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José Santos: El códice 632

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José Santos El códice 632

El códice 632: краткое содержание, описание и аннотация

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa. Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón. Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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– Entonces ¿cómo descifraron los jeroglíficos?

– La primera brecha en el misterio de los jeroglíficos se abrió gracias a un genio inglés llamado Thomas Young, un hombre que, a los catorce años, ya había estudiado griego, latín, italiano, hebreo, caldeo, siríaco, persa, árabe, etíope, turco y… eh… y… déjenme que consulte…

– ¿Chinamarqués? -arriesgó el bromista de la clase.

Carcajada general.

– Samaritano -se acordó Tomás.

– Ah, si sabía samaritano, era un buen muchacho -insistió el bromista, entusiasmado por el éxito de sus ocurrencias-. Un buen samaritano.

Nuevas carcajadas.

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– Vale ya, basta -dijo el profesor, que comenzaba a hartarse de las bromas. Tomás sabía que todas las clases tenían su payaso, y éste, por lo visto, era el payaso visible de aquel grupo-. Bien, Young se llevó para las vacaciones de verano, en 1814, una copia de las tres inscripciones de la piedra de Rosetta. Se puso a estudiarlas a fondo y hubo algo que le llamó la atención. Se trataba de un conjunto de jeroglíficos rodeados de una cartela, una especie de anillo. Supuso que la función de la cartela era subrayar algo de gran importancia. Claro que, por el texto en griego, sabía que en ese segmento se hablaba del faraón Ptolomeo, por lo que ató cabos y concluyó que la cartela señalaba el nombre de Ptolomeo como una forma de enaltecer al faraón. Fue en ese momento cuando dio un paso revolucionario. En vez de partir del principio de que aquélla era una escritura exclusivamente ideográfica, admitió la hipótesis de que la palabra estaba transcrita fonéticamente y se puso a hacer conjeturas sobre el sonido de cada jeroglífico dentro de la cartela. -El profesor se acercó a la pizarra y dibujó un cuadrado -. Partiendo del principio de que allí estaba señalado el nombre de Ptolomeo, supuso que este símbolo, el primero de la cartela, correspondía al primer sonido del nombre del faraón: «p» -dijo y dibujó al lado la mitad de un círculo con la base vuelta hacia abajo -. Después admitió que este símbolo, el segundo de la cartela, era una «t». -Dibujó a continuación un león echado de perfil -. Este leoncito, pensó, representaba una «l». -Nuevo símbolo esbozado en la pizarra blanca, esta vez dos líneas horizontales paralelas unidas a la izquierda -. En este caso, creyó haber descifrado una «m». -Ahora dos cuchillos paralelos en posición vertical -. Estos cuchillos serían una «i». -Finalmente, un gancho también vertical-. Y este símbolo equivalente a «os».

Tomás hizo una pausa, giró la cabeza y miró a la clase.

– ¿Lo veis? -Señaló los dibujos bosquejados en la pizarra y los deletreó, acompañándolos con el índice-. «P, t, 1, m, i, os.» Ptlmios. Ptolomeo.

Volvió a encarar a los alumnos y sonrió al descubrir la expresión fascinada de aquellos rostros frescos. Se alejó de la pizarra y se acercó a la primera fila.

– Y en eso acabó, queridos míos, el papel de la piedra de Rosetta. -Esperó a que la idea se asentase-. Fue un primer paso muy importante, es verdad, pero aún faltaba hacer muchas cosas. Tras completar la primera lectura de un jeroglífico, Thomas Young se dedicó a buscar confirmaciones. Descubrió otra cartela en el templo de Karnak, en Tebas, y dedujo que se trataba del nombre de una reina ptolemaica, Berenika. También en este caso acertó en el desciframiento de los sonidos. El problema fue que Young consideró que estas transcripciones fonéticas sólo se aplicaban a nombres extranjeros, como era el caso de la dinastía ptolemaica, descendiente de un general de Alejandro Magno y, en consecuencia, extranjera, y no llevó esta línea de pensamiento hasta las últimas consecuencias. Como resultado, el código no llegó a revelarse del todo, sólo se había esbozado.

– No entiendo -interrumpió la gordita con gafas-. ¿Por qué razón no fue más lejos? ¿Qué lo llevó a concluir que sólo los nombres extranjeros estaban redactados fonéticamente?

El profesor vaciló, considerando un momento cómo podría explicar mejor la idea.

– Mirad, es como el chino -dijo finalmente-, ¿Alguien sabe chino?

La clase se rio por la pregunta.

– Muy bien, ya he visto que nadie entiende chino, vaya uno a saber por qué. No importa. El chino, como todo el mundo sabe, tiene una escritura ideográfica en la que cada símbolo representa una idea, no un sonido. El problema de este tipo de escritura es que se impone inventar símbolos cada vez que aparece una palabra nueva. Mientras que a nosotros, frente a palabras nuevas, nos basta con reordenar los símbolos ya existentes para reproducir esas palabras, los chinos se enfrentan a la necesidad de tener que inventar siempre nuevos símbolos, lo que, en última instancia, significa que acabarán con miles y miles de símbolos, tornándose imposible memorizarlos todos. Ante este problema, ¿qué hicieron ellos?

– Tomaron pastillas para la memoria… -sugirió el bromista.

– Fonetizaron su escritura -replicó el profesor, sin hacer caso de la chanza-. O, mejor dicho, los viejos símbolos ideográficos se mantuvieron, pero, ante palabras nuevas, y para no tener que estar siempre inventando nuevos símbolos, utilizaron fonéticamente los símbolos ya existentes. Por ejemplo, la palabra Mozambique. En chino cantonés, el número tres se dice «zam» y se escribe con tres tracitos horizontales. -Tomás fue a la pizarra y marcó tres trazos cortos por debajo de los jeroglíficos ya esbozados-. Cuando tuvieron que escribir la palabra Mozambique, fueron en pos del símbolo del tres, «zam», y lo colocaron como segunda sílaba de la palabra Mozambique. ¿Habéis entendido? -Miró a su alrededor y comprobó que la idea estaba asimilada-. Pues justamente eso fue lo que, según Young, había ocurrido con los egipcios. Al igual que los chinos, ellos tenían una escritura de tipo ideográfico, pero, frente a palabras nuevas, como Ptolomeo, en vez de inventar nuevos símbolos, optaron por usar fonéticamente los ya existentes. En cuanto a las otras palabras, Young creía que se trataba realmente de semagramas, por lo que no intentó siquiera deducir sus sonidos.

– ¿Y no hubo nadie que lo hiciese? -preguntó la gordita con gafas.

– Sí, claro -asintió el profesor-. Apareció en ese momento el francés Jean-François Champollion. Se trataba de un talentoso lingüista, también él conocía una serie de lenguas…

– ¿Era buen samaritano?

El bromista atacaba de nuevo.

– No, pero se dedicó a estudiar varios idiomas, entre ellos el sánscrito, el avéstico, el copto y el pahlevi o persa medio, además de los habituales, con el único objetivo de prepararse para examinar un día los jeroglíficos.

Tomás volvió a mirar a la rubia sentada en el fondo de la sala v se interrogó sobre qué estaría haciendo allí. ¿Sería una alumna? ¿Sería realmente extranjera? Y, de ser una alumna extranjera, ¿entendería lo que él estaba diciendo? La verdad es que la rubia parecía atenta y el profesor se propuso dar una clase que ella no olvidara. Ha de salir de aquí capaz de leer jeroglíficos, decidió Tomás.

– En fin, Champollion aplicó el abordaje de Young a otras cartelas, especialmente de Ptolomeo y Cleopatra, siempre con buenos resultados. Descifró también una referencia a Alejandro. El problema es que todos éstos eran nombres de origen extranjero, lo que sirvió para cimentar la convicción de que la lectura fonética sólo se aplicaba a palabras no pertenecientes al léxico tradicional egipcio. Pero todo cambió en septiembre de 1822. -Tomás hizo una pausa para subrayar la revelación dramática que se disponía a hacer-: Fue en ese momento cuando Champollion tuvo acceso a relieves del templo de Abu Simbel con cartelas anteriores al periodo de dominación grecorromano, lo que significaba que ninguno de los nombres que allí había podían ser de origen extranjero. -Observando a los alumnos, se dio cuenta de que debía aclarar más las implicaciones de esa situación-. El desafío para Champollion era ahora muy sencillo. Si era capaz de descifrar algunos de estos jeroglíficos anteriores a la influencia extranjera, probaría que la antigua escritura egipcia no se basaba en semagramas, como siempre se había pensado, sino más bien en símbolos fonéticos. Y, de ser así, se desvelaría el secreto encerrado tras aquella escritura misteriosa y se revelaría la cifra de ese código.

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