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José Santos: El códice 632

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José Santos El códice 632

El códice 632: краткое содержание, описание и аннотация

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa. Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón. Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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Tras considerar que ya estaban dadas, por fin, las condiciones adecuadas para comenzar la clase, Tomás se levantó de la mesa y se enfrentó a los alumnos.

– Muy buenos días.

– Buenos días -respondieron los estudiantes en un rumor desordenado.

El profesor dio unos pasos frente a los primeros pupitres.

– En las clases anteriores, como bien recordaréis, hablamos sobre la aparición de la escritura en Sumeria, especialmente en Ur y Uruk. Estudiamos las inscripciones cuneiformes de una tablilla de Uruk y leímos el texto de ficción más antiguo que se conoce, la Epopeya de Gilgamesh.

Entraron algunos alumnos más en la sala.

– Vimos también una estela del rey Marduk y analizamos los símbolos de Acadia, de Asiría y de Babilonia. Hablamos después sobre los egipcios y los jeroglíficos, leyendo fragmentos del Libro de los muertos, las inscripciones en el templo de Karnak y una serie de papiros -dijo e hizo una pausa para acabar con el resumen de la materia ya impartida-. Hoy, y para concluir la parte referida a Egipto, vamos a ver de qué modo se descifraron los jeroglíficos. -Se detuvo y miró a su alrededor-. ¿Alguien tiene alguna idea al respecto?

Los estudiantes sonrieron, habituados a la forma taimada en que el profesor los invitaba a participar en la clase.

– Fue la piedra de Rosetta -dijo una alumna, esforzándose por mantenerse seria.

La importancia de la piedra de Rosetta en el desciframiento de los jeroglíficos era algo obvio.

– Sí -asintió Tomás con un gesto no muy convencido, lo que sorprendió a los alumnos-. La piedra de Rosetta desempeñó, sin duda, su papel, pero no puede decirse que haya sido el único factor. Ni siquiera, acaso, el más importante.

Se multiplicaron los semblantes intrigados en el aula. La alumna que había respondido a la pregunta se mantuvo en silencio, disgustada por no haber salido tan bien parada como suponía con su respuesta. Otros chicos se agitaron en los bancos.

– ¿Por qué, profesor? -intervino una estudiante sentada a la izquierda, una gordita baja y con gafas, habitualmente de las más atentas y participativas. Tenía una actitud obsequiosa, debía de ser católica-. ¿No fue, pues, la piedra de Rosetta la que proporcionó la clave del significado de los jeroglíficos?

Tomás sonrió. Reducir la importancia de la piedra de Rosetta, implícito en su tono, había producido el efecto que deseaba. Había despertado a la clase.

– Sí, de algo sirvió. Pero hubo muchos otros factores. -Una nueva alumna entró en la sala y el profesor la observó de refilón, distraídamente-. Como ya sabéis, durante siglos… -vaciló, centrando su atención en la recién llegada-. Pues…, durante siglos… los jeroglíficos… -Era una chica a la que nunca había visto-. Los jeroglíficos constituyeron…, pues…, constituyeron un gran misterio. -La chica desconocida fue a sentarse en la última fila, aislada de todos, que la observaban atentamente-. Los…, pues…, jeroglíficos más antiguos… -Tenía un pelo rubio, con bucles, brillante y vivo, y un cuerpo voluptuoso-. Los primeros jeroglíficos, pues, se remontan a… pues… tres mil años antes de Cristo. -Tomás hizo un esfuerzo por concentrarse en la materia y se impuso desviar la mirada de la chica, se dio cuenta de que no era nada bueno seguir así pasmado y titubeante de tanto observarla-. Los…, pues…, jeroglíficos siguieron casi inalterados durante más de tres mil años, hasta que, a finales del siglo iv d.C., dejaron de usarse. Su uso y su lectura se perdieron súbitamente, en el lapso de tiempo de sólo una generación. ¿Y sabéis por qué?

La clase guardó silencio. Nadie lo sabía.

– ¿Los egipcios se quedaron amnésicos? -bromeó un alumno, uno de los pocos chicos que integraban ese curso.

Risitas en la sala, a las chicas les parecía gracioso.

– Por culpa de la Iglesia cristiana -explicó el profesor con una sonrisa forzada-. Los cristianos prohibieron a los egipcios usar los jeroglíficos. Querían romper con su pasado pagano, querían obligarlos a olvidar a Isis, Osiris, Anubis, Horus y a toda aquella inmensa cohorte de dioses. La ruptura fue tan radical que desapareció, lisa y llanamente, el conocimiento de la antigua escritura. -El profesor hizo un gesto rápido y suspiró-. De un momento a otro, ni una sola persona llegó a ser capaz de entender lo que querían decir los jeroglíficos. La vieja escritura egipcia pasó a la historia en un abrir y cerrar de ojos.

– Tomás se atrevió, ahora que había transcurrido por lo menos un minuto, a lanzar una mirada fugaz a la recién llegada-. El interés por los jeroglíficos se mantuvo en un segundo plano y sólo se reavivó a finales del siglo xvi, cuando, por influencia de un libro misterioso, titulado Hypnerotomachia Poliphili, de Francesco Colonna, el papa Sixto V mandó colocar obeliscos egipcios en las esquinas de las nuevas avenidas de Roma. -A Tomás le pareció una diosa, aunque de un tipo diferente, sin duda, al de Isis-. Los eruditos comenzaron a intentar descifrar aquella escritura, pero no entendían nada, creían estar frente a semagramas, caracteres que representaban ideas completas. -Ella era más del estilo de las divinidades nórdicas-. Cuando Napoleón invadió Egipto, mandó ir tras de sí a un equipo de historiadores y científicos con la misión de cartografiar, registrar y medir todo lo que encontrasen. -Una especie de cortesana para animar los festines de Thor y Odín-. Ese equipo llegó a Egipto en 1798 y, al año siguiente, fue requerido por los soldados instalados en Fort Julien, en el delta del Nilo, para ver algo que habían encontrado en la ciudad de Rosetta; en las proximidades, concretamente. -La rubia tenía ojos de un azul turquesa cristalino, la piel de un blanco lácteo, e irradiaba una belleza despampanante, de esa especie de belleza que aprecian especialmente los hombres y desprecian las mujeres-. Los soldados habían recibido la misión de demoler una pared, con el fin de abrir un camino hacia el fuerte que ocupaban, cuando descubrieron, metida en la pared, una piedra con tres tipos de inscripciones. -Tomás llegó a la conclusión de que se trataba de una extranjera, eran raras en Portugal aquellas rubias tan pálidas-. Los científicos franceses miraron la piedra, identificaron caracteres griegos, demóticos y jeroglíficos, concluyeron que se trataba del mismo texto en las tres lenguas y se dieron cuenta inmediatamente de la importancia del descubrimiento. -¿Sería alemana?-. El problema es que las tropas británicas avanzaron sobre Egipto y derrotaron a las francesas, y la piedra, que supuestamente sería enviada a París, acabó siendo remitida al Museo Británico, en Londres. -Podía ser italiana o francesa, pero Tomás apostaba por un país nórdico-. La traducción del griego reveló que la piedra contenía un decreto de la asamblea de los sacerdotes egipcios, que registraba los beneficios que el faraón Ptolomeo había concedido al pueblo de Egipto y los honores que, a cambio, rindieron los sacerdotes al faraón. -Tal vez era holandesa o inglesa, pero Tomás intuía que había venido de Alemania, no del estilo alemana-yegua ni alemana-vaca, sino más bien alemana-modelo, alta y resplandeciente, una verdadera portada de revista-. Por tanto, los científicos ingleses concluyeron que si las otras dos inscripciones contenían el mismo edicto, entonces no sería difícil descifrar los textos demótico y jeroglífico.

– ¡Ah! -exclamó la alumna gordita con gafas, la misma listilla que antes había interrogado al profesor-. Pero en el fondo fue la piedra de Rosetta la que proporcionó la clave para descifrar los jeroglíficos…

– Calma -solicitó Tomás, alzando la mano derecha-. Calma -repitió e hizo una pausa dramática-. La piedra de Rosetta tenía tres problemas. -Alzó el pulgar-. En primer lugar, estaba dañada. El texto griego se mantenía relativamente intacto, pero faltaban partes importantes del demótico y, sobre todo, del jeroglífico. Habían desaparecido la mitad de las líneas del jeroglífico y las restantes catorce líneas estaban deterioradas. -Alzó el índice-. Otro problema era que los dos textos sin descifrar estaban escritos en egipcio, una lengua que, supuestamente, no se hablaba desde hacía, por lo menos, ocho siglos. Los científicos lograban entender cuáles eran los jeroglíficos correspondientes a determinadas palabras griegas, pero desconocían su sonido. -Alzó el tercer dedo-. Finalmente, se añadía el problema de que, entre los eruditos, estaba muy arraigada la idea de que los jeroglíficos eran semagramas, cada símbolo contenía ideas completas, y no fonogramas, en los que un símbolo representa un sonido, tal como ocurre en nuestro alfabeto fonético.

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