noroeste de la ciudad vieja.

– ¿Gólgota?

– Es el nombre hebreo de la piedra, significa «El lugar de la calavera». En latín es Calvario -vaciló-. ¿Por dónde iba?

– Por el momento en que Helena descubrió que el Calvario se encontraba debajo de los templos romanos.

– Bien. Hizo demoler esos templos, destruyó parte de la piedra que se encontraba por debajo y edificó una basílica en este lugar. Helena determinó, de manera arbitraria, cuáles eran los lugares exactos donde Jesús se preparó para la ejecución, donde fue clavado a la cruz y donde ésta fue alzada, es decir, la décima, la undécima y la duodécima estación. Pero lo que hizo fue mera conjetura y la verdad es que no hay certidumbre absoluta de que esta piedra, que se sitúa por debajo de la basílica, sea realmente el Gólgota, aunque todo indique que sí. Se sabe por los Evangelios que Cristo fue crucificado en una piedra situada fuera de las antiguas murallas de la ciudad, al pie de un pequeño monte con grutas usadas como catacumbas, y todo lo que se puede decir es que las investigaciones arqueológicas revelan que este lugar corresponde exactamente a esa descripción.

Aún tuvieron tiempo de ponerse en la fila para entrar en el Santo Sepulcro, la parte de la catacumba donde se depositó supuestamente el cuerpo de Cristo después de su muerte y que ahora estaba protegido dentro de un santuario erigido en pleno centro de la Rotunda, el majestuoso salón circular construido en estilo romano justo por debajo de la gran cúpula blanca y dorada de la basílica, con sus pasajes arqueados, en el patio y en la primera planta, rodeando la pequeña estructura fúnebre. Chaim, como buen judío, no quiso entrar, prefirió quedarse admirando el Catholikon, la cúpula vecina que cubría la nave central de la iglesia de los Cruzados y que la Iglesia ortodoxa consideraba el centro del mundo; cuando llegó su vez en la fila, Tomás bajó la cabeza, traspuso el pequeño pasaje y observó la cámara calurosa y húmeda del Santo Sepulcro; miró con inesperado respeto la losa de mármol que cubría el sitio donde se supone que estuvo extendido el cuerpo de Jesús y contempló los bajorrelieves que decoraban la claustrofóbica cripta mortuoria y reproducían una escena de la Resurrección. Sólo se quedó allí unos segundos, tan grande era la presión para que, saliendo, dejase entrar a los que se encontraban atrás, esperando en la fila; a la salida, el israelí lo esperaba con la muñeca extendida, mostrando el reloj, y le indicó la hora.

– Son las cuatro y media de la tarde -dijo-. Tenemos que volver.

El cuerpo voluminoso de Solomon Ben-Porat se encontraba de espaldas a la puerta, con el solideo muy visible en su cabeza calva, conversando con un hombre delgado y huesudo, de ojos pequeños, luenga barba negra y puntiaguda, vestido con un bekeshe, un sombrío traje jasídico. El rabino sintió la presencia de los dos recién llegados y se volvió en la silla, con una sonrisa de satisfacción que dejaba entrever su abundante barba gris.

– ¡Ah! -exclamó-. Ma shlomcha?

– Tov -respondió Chaim.

– Entren, entren -los invitó Solomon en inglés y haciendo bailotear los dedos de su mano izquierda-. Profesor Noronha -dijo en voz muy alta acentuando mucho las erres, como siempre: «Prrrofesorrr Noronha», y se volvió hacia el hombre sentado a su derecha-. Permítame que le presente a un amigo, el rabino Abraham Hurewitz.

El hombre delgado se levantó y saludó a Tomás y a Chaim.

– Yom tov -dijo dando las buenas tardes.

– El rabino Hurewitz ha venido a echarme una mano -explicó Solomon, mientras se acariciaba distraídamente su barba blanca-. ¿Sabe? He estado estudiando los documentos que me dio y he hecho algunas llamadas a unos amigos. He descubierto que el rabino Hurewitz había estudiado hace tiempo los textos de Cristóbal Colón, en especial el Libro de las profecías y su diario, y, después de ponerme en contacto con él, se mostró dispuesto a hacerle las aclaraciones necesarias.

– Ah, muy bien -afirmó Tomás con un gesto de aprecio, sin quitar los ojos de Hurewitz.

– Pero primero me parece muy importante hacer una pequeña introducción. -Solomon Ben-Porat observó a Tomás con curiosidad-. Profesor Noronha, disculpe la pregunta, pero ¿qué sabe usted de la cábala?

– Pues… muy poco, me parece -balbució, mientras pre paraba su vieja libreta de notas para registrar todo lo que le dirían a continuación-. Tengo unas nociones generales, pero nada muy sólido, ésta es la primera vez que me enfrento con la cábala en una investigación.

– Right -asintió Solomon, pronunciando «rrright» con su habitual parsimonia gutural-. Sepa, profesor Noronha, que la cábala encierra la codificación simbólica de los misterios del universo con Dios en el centro. La expresión «cábala» deriva del verbo lecabel , que significa «recibir». Estamos entonces ante un sistema de transmisión y de recepción, un método de interpretación, un instrumento para descifrar el mundo, la clave que permite acceder a los designios de Aquel que no tiene nombre. -Solomon hablaba con gran elocuencia, con su voz lenta y profunda, como si fuese Moisés y estuviera anunciando los Diez Mandamientos-. Hay quien dice que la cábala se remonta al primer hombre, Adán. Otros ven su origen en el patriarca Abraham, aunque hay muchos que apuntan a Moisés, el presunto autor del Torat Mosheh, el Pentateuco, como el primer cabalista. Pero, por lo que sabemos, este conocimiento místico sólo comenzó a sistematizarse más tarde. -Bajó el tono de voz y adoptó una actitud cercana a la confidencia, como si no quisiera que Dios escuchase la frase siguiente-: Para facilitar su comprensión, profesor, haré todas las referencias cronológicas según la era cristiana. -Se enderezó-. Los primeros vestigios sistematizados de la cábala surgieron en el siglo I a.C. Este sistema conoció, a través del tiempo, un total de siete fases. La primera fue la más larga y se prolongó hasta el siglo x. Esa etapa inicial fue dominada por la meditación como medio para alcanzar el éxtasis espiritual que permite acceder a los misterios de Dios, y las obras cabalísticas de este periodo describen los planos superiores de la existencia. La segunda fase transcurrió entre 1150 y 1250 en Alemania, con la práctica del ascetismo absoluto, por el que el sabio renunciaba a las cosas mundanas y practicaba un altruismo extremo. La etapa siguiente se prolongó hasta principios del siglo xiv y marcó el nacimiento de la cábala profética, sobre todo gracias al trabajo de Abraham Abulafila. Fue entonces cuando se desarrollaron los métodos de lectura e interpretación de la naturaleza mística de los textos sagrados, con la introducción de la combinación de las letras hebreas y de los nombres de Dios. La cuarta fase transcurrió durante todo el siglo XVI y estuvo en el origen de la más importante obra mística del movimiento cabalístico, el Seferr HaZohar o Libro del esplendor. Este texto riquísimo apareció en la península Ibérica a finales del siglo XII y se atribuye la autoría a Moisés de León.

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