David Serafín - Golpe de Reyes
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– Majestades -comenzó solemnemente-, señor presidente del Gobierno, señores miembros del Estado Mayor y compañeros todos: en los últimos años hemos visto que la patria se acercaba al borde del abismo. El territorio español se ha fragmentado en regiones, la delincuencia crece sin que se le ponga freno, la economía se viene abajo de manera catastrófica. Estamos en una situación que no puede continuar. Necesitamos un Gobierno de salvación nacional, en que participen todos los partidos políticos y con un hombre enérgico en cabeza.
Un estremecimiento de expectación recorrió la sala. ¿Iba a haber un pronunciamiento militar? El Rey y la Reina seguían impasibles. El jefe del grupo de televisión se acercó a Bernal y le susurró:
– ¿Seguimos emitiendo?
– Sí, nada de censuras. Pero recuerde que también hay que emitir el discurso del Rey. Es posible que se intente cortar la emisión cuando termine de hablar el teniente general.
– Con profundo dolor, Majestades -prosiguió Baltasar-, me veo en la necesidad de comunicaros que algunos de nosotros nos hemos sentido en la obligación de impedir el derrumbe total de España; un derrumbe que no es cuestión de meses, ni de días, sino de horas -los presentes volvieron a removerse con inquietud y el presidente del Gobierno se puso a cuchichear con el ministro de Defensa-. Permitid que os asegure a todos que no es nuestra intención dar ningún golpe de Estado, ni instaurar una dictadura castrense, que, a fin de cuentas, constituiría un delito sin previo consentimiento de la Corona, sino exigir la inmediata formación de ese Gobierno de concentración que casi todos los partidos políticos, incluido el comunista, han pedido más de una vez. Sólo de este modo podremos atajar la creciente ola de vergüenza e incertidumbre que asola a la patria, que nos hunde en el fango de la inmoralidad y nos hace morder el polvo del deshonor.
Los militares presentes, todavía inmóviles, fueron otra vez presa de un nuevo estremecimiento.
– Emplazo aquí a todos para que apoyen cuanto decida hoy el Rey y para que, si quiere concederme tal honor, se me reconozca, no como un dictador militar, no como un nuevo caudillo, sino como presidente de un enérgico consejo de ministros civiles, elegidos por sus cualidades de entre todos los partidos con representación parlamentaria: un nuevo y auténtico Gobierno de hombres de talento.
Cuando terminó la arenga se impuso un silencio de muerte y Bernal miró por la ventana lo que ocurría en la plaza de Oriente. La gente comenzaba a concentrarse en las puertas de palacio que daban a la calle Bailén. Se preguntó si serían contingentes de MAGOS que acudían para presenciar el golpe.
El general rebelde volvió a su puesto, en la primera fila de los militares presentes, algunos de los cuales le felicitaron por sus palabras y le estrecharon la mano.
Qué casta tan singularmente selecta, pensó Bernal. Vivían y trabajaban totalmente aislados del resto de los ciudadanos en sus propios cuarteles y campos de entrenamiento, con barrios y pueblos construidos especialmente para sus mujeres e hijos, y que contaban incluso con colegios y academias propios. Eran toda una élite, y no precisamente reducida: con más de 1.300 generales y 25.000 jefes y oficiales al mando de cientos de miles de reclutas que prestaban servicio en los tres ejércitos, la cúpula de mando española era más numerosa que la de todos los países de la OTAN juntos. Esta flor y nata de la sociedad española disponía de sus propios economatos, tenía sus propios lugares de descanso en la playa y en el monte y contaba con medios de transporte exclusivos. Y todo se lo pagaba el Estado, es decir, el resto de los ciudadanos, a cambio de defender a esa sociedad con unas armas que ésta había costeado.
En aquel momento, el Rey avanzó con solemnidad hacia los micrófonos. Bernal advirtió que la tensión aumentaba. ¿Aprobaría Don Juan Carlos aquel pronunciamiento, el último de una larga serie de tales declaraciones que se remontaba hasta el siglo dieciocho e incluso antes?
Mientras el Rey se situaba ante los micrófonos, Bernal comprobó por la ventana que la multitud de fuera alcanzaba grandes proporciones; ocupaba ya los jardines de la plaza de Oriente y de la plaza de la ópera se acercaban nutridos contingentes.
Don Juan Carlos abrió la carpeta donde tenía el texto del discurso preparado mientras Doña Sofía se situaba a su lado con sencilla dignidad.
– Señores -dijo-, el ministro de Defensa nos ha recordado los progresos del año militar recién transcurrido. Pronto estaréis ante la perspectiva de ingresar en la Organización del Tratado del Atlántico Norte y de participar de manera activa en Europa, en la defensa conjunta de los valores de Occidente. Las Reales Ordenanzas que promulgué dentro del marco de nuestra Constitución han dado hasta ahora excelentes resultados en términos generales, a despecho de algunos pequeños problemas locales en la interpretación de su aplicación -esta velada alusión a la toma temporal del Congreso de los Diputados en febrero de 1981 despertó algunas sonrisas-. España -prosiguió-, como todos los demás países de Europa y del mundo libre, sufre una recesión económica que conlleva muchos problemas sociales. Ninguna de estas dificultades es exclusiva de España; todas ellas se dan en mayor o menor medida en el resto del mundo al que pertenece.
El jefe del grupo de televisión se acercó a Bernal y le susurró:
– No sabemos qué ocurre, pero nos han cortado el fluido eléctrico; hemos empalmado inmediatamente con el generador de emergencia que tenemos en el camión.
– Sigan emitiendo a toda costa. Opónganse a cualquier intento de cortar la transmisión.
El Rey continuó y pasó revista a los cambios políticos acontecidos en el país desde la muerte del general Franco, así como a los incontables sacrificios realizados por las fuerzas armadas y la policía, sobre todo en el País Vasco. Bernal advirtió que la multitud de fuera había alcanzado ya proporciones gigantescas. ¿Serían todos falangistas y extremistas de derecha que habían acudido a instancias de los MAGOS para apoyar el planeado cambio de Gobierno? Tenía ya el aspecto de las conocidas manifestaciones que se celebraban anualmente en aquella misma plaza el 20 de noviembre. ¿Ondearían las banderas nacionales, se gritaría «¡Viva Franco! ¡Arriba España!» y se exigiría que el teniente general Baltasar se asomase a los balcones?
El Rey cerró la carpeta de tafilete y observó a los reunidos.
– Uno de vosotros, hace unos momentos, en esta celebración de la Pascua Militar en que conmemoramos la manifestación de Cristo al mundo pagano y en que ratificamos nuestra confianza en nuestra alta misión constitucional, uno de vosotros, digo, ha solicitado un Gobierno más enérgico, un Gobierno de concentración. Desde esta tribuna, yo quiero recordar a todos que hice solemne juramento de servir al pueblo soberano de España y de respetar su voluntad manifestada en las urnas. Un pueblo que en un referéndum y dos elecciones generales, según prescribe la ley, optó por la Constitución de 1978 y todo lo que de ella ha emanado. Por ello insisto en que la Corona no tolerará que ningún intento de golpe de Estado se escude tras el Rey. Tal intento no se haría con el consentimiento del Rey, sino contra el Rey. Ahora, señores, me permito recordar a todos que nos aguarda la comida en la sala de banquetes.
Por la ventana del primer piso Bernal vio que la multitud, acaso unas cuatrocientas mil personas, había empezado a aplaudir y que en las filas delanteras se había desplegado una gran pancarta con una inscripción que decía: «¡Viva el Rey! ¡Viva la Constitución!»
Los invitados advirtieron el griterío de la multitud congregada en la plaza y fueron a las ventanas para ver qué ocurría.
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