David Serafín - Golpe de Reyes
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– ¡Por todos los santos, Geñita! ¿No te das cuenta de que este año las cosas no pueden hacerse como de costumbre? ¿Que estamos amenazados por todas partes?
– Paparruchas -replicó la mujer-. Pase lo que pase, yo haré lo que todos los años. Y si Dios quiere que me secuestren, hágase su voluntad; no podemos eludir lo que Él nos tenga destinado.
Bernal comprendió que su mujer estaba resuelta a no entender el problema, y que incluso adoptaba una actitud totalmente fatalista.
– Pero, Geñita, la mínima prudencia aconseja…
– ¡La cobardía querrás decir! -le espetó ella-. Y no quiero oír más insensateces. Voy a seguir haciendo lo que tengo por costumbre -manifestó con gran firmeza de intenciones-. Pero si prefieres que Diego se quede en casa de su hermano estos días -concedió empero-, por mí, de acuerdo; de todos modos yo me quedaré aquí como siempre.
Bernal se rindió y comprendió que tendría que organizar un sistema de seguridad más complejo para proteger a su familia en dos casas distintas hasta que hubiera pasado el seis de enero. En el caso de que el éxito coronase el intento golpista Magos, puesto que él estaba en la lista negra de los conspiradores, haría que sus hijos salieran del país.
Recordó entonces que tenía que llamar a Consuelo para contarle lo del rescate, y le dijo que procuraría dar esquinazo a su guardaespaldas a las tres de la tarde y que se reuniría con ella en el piso clandestino.
En el momento en que iba a utilizar el teléfono rojo con selector para llamar al secretario del Rey, sonó el otro teléfono, lo descolgó y comprobó que se trataba del inspector Ibáñez.
– ¿Nos vemos para comer, Luis?
– Va a ser difícil, Esteban, tenemos aquí un lío impresionante. Pero podemos tomar un aperitivo a eso de la una.
– Está bien. En Lhardy, abajo, en la parte de atrás.
Cuando volvió Navarro con una botella de Codorníu Etiqueta Negra y dos copas, Bernal le contó el problema creado con los detalles de seguridad.
– O sea, que a la señora Bernal no la mueven de allí.
– Ni con un tractor. Pienso por tanto que lo mejor será que me quede con ella mientras que mis dos hijos, mi nuera y mi nieto se quedarán bajo custodia en plaza Castilla. Esto es la caraba.
– ¿Por qué no damos un golpe de mano anti-MAGOS ahora mismo, detenemos al marqués y sus esbirros, los acusamos de secuestro y retenemos al padre Gaspar bajo arresto domiciliario en su convento por cómplice?
– ¿Y qué ocurrirá con el teniente general Baltasar? -preguntó Bernal-. ¿Quién se atreve a detenerle? ¿Y al director de La Corneta ? La extrema derecha pondría el grito en el cielo. Sin embargo, consultaré con el secretario del Rey. No nos vendría mal detener a alguno de ellos en calidad de rehén.
Un poco alegre a causa del champán de la celebración, Bernal salió del despacho por Carretas, seguido de su guardaespaldas armado. Cuando se mezclaron con la multitud de transeúntes en Sol y pasaron ante la librería San Martín, Bernal no pudo por menos de recordar que había sido ante aquella misma librería donde el presidente de gobierno José Canalejas había muerto a manos de un anarquista en 1912, mientras contemplaba desprevenido los libros del escaparate. Tales son los riesgos de la curiosidad literaria, se dijo.
Las aceras de la Carrera de San Jerónimo estaban atestadas de gente que iba de compras y el guardaespaldas se pegó cuanto pudo al costado de Bernal. El gentío fue disminuyendo a medida que se acercaban a los notables y antiguos faroles destacados ante el célebre restaurante suizo. El guardaespaldas armado optó por quedarse vigilando en la puerta mientras Bernal buscaba al inspector Ibáñez en la parte trasera del establecimiento.
Una vez que se hubieron servido sendas tazas de consomé de un gran receptáculo caliente, más parecido a una urna que a una sopera, llamaron al anciano camarero, que tenía el aspecto de un mayordomo de otros tiempos, y le pidieron unas barquillas de riñones picantes, especialidad de la casa, que regaron con oporto.
– Después de esto ya no voy a poder comer, Esteban. Están deliciosos, pero llenan mucho.
– Están de rechupete -echando un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie les vigilaba, Ibáñez entregó a Bernal un sobre lacrado-. He indagado sobre Melchor en los antiguos archivos. En el ordenador central no había nada en absoluto, pero hace cinco años cuando introdujimos el sistema de clasificación electrónico, advertí ya que muchos expedientes políticos de la época franquista desaparecieron por las buenas, en particular los correspondientes a los primeros incondicionales del Caudillo. Algunos han experimentado una asombrosa metamorfosis, de esbirros fascistas que eran en 1940 a políticos liberales en 1981, e incluso gozan del mayor símbolo de prestigio: una invitación para escribir algún artículo en El País sobre el futuro democrático de España. Naturalmente, en tu terminal no encontrarás ni rastro de sus expedientes.
– Pero no recuerdo a nadie que se llamase Melchor.
– Desde luego que no. No era una persona, sino una compañía. Tenía fábricas en Bilbao y Barcelona antes de la guerra; suministraron armas y municiones, primero a la República, y luego a ambos bandos, como correspondía, tras la caída de Bilbao en manos de Franco el diecinueve de junio de 1937.
– Y esa casa, Melchor, S. A. o como se llame, ¿figura aún en el Registro Mercantil de Sociedades?
– No, Luis, pero fui a los archivos del Ministerio de Justicia, en la calle San Bernardo, y encontré las antiguas Memorias sociales, en las que figuran los consejeros de 1934.
Bernal, tras asegurarse de que nadie les miraba, abrió el sobre de color beige y sacó el contenido. Miró la lista de nombres y lanzó un silbido.
– ¡Casi todos son de la misma familia, y es una de las más ricas de España!
– De Europa, diría yo -añadió Ibáñez-. La familia Lebrija es una nadería al lado del clan Malthius.
– De origen centroeuropeo, ¿verdad?
– Es probable. Se instalaron en Alemania en el siglo diecinueve y la casa familiar está en Colonia. Fueron muy poderosos durante el Tercer Reich y ayudaron a Hitler a tomar el poder. La rama española la creó el benjamín del fundador de la dinastía, que se había peleado con el viejo Malthius. Empezó haciendo contrabando menor entre Tánger y Gibraltar antes de la primera guerra mundial, e incluso se le hizo una ficha que fue a parar a los archivos de los Carabineros, pero en 1923, durante la dictadura de Primo de Rivera, alguien borró de la ficha los datos comprometedores.
– Y se hizo millonario con la industria bélica, ¿no es verdad?
– Con eso y con muchas cosas más. Gottlieb Malthius hizo también de espía para Inglaterra y Alemania, y ambas partes le pagaron muy bien. Su pequeña flota cargada de alijos estaba bien emplazada para espiar los barcos de los países beligerantes. El rey inglés Jorge V incluso llegó a condecorarle en 1919.
– De modo que se ganó la respetabilidad.
– Podrías decir que se la compró. Se casó con una joven española de familia aristocrática, se convirtió en filántropo y en su testamento dejó una gran cantidad de dinero para que se crease una fundación en memoria suya. Es curioso ver que la mayor parte de los grandes piratas de la historia quieren comprar un lugar en el paraíso.
– Pero murió hace tanto tiempo que no puede ser Melchor.
– No, ya me doy cuenta, pero sus herederos siguen invirtiendo en nuestra industria de armamento, y además está la rama ex-nazi de la familia. Éstos se refugiaron en España en 1943, cuando estaba claro que Hitler iba a perder la guerra. Tienen ahora en España dos bancos, muchas compañías fabricantes, cinco empresas constructoras, una cadena de grandes almacenes, un buen pellizco de la industria vinatera andaluza y una multinacional dedicada a la fabricación de armas. Al marqués de la Estrella lo han hecho miembro del consejo de administración de algunas de sus compañías.
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