David Serafín - Golpe de Reyes
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– Pero ¿hay algún miembro de esta familia que esté irrebatiblemente complicado en la conspiración Magos?
– Tendría que habérseme ocurrido antes que el hijo de Gottlieb Malthius, Hermann, es demasiado viejo para participar de manera activa. Vive retirado en Menorca y sólo viene a la península una vez al año, para asistir a la reunión anual del clan.
– Es probable que todos los miembros de la familia estén complicados, para proteger o aumentar sus intereses financieros. Es obvio que son enemigos de nuestra última Constitución y las nuevas libertades, que han permitido los partidos políticos y las actividades sindicales. Sin duda temen por sus beneficios -dijo Bernal-. No me sorprende que manejen los hilos de la organización Magos, en particular si tuvieron contactos con la Casa Apostólica de Colonia en los años treinta. Podemos pedir más datos a la policía de Alemania Federal.
– Hay una cosa que aún no entiendo. ¿Por qué se han infiltrado en la iglesia española?
– Al financiar la Casa Apostólica se diría que se sirven de la iglesia para convencer al Ejército, o a un sector del mismo, para derrocar nuestra joven democracia y volver a una dictadura de derechas. El teniente general Baltasar es sólo un figurón útil. Si se salen con la suya, conseguirán una alianza de los poderes fácticos con los grupos sociales y económicos que siguen dominando el país y volveremos a ver a los viejos perros del franquismo con distintos collares.
– Me pregunto si se habrán infiltrado en la policía. Es seguro que lo habrán intentado.
– Lástima que no dispongamos de una lista detallada de los conspiradores, aunque si el Gobierno quiere evitar el golpe, ya tiene información de sobra para detener a los dirigentes.
– Sólo un hombre se interpone en su camino.
– ¿Te refieres al Rey? Tienes razón. Pero ¿podrá enfrentarse él solo a un asalto montado por tantos poderes?
– Depende de cómo reaccione. Hasta ahora ha sabido andar con pie firme, ateniéndose estrictamente al mandato constitucional y manteniendo a las fuerzas armadas dentro de lo previsto en las Reales Ordenanzas de 1978. Además, puede apelar al pueblo directamente.
– Si es que le dejan, Esteban, si es que le dejan.
Cuando salieron de Lhardy se reunieron con el guardaespaldas de Bernal y éste se despidió del inspector Ibáñez, cuyo amplio conocimiento de los archivos policiales le había sido a menudo de gran utilidad.
– Vamos andando un rato -dijo Bernal al policía de paisano-, luego tomaré un taxi y usted podrá irse a comer.
Fueron por la Carrera de San Jerónimo hasta llegar a Casa Mira. A Bernal se le pusieron los ojos como platos al contemplar las tradicionales golosinas expuestas en la célebre turronería. El surtido no parecía haber cambiado nada por lo que recordaba de su niñez, cuando en esos mismos días anteriores a Navidad, se asomaba a aquel escaparate para mirar la gran foto sepia del señor Mira, fundador del establecimiento, que aún presidía en espíritu las inasequibles bandejas de ciruelas, albaricoques, mandarinas y peras escarchadas, los gruesos bloques del blando turrón de Jijona y del duro de Alicante, amén del delicioso mazapán tostado, el praliné de chocolate y el turrón de yema, así como los pequeños bombones variados, envueltos en rizadas tiras de papel coloreado. En los años veinte no tenía bastantes cuartos para comprarse ni siquiera el menor de aquellos tentadores dulces, mientras que ahora, alejado de tales gollerías para siempre, tenía la cartera abultada de billetes de cinco mil y podía comprar cuanto quisiera de todo aquello que se le ofrecía a la vista. Ah, pero la ilusión ya no era la misma.
Resolvió sumarse a la larga cola de la entrada y comprar una modesta selección para su nieto de cinco años y para Consuelo. El guardaespaldas le esperó con gesto de reconvención, pero sin hacer el menor comentario. Bernal escuchó pasmado los voluminosos pedidos hechos por las amas de casa de clase media alta que se desabrochaban los abrigos de pieles y rebuscaban en el bolso de mano para sacar las quince o veinte mil pesetas con que pagar la tradicional mercancía recién adquirida para los festejos de la Nochebuena y la Navidad. Pensó que tenían que tener muchos amigos y parientes, a no ser que comprasen todo aquello solo para impresionar a las vecinas cuando entrasen a tomar una copa.
Una vez que la atareada dependienta le hubo preparado medios kilogramos de varios turrones que fabricaban en la casa, Bernal volvió al frío viento de la calle y pensó cómo se las apañaría para dar esquinazo al guardaespaldas.
– ¿Le importaría pararme un taxi? Luego se podrá ir a comer. Nos encontraremos en Gobernación a las cinco.
– Tengo que ir con usted, comisario. Son las órdenes.
En aquel momento, uno de los nuevos taxis blancos con diagonal roja en los costados -el cambio más visible acaecido en Madrid desde que la ciudad tenía alcalde socialista- se detuvo a una brusca señal del comisario y éste cerró la portezuela tras meterse en él a toda prisa.
– No se preocupe -dijo al guardaespaldas-, llevo encima la pistola reglamentaria; además, voy sólo a cuatro pasos de aquí.
Al entrar en la calle Barceló, Bernal dijo al taxista que le dejara delante del teatro. Se dirigió entonces al piso secreto, donde encontró a Consuelo, que tenía un aspecto radiante y le recibió con una botella de champaña en la mano.
– Es francés, Luchi, y de los mejores: Krug 1971. Lo guardaba para esta ocasión -dijo, mirando con expectación los paquetes de Casa Mira. Bernal le entregó el más grande de ellos y abrazó a la mujer.
– ¡Con lo que me mola el turrón! Anda, abre la botella. La he tenido en el frigorífico -la joven se precipitó sobre el paquete y desató el envoltorio con avidez-. No vamos a esperar a Navidad. Vamos a celebrarlo por anticipado.
Bernal quitó el papel plateado y el alambre, mientras recordaba el único truco práctico que le había enseñado su suegro en toda su vida y que consistía en abrir las botellas de champán girando la botella, pero no el tapón. Por sorprendente que pareciera siempre daba resultado.
– Me alegro mucho de que todo haya salido bien -dijo Consuelo, que ya se había servido un trozo de praliné de chocolate-. ¿No es asombroso que Diego se escapara sin ayuda de nadie? Y precisamente cuando tus hombres llegaban.
– Bueno, nos evitó el escándalo de una pequeña escaramuza con los conspiradores -dijo Bernal.
– Y yo, por mi parte, puedo contarte por fin nuestro secreto -respondió ella excitada.
Bernal advirtió que Consuelo había usado el adjetivo posesivo con una entonación especial.
– ¿ Nuestro secreto?
– Te lo he estado ocultando desde hace más de una semana, pero no podía decírtelo mientras andabas preocupado por tu hijo.
– Pero ¿de qué secreto hablas? -preguntó Bernal, sinceramente intrigado.
– Bueno, ya te dije que había pedido un permiso especial al banco, pero el director, que es un encanto, me ha propuesto una solución mejor. Me ha conseguido un traslado a Canarias, a partir de enero y durante seis meses, que pasaré en la sucursal de Las Palmas. Ya he alquilado un pequeño chalé en una de las lomas que dan a la ciudad, para no pasar tanto calor.
– ¿Te vas?
Bernal se sintió perdido y se preguntó qué haría sin ella. Se dio cuenta de pronto de cuánto debía a la tranquilidad diaria que ella le ofrecía. Y no se trataba tanto de la relación sexual, aunque había sido ésta lo más importante que había habido entre ellos durante sus primeros años juntos, cuanto del amor y compañía compartidos. Ella representaba todo lo que él no había tenido en su propia casa en los últimos cuarenta años.
Consuelo se echó a reír al ver la cara de desánimo, de desesperación incluso, que ponía Bernal.
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