David Serafín - Golpe de Reyes

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La tercera novela del comisario Bernal.

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– No voy a dejarte, bobo; sencillamente, me voy para evitar un escándalo.

– Pero ¿de qué escándalo hablas, demontre?

– Ya verás como no se organiza ninguno. Bueno, es que voy a tener un hijo tuyo -dijo por fin, con la cara resplandeciente de felicidad-. ¿Es que ni siquiera lo sospechabas?

Bernal se quedó de piedra y se derrumbó en un sillón.

– No te creo -murmuró.

– No pongas esa cara de susto, cariño. Estas cosas ocurren todos los días. Es de lo más normal.

– Pero tengo sesenta y dos años, ¿cómo voy a ser padre a estas alturas? -dijo, aturdido aún por la noticia.

– Pero yo no tengo más que treinta y tres. Ya verás como no hay peligro alguno. Vamos, Luchi, ¡era lo que yo siempre había deseado! Además, ya lo he preparado todo. Mi hermano y su mujer cuidarán de mamá, que ya sabes que anda muy delicada últimamente, y cuando yo vuelva con el niño, me traeré a una canaria para que haga de niñera y así podré volver a trabajar. Siempre puedo decir que el niño es adoptado, ¿no te parece? O que es un sobrino que estoy cuidando. En cualquier caso, hoy en día hay muchas madres que viven sin más compañía que su hijito, y habrá más aún con la nueva ley del divorcio.

La joven estaba tan eufórica que Luis ni siquiera se atrevió a preguntarle qué había fallado en aquellas «precauciones de costumbre» que ella le había dicho que tomaba, por no hablar ya de si había considerado la posibilidad de un aborto, aunque posiblemente se habría ofendido ante tal sugerencia. Y no por escrúpulos religiosos, puesto que Bernal sabía que Consuelo no era creyente, sino porque manifestaba todos los signos de querer ser madre. ¿Radicaba aquí la causa subyacente de su alegría, a pesar de todos los inconvenientes sociales con que tropezaría? Se dijo que tenía que divorciarse; la nueva legislación se había promulgado en verano, si bien la gente decía que los trámites eran muy engorrosos y lentos. Sin embargo, tenía que proponérselo.

– Le pediré a Eugenia el divorcio para que podamos casarnos.

Consuelo le dio un beso.

– Es una idea maravillosa, pero no lo conseguirías antes del dieciocho de julio.

– ¿Es esa la fecha prevista por el médico?

– Sí, y ahora se calcula con gran exactitud. Aunque me parece una fecha detestable para que nazca el hijo de una madre socialista. Ojalá sea prematuro, aunque sea de cuatro días.

Domingo Cuarto de Adviento

(20 diciembre)

Bernal había dormido muy mal toda la noche: la cena de lentejas con chorizo que Eugenia le había recalentado y servido con un poco de vinagre aún se le quejaba en el duodeno sin haberla digerido. Además, le ponía nervioso el guardaespaldas que dormitaba en el recibidor en una tumbona y el saber que aún había otro, instalado abajo en el portal.

A las 6.30 puntual como un reloj, Eugenia se incorporó y apoyó los pies en el frío suelo de baldosas. Luis fingió dormir, mientras el viejo colchón de matrimonio, al que hacía ya muchos años le había crecido una incómoda y alargada joroba en el centro, subía y bajaba como un barco a merced de la marejadilla mientras Eugenia buscaba sus pantuflas. No tardó Bernal en oírle abrir la portezuela del armario del comedor para encender las luces de colores que decoraban la capillita de Nuestra Señora de los Dolores. Sabía él que Eugenia se pasaría allí rezando por lo menos veinte minutos, de modo que optó por levantarse y hacer una visita sorpresa a la casa de su hijo mayor para saber cómo andaba allí la seguridad.

Procuró no hacer ruido en la cocina, al encender el cochambroso calentador de gas, pero el policía de seguridad le oyó y dijo:

– ¿Es usted, comisario?

– Sí, voy a vestirme y dentro de media hora saldré para la plaza de Castilla.

– Pediré el coche, señor comisario. A las siete y media cambiamos el turno.

– En tal caso esperaremos a que llegue el relevo y de paso dejaremos a mi mujer en la iglesia. Desayunaremos en el bar de al lado, si está abierto.

Cuando Bernal se hubo afeitado y vestido, volvió Eugenia de sus oraciones matutinas.

– Os haré café a ti y al guardia -dijo.

– No hay tiempo, Geñita -dijo Bernal con premura, esperando ahorrar al guardaespaldas el compromiso de degustar el café de bellotas tostadas-. Te llevaremos a la iglesia.

Cuando salieron a la calle se puso a llover con intensidad y Bernal dijo a Eugenia en son de broma:

– Apostaría a que hay misa Rorate, coeli esta mañana.

– Exacto, Luis. Me admira lo mucho que has aprendido. Y los ornamentos serán morados -añadió con firmeza.

Llegó el coche oficial con los dos guardias de relevo y todos se apretaron en el interior para recorrer la escasa distancia que les separaba de la iglesia parroquial, ante la que bajaron Eugenia y uno de los guardaespaldas. Mientras subían por la Castellana, totalmente desierta, Bernal encendió con nerviosidad el tercer Káiser del día, que le puso la lengua como un estropajo viejo. Ordenó al chófer que parase ante la primera cafetería que viese abierta y encontraron una más arriba de Nuevos Ministerios, donde se desayunaron todos tomando café con churros.

Ante la puerta del moderno bloque de viviendas en que vivía su hijo Santiago vieron un coche K sin ningún distintivo y, ya en el portal, a dos policías de paisano, que saludaron a sus colegas con cansancio.

Bernal y su guardaespaldas subieron en el rápido ascensor y encontraron a otro guardia ante la puerta del piso.

– Aún no ha salido nadie, comisario.

Le abrió la puerta la nuera, que llevaba en brazos a su hijo de cinco años. Al ver a su abuelo, el niño se puso a palmotear de alegría y exclamó:

– ¡Yayo, yayo! ¿Qué le has traído a Quique?

Bernal le dio un beso, y dijo, tomándole el pelo a la madre:

– ¡Estás educando al niño para que hable como un peón de Albacete! ¿Qué es eso de «yayo»? ¡Venga, hombre!

El pequeño Enrique pasó de los brazos de su madre a los de su abuelo, quien buscó en el bolsillo el soldadito de juguete que le había traído, consciente de que el nieto le consideraba un inagotable proveedor de juguetes y caramelos.

– Lo estás malcriando, papá -dijo Mercedes en son de reproche-. Ahora querrá jugar antes de que le metamos en el baño.

– ¿Cómo estáis? ¿Va todo bien?

– Tirando, pero un poco nerviosos -dijo la nuera-. No me refiero a que Diego esté aquí; por él no hay problema. Nunca le he visto estudiar tanto. Pero el estar rodeados de policías a todas horas nos saca de quicio. A Santiago le intranquiliza mucho y apenas puede dormir.

– Pronto se acabará todo. El día de Reyes respiraremos tranquilos.

– Iba a preguntarte acerca de eso. Quiero ir a comprar algunos regalos al Corte Inglés, y también algunas cosas para la casa.

– Como quieras. Te acompañará un policía de paisano. Sólo tienes que decirle a dónde quieres ir.

Cuando llegó a Gobernación, Bernal no esperaba encontrar a nadie en el despacho a las ocho de una mañana dominical, pero, para su sorpresa, vio que Navarro y Varga el técnico le estaban esperando.

– Te hemos llamado a casa, jefe, pero no contestaba nadie. Empezábamos a preocuparnos.

– Mi mujer está en misa y yo fui a casa de mi hijo. ¿Qué hacéis aquí a esta hora?

– Varga ha descubierto algo importante y me dio un telefonazo.

– Se trata del misal del hermano Nicolás, jefe. Hemos estado día tras día comprobando cada página, en busca de más rastros de tinta simpática, pero sin encontrar nada. Y cuando ya iba a enviarlo todo a paseo, me acordé de las estampas que había puesto el fraile en ciertas páginas para señalar las siete etapas de la operación Magos.

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