José Santos - El códice 632

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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»El problema, sin embargo, se mantenía inalterado: aun siendo símbolos fonéticos, lo que estaba pendiente de probarse en lo que respecta a las palabras más antiguas, ¿cómo podría leer los jeroglíficos si desconocía los sonidos correspondientes a estos sonidos? -Dejó la pregunta flotando en el aire, con el fin de subrayar la inmensidad de la tarea que tenía por delante el lingüista francés-. Nuestro amigo era, no obstante, un hombre ingenioso y se puso a analizar con cuidado el texto que se encontraba en los relieves. Después de examinar todos los jeroglíficos, decidió concentrarse sobre todo en una cartela en particular. -Tomás se acercó a la pizarra y dibujó cuatro jeroglíficos dentro de una cartela -. Los dos primeros jeroglíficos dentro de esta cartela eran desconocidos, pero los dos últimos podían encontrarse en otras dos cartelas con las que ya se había enfrentado Champollion: la de Ptlmios y la de Alksentr, o Alejandro. -Señaló el último jeroglífico-. En esas cartelas, este símbolo correspondía a la «s». Por tanto, Champollion partió del principio de que estaban descifrados los dos últimos sonidos de la cartela de Abu Simbel. -Escribió en la pizarra los sonidos correspondientes del abecedario latino, dejando entre signos de interrogación los dos primeros jeroglíficos. La superficie blanca exhibió un enigmático: «¿-¿-s-s». Tomás volvió el rostro hacia la clase, señalando con el dedo los dos signos de interrogación-. Faltan los dos primeros jeroglíficos. ¿Qué serían? ¿A qué sonidos correspondían? -Señaló ahora el primer jeroglífico de la cartela-. Mirando con atención este jeroglífico redondo, con un punto en el medio, Champollion afirmó que era semejante al sol. Partiendo de esta hipótesis, se puso a imaginar el sonido correspondiente. Se acordó de que, en la lengua copta, sol se dice «ra» y decidió colocar «ra» en el lugar del primer signo de interrogación.

Tomás borró el primer signo de interrogación y en su lugar escribió «ra», así que la pizarra registraba ahora el conjunto «ra-¿-s-s».

¿Y ahora? ¿Cómo llenar el segundo signo de interrogación? Champollion, después de meditar sobre el asunto, llegó a una conclusión muy sencilla. Fuera cual fuese la palabra ahí escrita, el hecho de que se encontrase inserta en una cartela era un fuerte indicio de que tenía frente a sí el nombre de un faraón. Ahora bien: ¿qué faraón poseía un nombre comenzado por «ra» y acabado en dos eses? -La pregunta quedó flotando sobre el auditorio silencioso-. Fue en ese momento cuando se le ocurrió otra idea, una idea audaz, extraordinaria, decisiva: ¿Por qué no una «m»?

Tomás se volvió hacia la pizarra, borró el signo de interrogación y trazó una «m» en su lugar. Los alumnos vieron aparecer frente a ellos la trascripción «ra-m-ss». Tomás esbozó una sonrisa triunfal, con la mirada brillante y orgullosa de quien había desvelado el código de los jeroglíficos.

– Ramsés.

El aula estalló en un clamor de voces cuando el profesor dio la clase por terminada. Arrastraban sillas, ordenaban cuadernos, algunos alumnos conversaban o se precipitaban hacia la puerta; como era habitual, unos fueron hacia el profesor en busca de aclaraciones adicionales.

– Dígame, profesor -preguntó una flacucha con chaqueta marrón-: ¿dónde se puede leer el Précis du système hièrogliphique?

Era el libro publicado por Champollion en 1824, la obra donde finalmente se desveló el misterio de los jeroglíficos. En ese texto, el lingüista francés reveló que la lengua de los jeroglíficos era la copta y que la antigua escritura egipcia no era ideográfica sino fonética; más importante aún: Champollion descifró el significado de los símbolos.

– Hay dos posibilidades -explicó Tomás mientras ordenaba los papeles-: o encargarlo por Internet o buscarlo en la Biblioteca Nacional.

– ¿No está a la venta en Portugal?

– Que yo sepa, no.

La alumna dio las gracias, y cedió el lugar a una segunda muchacha, que parecía tener mucha prisa. Vestía una falda gris y una chaqueta del mismo color, como si fuese una ejecutiva.

– Oiga, profesor, yo trabajo y estudio y no he podido venir a las clases anteriores. ¿Ya está fijado el día del examen?

– Sí, será en la última clase.

– ¿Y en qué día cae?

– Mire, no lo sé de memoria. Compruébelo en un calendario.

– ¿Y cómo será el examen?

El profesor la miró, sin entender.

– ¿A qué se refiere?

– ¿Será con preguntas sobre las escrituras antiguas?

– Ah, no. Será un examen práctico. -Tomás volvió a ordenar las cosas en la cartera mientras hablaba-. Tendrán que analizar documentos y descifrar textos antiguos.

– ¿Jeroglíficos?

– También, pero no solamente. Podrán cotejarse con tablillas cuneiformes sumerias, con inscripciones griegas, con textos hebreos y arameos o con documentos mucho más sencillos, como manuscritos medievales y del siglo xvi.

La muchacha se quedó boquiabierta, horrorizada.

– ¡Ah! -exclamó, con expresión de asombro-. ¿Habrá que descifrar todo eso?

– No -contestó el profesor con una sonrisa-. Sólo algunas cosas…

– Pero yo no sé esas lenguas… -murmuró conmovida, con un tono lastimoso de queja.

Tomás la miró.

– Por eso usted está en este curso, ¿no? -Alzó las cejas para subrayar sus palabras-. Para aprender.

El profesor reparó en que la belleza rubia, mientras tanto, se había unido al grupo y esperaba su turno. Un temblor de excitación recorrió su cuerpo ante la expectativa de conocerla. Pero la muchacha que lo interrogaba no se apartó, lo que lo irritó levemente; en lugar de eso, le extendió un papel.

– Es para que usted lo firme -dijo, como si estuviese castigándolo por los trabajos a que la iba a someter.

Tomás observó el papel con expresión interrogante.

– ¿Qué es esto?

– Es el documento que tengo que entregar en mi trabajo, confirmando que tuve que faltar para venir a clase. ¿Me lo puede firmar?

El profesor garabateó su nombre y la alumna se alejó. Tenía enfrente aún a dos alumnas, una chica de pelo negro rizado y la bomba rubia; optó por la morena, así le quedaría después más tiempo disponible para la otra.

– Dígame, profesor: ¿cómo nos damos cuenta de cuándo recurrían los escribas egipcios al principio del rebus o laberinto?

El rebus era un sistema de palabras largas descompuestas en sus componentes fonéticos, y transformadas en imágenes con sonidos semejantes a las partes descompuestas. Por ejemplo, la palabra «tesón» puede dividirse en dos partes: «te-son». En vez de escribir esta palabra según el alfabeto fonético, es posible representarla con la letra «t» y el dibujo de una nota musical que aluda al sonido. Quedaría, pues, así: «t-son».

– Depende del contexto -respondió Tomás-. Los escribas egipcios tenían algunas reglas flexibles. Por ejemplo, unas veces usaban vocales y otras las suprimían. En algunos casos, cambiaban el orden de los jeroglíficos por razones puramente estéticas. Y, en ocasiones, recurrían al rebus para contraer palabras o para obtener dobles sentidos.

– ¿Es el caso de Ramsés?

– Sí -asintió-. Champollion se encontró con un rebus justamente en el primer jeroglífico que descifró en Abu Simbel. «Ra» no era sólo una letra, sino que también, en el contexto de aquel jeroglífico, se convirtió también en una palabra. Al utilizarla de aquel modo, el escriba comparó a Ramsés con el Sol, lo que no está exento de sentido, dado que los faraones eran tratados casi como divinidades.

– Gracias, profesor.

– Hasta la semana que viene.

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