David Serafín - Golpe de Reyes

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La tercera novela del comisario Bernal.

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Bernal se dejó caer pesadamente en la silla y encendió un Káiser.

– Tú lo has leído, claro -dijo a Navarro.

– Sí, jefe.

– Me lo decía el corazón. Todo iba demasiado bien -dio una chupada al cigarrillo-. Tenemos que rescatarle en seguida. Esta misma noche cojo un avión y me voy a Sevilla.

– ¿Crees que sería prudente, jefe? ¿No sería mejor que se encargase de esto una persona menos implicada emocionalmente? Ya tenemos allí a tres inspectores, Carlos, Juan y Ángel, y son hombres con mucha experiencia. ¿Por qué no los utilizamos? Es casi seguro que los conspiradores no se han dado cuenta de que les hemos seguido a Andalucía, y que hemos asistido a su mitin de Itálica; y tampoco han descubierto a Ángel. Pero a ti, que no te has movido de Madrid, te vigilan y te seguirán vigilando.

– Ángel no debiera volver a los talleres de La Corneta. Terminarán por recordar que trabajaba en la DSE. Quizá deberíamos sacar también a Elena de allí.

– No hagas nada precipitado, jefe. Estoy de acuerdo en que habría que mantener a Ángel en Sevilla. La furgoneta en que va puede ser muy útil. Pero permíteme que movilice a Miranda y a Lista inmediatamente. Comenzarán rastreando los movimientos que Diego hizo anoche en el barrio de Triana. ¿Avisamos a la policía de Sevilla?

– Conozco al jefe superior de allí, Paco. Solíamos trabajar juntos. Pero no podemos emprender una búsqueda en toda regla. Se darían cuenta y liquidarían a Diego. Recuerda que pueden tener infiltrados en la policía local. Hablaré con el jefe superior y le pediré una ayuda discreta.

– Yo creo que es preciso que informes al secretario del Rey, ¿no te parece?

– Aún no. Esperaremos a mañana. Podría apartarme del caso.

Miércoles de las Témporas de Adviento

(16 diciembre)

El trasteo de Eugenia en la cocina despertó a Bernal antes del amanecer. Se incorporó para escuchar y al cabo de un momento dijo en voz alta a su mujer:

– ¿Por qué te has levantado tan pronto? ¿Es que se sabe algo de Diego?

Eugenia apareció en la puerta del dormitorio cargada con un brazado de velones de iglesia.

– No, aún no se sabe nada. Pero es que tengo que salir pronto. Prometí al padre Anselmo que le llevaría estos cirios. Hoy es miércoles de las Cuatro Témporas de Adviento y a primera hora hay misa Rorate, coeli. Las velas se encienden para decir que el mundo está en tinieblas antes de la venida de Cristo.

Bernal se preguntó si su mujer experimentaría algún sentimiento natural por el rapto del hijo, pero prefirió no hacer ningún comentario.

– Parece que llueve intensamente, Geñita -Bernal podía oír el chapaleteo de la lluvia sobre las macetas de la terraza-. Espero que no haya goteras otra vez en el pasillo. El presidente de la comunidad debe realmente llamar al contratista, a ver si arregla el tejado de una vez.

– Es muy apropiada esta lluvia, ¿verdad, Luis? El introito de hoy dice: «Destilad, cielos, vuestro rocío; lloved, nubes, al Justo…»

– Ni más ni menos que lo que ocurre. No te olvides de llevarte un paraguas, ¿eh?

– No te preocupes por Diego. El Señor vela por él. El padre Anselmo elevará una plegaria especial pidiendo protección para él.

Mientras se afeitaba, Bernal tuvo que hacer piruetas para verse en el espejo, ya que le faltaban fragmentos de azogue que se habían desprendido del dorso. ¿Qué había dicho Eugenia? Que comenzaban las Témporas de Adviento, es decir, período de penitencia. En verdad, les había tocado una mala racha. Desde que se había enterado del secuestro de Diego el domingo anterior, su sensibilidad había ido adoptando la grisácea fragilidad de la escoria.

Es posible que Paco tuviera razón: debería retirarse del caso. Ningún policía trabajaba bien cuando en medio de la investigación andaba complicado un miembro de su familia. Sin embargo, quedarse en casa era peor que el infierno, sin estar seguro nunca de que los colegas iban a hacer cuanto estuviese en su mano por liberar a su hijo. Si iba al despacho, por lo menos podía mirar los informes y los archivos, a ver si averiguaba quién era aquel abominable Melchor que quería apoderarse del país y que había comenzado por apoderarse del hijo de Bernal.

Mientras se vestía sonó el teléfono.

– Soy yo, Luchi. ¿Puedes hablar?

– Sí, Consuelo, sí puedo. Eugenia se ha ido ya a misa. Aún no sé nada. No quieren dejarme ir a Sevilla para que dirija personalmente la operación de búsqueda.

– Y tienen razón, Luchi. Para eso están tus colegas. A lo mejor los conspiradores lo que quieren es atraerte, para secuestrarte a ti también. Quédate donde estás.

– Ya nos han puesto escolta. A Eugenia no le hace ni pizca de gracia que un policía de paisano la siga a misa y a los demás sitios, aunque es seguro que este trabajo hará de él un hombre nuevo. Y eso que insistí para que los guardaespaldas esperasen abajo. No soportaba la idea de tenerlos aquí en casa.

– Volveré a llamarte, Luchi. Mientras tanto, ánimo, hombre.

Nada más colgar, volvió a sonar el aparato.

– ¿Jefe? Soy Elena -la joven parecía sin aliento-. Hoy he llegado pronto al periódico y he estado curioseando en el correo del director.

– ¡Por el amor de Dios, Elena, ten cuidado! No vayas a caer también tú. ¿Desde dónde me llamas?

– Desde un café que hay en la misma calle. Aún no ha llegado nadie al periódico y la mujer de la limpieza es muy simpática.

– ¿Qué has descubierto?

– Una carta matasellada en Estrella del Marqués, dirigida al director y con el sello «Confidencial» en la haz; lo que ocurre es que no he podido abrirla al vapor.

– Ya. El cortijo del marqués está cerca de allí. Me pregunto si tienen a Diego preso en él. Lástima que no pudieras arriesgarte a abrirla.

– En lugar de correr el riesgo de abrirla y que me localicen, la he birlado. Si usted o Varga se reúnen conmigo, la abren al vapor, la vuelven a cerrar y luego la llevan otra vez a Correos para que la entreguen en el reparto de media mañana. El director no tiene por qué saber que llegó a primera hora. Su secretaria no ha venido.

– Llamaré a Varga inmediatamente para que vaya a tu encuentro. Dime cómo se llama el café -anotó el nombre-. Muchas gracias, Elena, pero has corrido un riesgo de muerte. Quizá sea más seguro que te aparte de esto.

– Pero si no sospechan nada, jefe. Déjeme estar un poco más -suplicó la muchacha.

Bernal sopesó los pros y los contras.

– De acuerdo, pero a la primera señal de sospecha, ponte enferma, ¿quieres?

Luego de llamar a Varga, Bernal se guardó la pistola reglamentaria en la funda de la axila y corrió a ponerse el impermeable tipo comando y un sombrero flexible. Bajó los ocho pisos en la elegante cabina de caoba del viejo ascensor y se reunió con el policía de paisano en la portería.

– Buenos días, comisario, tengo fuera el coche oficial -dijo.

– De acuerdo. Vamos a trabajar -respondió Bernal en seguida; y pocos minutos después, mientras el coche avanzaba muy despacio entre el tráfico creciente, se sintió más expuesto a un balazo que si hubiera tomado el metro de Retiro a Sol.

Cuando llegaron por fin a Gobernación, Varga estaba ya de vuelta tras haber recogido la carta de manos de Elena. Bernal y Navarro fueron con él al laboratorio técnico y Varga se puso a trabajar inmediatamente con el sobre.

– Hace tiempo que dejamos de abrir las cartas al vapor, jefe -explicó- a pesar de lo que se diga. Se nota menos si se utiliza una varilla de acero reforzado y se introduce por la solapa inferior.

Bernal admiró su destreza cuando le vio enrollar la carta en el interior mismo del sobre, sin necesidad de despegar la solapa, y la fue sacando poco a poco. La abrió con unas pinzas.

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