David Serafín - Golpe de Reyes
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– Nos damos cuenta. Su Majestad dice que así será más fácil manejarles.
– Ojalá no se equivoque -dijo Bernal.
– ¿Qué hay de su hijo, comisario? Nos preocupa la falta de noticias.
– Aun no sabemos nada. Las unidades de la policía sevillana acaban de ponerse en movimiento.
– Téngame al corriente, por favor.
En cuanto colgó el auricular, Bernal vio que Navarro le hacía señas desde el antedespacho, y corrió a reunirse con él.
– La furgoneta de Ángel ha llegado a la entrada del cortijo del marqués. Parece que el aviso que Elena les mandó anoche ha hecho maravillas. Le han dejado pasar.
Bernal encendió un Káiser con el anterior, que había dejado a mitad.
– Todo bien por ahora.
El altavoz que Navarro había acoplado a la conexión telefónica volvió a crepitar.
– Unidades de apoyo al pie de la loma -dijo la voz impersonal-. La furgoneta de reparto casi ha llegado ya a la mansión. Dobla a la derecha hacia las dependencias laterales -hubo una pausa, pasada la cual la voz siguió informando-. Están descargando paquetes de la caja de la furgoneta -el tono de creciente incredulidad de la voz del observador desconocido pudo advertirse incluso a 550 kilómetros de distancia-. El inspector Gallardo cierra en este momento las puertas de la furgoneta. La unidad de comandos GEO no ha salido, repito: no ha salido. El inspector vuelve al volante. ¡La furgoneta se pone en marcha! ¡Vuelve por la pista de acceso!
– ¿Qué ocurre, Paco? -exclamó Bernal-. ¿Por qué no han entrado en acción?
El altavoz volvió a crujir.
– La furgoneta se ha detenido en la puerta principal -continuó el observador con el mismo tono asombrado-. El inspector Gallardo charla amistosamente con los vigilantes, les ofrece tabaco. Le abren la puerta, la cruza. Las demás unidades K reciben órdenes de retirarse por la autopista A-4.
De pronto reinó un silencio sepulcral.
– ¿Qué es lo que ha fallado, Paco? ¿Por qué se ha marchado Ángel sin que el pelotón de asalto haya hecho ningún intento de liberar a Diego?
– ¿Quieres un poco de coñac en ese café? -dijo Navarro, procurando calmar los nervios de su superior-. No podemos hacer otra cosa que esperar a los acontecimientos.
Mientras se prolongaba aquella espera y se crispaban más y más los nervios de todos, llamó Consuelo preguntando por el comisario Bernal.
– Es para ti, jefe. Una señorita del Banco Ibérico.
Consuelo no le había llamado nunca a la DSE, pero la urgencia parecía ser tal que se había sentido autorizada a hacerlo. Bernal cogió el teléfono del despacho interior.
– ¿Hay alguna novedad? -preguntó la joven con voz apocada.
– No, todavía no. Te llamaré dentro de unos minutos, cuando sepamos algo.
De pronto, la transmisión desde Sevilla volvió a dar señales de vida y Bernal se precipitó al antedespacho para reunirse con Navarro.
– Atención, Madrid. Hemos establecido contacto radiofónico con el inspector Gallardo. Es para ustedes.
Bernal cogió el micrófono.
– ¿Eres tú, Ángel? ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no se ha movilizado el comando?
– Tranquilo, jefe. Tengo a Diego en el interior de la furgoneta.
– ¿Qué? ¿Le has podido liberar? -exclamó Bernal con incredulidad-. ¿Está bien?
– Muy bien, aunque los muchachos dicen que apesta un poco. Tiene un pequeño corte en la muñeca nada más. Haré que le llame en cuanto lleguemos a Sevilla.
– Pero ¿cómo lo habéis conseguido sin forzar las puertas de la bodega?
– No hubo necesidad, jefe. Él ya había salido solito. La chica estaba encerrada con él y le ayudó a cortar las cuerdas con que le habían atado las muñecas sirviéndose de una botella de vino rota. Como ella conocía el lugar desde niña, le dijo cómo salir por una rampa que había al lado de las escaleras de la bodega.
– Y sin duda pensó que era el cielo quien te enviaba, Ángel.
– Más o menos. Dijo que era como una película «B» de Hollywood.
– Mi mujer dirá que ha sido gracias a la eficacia de la oración. ¿Os habéis llevado también a la chica?
– No, jefe. Diego dice que se negó de plano a escapar. Estaba muy mal a causa del mono , pues hacía tiempo que no se chutaba e insistió en quedarse atada y amordazada como los vigilantes del marqués les dejaron anoche. Prefirió hacer como que Diego se había escapado sin ayuda alguna.
– Pero la matarán si sospechan…
– Dijo a Diego que, de todas formas, la encontrarían donde quiera que estuviese y que la torturarían hasta matarla si escapaba con él. Esto es como un sindicato de mafiosos, jefe. Tienen memoria de elefantes.
– ¿A dónde vais ahora?
– Derechos al aeropuerto; Miranda, Lista y yo volaremos con Diego a Barajas en el primer avión que salga. Procuraremos que se afeite, se duche y se cambie de ropa antes de partir.
– Espero que las experiencias de estos días le hayan servido de escarmiento. Lo más seguro es que quiera recoger el equipaje que tiene en el hotel, aunque no tienes que permitírselo de ninguna manera, Ángel. El marqués descubrirá su fuga dentro de nada y alertará a sus contactos sevillanos.
– Tranquilo, jefe, lo protegeremos hasta el aeropuerto.
– No creo prudente que lo traigas aquí a Gobernación -Bernal se concentró con gran esfuerzo hasta que dio con una solución-. Llévalo a casa de su hermano, en plaza Castilla, al menos por el momento. Yo avisaré a Santiago que Diego está en camino y mandaré una escuadra de policías de paisano armados para que velen por su seguridad.
– De acuerdo, jefe.
– No vuelvas al periódico, Ángel. Tu identidad falsa se habrá ido a pique a estas horas. Puedes entregar la furgoneta a la policía de Sevilla. A partir de ahora y hasta el seis de enero, tú te encargarás de la seguridad de Diego.
Navarro entró en el despacho con una botella de coñac.
– ¿Una copa para celebrarlo, jefe?
– En seguida, Paco. Antes pensemos en las medidas de seguridad. Creo que lo mejor es que Eugenia vaya a casa de mi hijo casado, en la plaza de Castilla, y que pase allí la Navidad con Diego. Hay sitio de sobra y el piso está en la décima planta, es un edificio nuevo y será fácil de custodiar.
– Si lo prefieres, podríamos habilitar una de nuestras casas de seguridad de la periferia.
– No, no creo que sea conveniente. Estarán más seguros en Madrid y hemos de tener en cuenta lo próximas que están las Navidades. No querrán quedarse aislados en un lugar apartado. Voy a llamar a mi mujer para darle la buena nueva. Luego llamaré al secretario del Rey. Mientras tanto, sal y cómprame una botella de champán. Hay que celebrarlo a lo grande.
Una vez que Navarro se hubo ido, Bernal marcó el número de su casa.
– Está a salvo, Geñita, Ángel Gallardo lo ha rescatado. Ahora van camino del aeropuerto de Sevilla. Esta misma tarde estarán en Madrid.
– Estaba segura de que María Santísima intercedería por él, Luisito, y más hoy que es el día especial de esperanza en la venida del Señor. ¿Os preparo comida a los dos?
– No va a ir a casa, Eugenia, sería demasiado peligroso -cuando le explicó lo que había planeado, su mujer se negó de plano a cambiar de domicilio.
– Luis, yo no puedo pasar la Navidad en la plaza de Castilla. Está demasiado lejos de la iglesia. Y hago falta para ayudar allí en todos los preparativos.
– Pero ¿no te das cuenta de que te pueden secuestrar a ti en lugar de Diego?
– ¿A mí? ¿De qué les iba a servir yo? -dijo Eugenia con incredulidad-. Pero si tengo a ese policía de paisano que me sigue a todas partes. ¿No sería mucho peor que me quedara encerrada en casa de Santiago? Además, estoy preparándole el belén a nuestro nieto, como todos los años, para cuando venga a cenar con toda la familia en Nochebuena. Y recuerda que tenemos que ir todos juntos a la misa del gallo que oficiará el padre Anselmo. La portera y yo estamos limpiando los ornamentos dorados que se pondrá.
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