David Serafín - Golpe de Reyes

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La tercera novela del comisario Bernal.

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En verdad, la obra de Buero les resultó demasiado deprimente para ser una noche festiva, y después de oír por tercera vez la voz fantasmagórica de la niña muerta que obsesionaba a la desdichada madre, Consuelo no pudo aguantar más, máxime encontrándose en estado de buena esperanza.

– Coge las uvas y vámonos a la Puerta del Sol -dijo a Bernal con imperiosidad.

Salieron recatadamente del Reina Victoria, y dándose mucha prisa por la Carrera de San Jerónimo llegaron a Sol a tiempo de oír las campanadas de las doce, entre cuyos ecos engulleron las uvas con semillas y todo y formularon para sí un solo deseo unánime.

– Me pregunto cuántos casos de apendicitis tendrán en La Paz para Año Nuevo, Chelo -dijo Luis, conteniendo un eructo-. Tiene que haber más esta noche que en el resto del año.

Vigilia de la Epifanía del Señor

(5 enero)

A las 7.30 de la noche de Reyes, todos los establecimientos estaban llenos de gente que compraba los regalos de última hora y cuyo destino era el cuarto de los niños en el supuesto de que se consiguiera tenerlos dormidos, o el intercambio de otras dádivas con los adultos. Las pastelerías no paraban de vender roscones de Reyes con la consabida sorpresa en el interior, hoy día de bisutería o plástico en lugar de oro o plata.

Bernal y sus hombres salieron de Gobernación, vieron que la Policía Municipal había cerrado ya la plaza al tráfico para la Cabalgata de Reyes, y se dirigieron a la plaza Mayor. Bernal había sabido por el secretario del Rey que no se había detectado ninguna actividad anormal en las carreteras de acceso a Madrid, ni en las estaciones y aeropuertos. Se preguntaba cómo colocarían exactamente los conspiradores MAGOS a su gente para llevar a cabo la operación del día siguiente. Quizá lo intentaran durante la noche, al amparo del movimiento festivo.

Situó Bernal a sus hombres en determinados puntos estratégicos alrededor de la plaza y él, por su parte, eligió el pedestal de la estatua de Felipe III, desde donde veía los balcones de la Panadería y las principales entradas del recinto. El grupo mantenía contacto entre sí mediante transmisores portátiles y, sirviéndose de otra frecuencia de onda, Bernal podía hablar directamente con la Zarzuela.

La Policía Nacional había dejado un gran espacio libre ante la Panadería, en cuyos límites se habían colocado vallas metálicas a fin de que los camiones y carrozas de la procesión tuviesen sitio para entrar en la plaza por el este y salir por el oeste.

La noche era seca, pero muy fría, y Bernal se alegraba de haberse puesto el abrigo de mezclilla y el sombrero. Sabía, porque lo había leído en el programa que publicaba el Ayuntamiento, que la cabalgata saldría del Retiro, aunque muchas carrozas se preparaban en los barrios periféricos y se unirían al grueso del desfile en el cruce de O’Donnell y Alcalá. Estaba previsto que se pondría en marcha a las ocho y que llegaría a Puerta del Sol veinte minutos más tarde.

El asfalto se había cubierto de arena para evitar que los caballos patinasen y el camión de la basura hizo una última inspección entre los gritos y aplausos de la multitud que esperaba y que estaba compuesta en su mayor parte de padres e hijos.

A las 8 en punto entró en la plaza una camioneta, bajaron de ella dos hombres y se pusieron a disparar cohetes, sembrando el cielo nocturno de esferillas luminosas y puntos de luz verdes, rojos y argénteos. Uno de los cohetes, todavía inflamado, aterrizó junto a Bernal, que dio un salto para evitar las chispas.

La cabalgata tardaba en llegar y el gentío comenzó a intranquilizarse. La Reina, el príncipe y las infantas, que habían salido al balcón a ver la exhibición pirotécnica, volvieron al calor y la seguridad de la Casa de la Panadería.

A las 8.30 aparecieron tres heraldos a caballo e hicieron sonar las trompetas. La reina Sofía y sus hijos volvieron a salir para saludarles. Los heraldos, ataviados con vestimentas de gala, desaparecieron y tras ellos llegaron los contingentes montados de la policía, uniformados con trajes históricos del cuerpo. La multitud aclamaba a las filas de jinetes a medida que iban desfilando y los niños no paraban de preguntar: «¿Vienen ya? ¿Cuándo vienen los Reyes?»

En aquel momento entró una serie de carrozas sobre chasis de tracción moderna, entre las que destacaban una con una jaula de pavos reales vivos, que había cedido el Parque Zoológico, y que, a juicio de Bernal, tenían que estar muertos de frío, y otra con una portería futbolística y un sujeto disfrazado de naranja -el Naranjito que simbolizaba los Mundiales de fútbol que se celebrarían en España al año siguiente- y haciendo exhibiciones con un balón.

Aparecieron a continuación un grupo de muchachas tocando la flauta, tres camellos de verdad cargados de regalos y por fin las tres carrozas de los Reyes Magos. La primera la de Melchor, que iba sentado bajo un baldaquino de oro y portaba un cofrecillo engastado en piedras preciosas; iba arrojando al pasar monedas y caramelos a los niños de la multitud, que lo acogieron con aplausos. Bernal advirtió que el que hacía de Melchor era un hombre muy entrado en años. Estaba al tanto de las disputas que se organizaban entre los concejales veteranos por tener el honor de representar aquellos venerables papeles.

Se puso al habla por radio con los hombres que había colocado alrededor de la plaza y todos le informaron que no había novedad. Busco entonces la frecuencia de la Zarzuela y el secretario del Rey le comunicó que los grupos de vigilancia sitos en los accesos a la capital habían informado otro tanto, al margen de las actividades normales de las fiestas.

En aquel momento hizo su aparición la segunda carroza y Bernal vio que era la de Gaspar, sentado bajo un baldaquino de plata y con un incensario; saludaba al gentío amablemente de vez en cuando. A los costados de las dos primeras carrozas de los Reyes desfilaban sendas hileras de soldados ataviados con uniforme azul. Cuando la carroza del segundo Rey Mago llegó a la altura de la estatua en que se encontraba Bernal, vio éste de cerca las facciones del concejal encargado de representar aquel papel. ¡Santo Dios, era el padre Gaspar! ¿Qué diantres hacía aquel hombre vestido de aquella manera y dónde estaba el concejal a quien le correspondía estar allí?

Bernal se preguntó de pronto quién sería el primer Rey Mago. ¿No se trataría de Hermann Malthius, disfrazado de Melchor? Estableció contacto con la Zarzuela para comunicar sus sospechas al secretario del Rey y pedirle hiciese averiguaciones en el punto de salida de la cabalgata para ver dónde se había efectuado la substitución. Acto seguido, cambió la frecuencia del transmisor portátil para hablar con sus hombres apostados en la plaza y les advirtió vigilasen cualquier actividad sospechosa en las carrozas de los Reyes Magos. Pese a todo, la de Gaspar, según pudo ver, siguió adelante, el prior disfrazado saludó a la Reina y sus hijos de la manera más benigna y salió por fin de la plaza por la calle que conducía a la plaza de la Villa, donde estaba el Ayuntamiento.

La tercera y última carroza entraba ya en el campo visual del comisario: Baltasar, con la cara tiznada y corona de rubíes, alzaba un recipiente de mirra con las manos enguantadas y sonreía a la multitud. ¿Sería posible? ¿Cabía pensar siquiera que la organización MAGOS llevase las cosas hasta un extremo tan increíble? Bernal estiró el cuello para verle mejor la cara. Sí, estaba seguro, era el teniente general Baltasar, disfrazado de quien su nombre indicaba. También él arrojaba regalos a los niños de la plaza y saludó a la familia real, que miraba desde el balcón engalanado con el escudo monárquico.

¿Qué objetivo tenía aquello?, se preguntó. Nada amenazador para la familia real había en aquella absurda pantomima, pues de esto sin duda se trataba. De pronto, una idea le relampagueó en el interior de la cabeza y se puso a mirar atentamente a los trescientos o cuatrocientos hombres que escoltaban las carrozas de los Reyes Magos. Según el programa, estaban ataviados con los diversos uniformes históricos de la policía, muchos de ellos desconocidos para la multitud allí reunida. Antes, en la primera parte de la cabalgata, había advertido la serie de uniformes de la Guardia Civil, desde el siglo dieciocho hasta el presente, a los que habían seguido los de los restantes cuerpos de seguridad pública: los guindillas del conde de Romanones, la Guardia de Asalto de la Segunda República, la Policía Armada del franquismo y la actual Policía Nacional. Al principio había creído que los hombres que llevaban el uniforme azul eran la guardia personal de los Reyes Magos, pero en aquel momento se percató de que iban vestidos con el uniforme azul de insignia roja en forma de puñal que era el símbolo de la Casa Apostólica. ¡Naturalmente! Aquél era el objeto de tan complicada substitución: introducir a las tropas rebeldes en la ciudad sin que las autoridades se dieran cuenta. ¡Qué necio había sido!

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