David Serafín - Golpe de Reyes

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La tercera novela del comisario Bernal.

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Pronunciados el responso y la oración final prevista para cuando el cuerpo del difunto no está presente, Bernal se vio trasladado con cierta precipitación al mismo locutorio que la otra vez. El viejo monje parecía deseoso de evitar que Bernal se acercase a los demás asistentes al funeral, que abandonaban ya la iglesia.

El padre Gaspar no tardó en aparecer y dio la sensación de que estaba más dispuesto a colaborar que durante el primer encuentro.

– Le agradezco que haya venido, comisario. Le llamé a su despacho para decirle que ha desaparecido uno de los hermanos. Nicolás se fue el sábado después de cenar para coger el último autobús a Toledo, tras darnos a entender que volvería el lunes por la mañana. Esta mañana estaba yo ya tan preocupado que telefoneé a su hermana y me sorprendió cuando me dijo que desde luego a su casa no había llegado, por lo cual ella dedujo que al final Nicolás había resuelto no ir a Toledo.

Bernal abrió la carpeta que llevaba.

– Padre, ¿le importaría mirar esta foto y ver si reconoce a la persona que aparece aquí?

– Dios mío, es él -dijo el prior mientras se persignaba-. Parece… parece que está muerto.

– Me temo que sí. ¿Podría venir usted a hacer una identificación formal o llamamos a la hermana?… -dijo Bernal con vacilación.

– No, no. Es mi obligación. En cualquier caso, iré a Madrid con el marqués y su familia. ¡Qué espanto! ¿Cómo ocurrió?

– Le encontraron el domingo por la mañana en el río -explicó Bernal mientras el padre Gaspar volvía a santiguarse-, aunque entonces no pudimos identificarle. Recordará usted que me dijo que no le faltaba ningún monje.

– Pero es que entonces no sabíamos, ¡no sabíamos nada en absoluto! -estalló el prior, de un modo que a Bernal le pareció más vehemente de lo que cabía esperar-. Era un hombre muy piadoso y de una naturaleza muy sencilla e inocente, casi infantil. Todos los hermanos lo querían mucho. Era sevillano, ¿sabe usted?, y los votos los hizo en nuestra casa de Sevilla -adoptó de súbito una expresión preocupada-. ¿Supongo que será absurdo preguntar si fue un… -la voz del prior se redujo a un murmullo-, un suicidio? Su única debilidad era el vino, pero esto no constituye más que pecado venial.

– Pues no, no creemos que ese sea el caso.

– ¿Fue un accidente entonces? En ese caso podremos enterrarlo en lugar sagrado -en unos instantes, la actitud del prior pasó otra vez de la tranquilidad a la inquietud-. Pero moriría sin confesión y sin recibir los últimos sacramentos. ¡Qué desgracia!

– ¿Podría ver sus enseres? -preguntó Bernal.

– ¿Sus enseres? -repitió el prior con extrañeza-. Debe usted tener en cuenta que cuando hacemos voto de pobreza carecemos de propiedades. Claro que, si lo desea, puede inspeccionar su celda.

El padre Gaspar le condujo por la escalera de los dormitorios hasta las filas de celdas desnudas y enjalbegadas. La del difunto hermano contenía una cama baja y ligera, bien hecha, un crucifijo grande de madera en la pared en que se apoyaba la cabecera, una mesita de noche con un devocionario encuadernado en tafilete gastado, y un armarito, que Bernal abrió y que contenía dos sotanas, una capa y un sombrero negros, más dos cajones llenos de camisas blancas y ropa interior.

– Padre, ¿no es raro que se fuese sin la capa y el sombrero? -preguntó Bernal.

– Un poco, si tenemos en cuenta las noches frías que hemos tenido. Pero era muy distraído y a veces ni siquiera notaba los cambios de temperatura. No sabíamos que se hubiese ido sin ellos porque nadie le vio salir.

– ¿Iba mucho al pueblo? -preguntó Bernal.

– Casi nunca. Sólo para coger el autobús a Toledo o a echar una carta. Para las dos o tres visitas al año que hacía a su hermana venía a mí para que le diese dinero para el viaje.

– ¿Y le pidió dinero en esta ocasión?

– Sí, lo hizo, el viernes, cuando fue a comprar el billete del autobús.

– Es raro que no encontráramos el billete en el cadáver -dijo Bernal-. Por cierto, ¿tomaba el café con azúcar?

Al prior le cogió claramente de improviso la presunta inoperancia de aquella pregunta.

– Pues mire, ahora que lo pienso, no. Solía quedarse con los terrones que veía para dárselos a los pobres.

– ¡Ah, ya! -dijo Bernal-. ¿Podía usted decirme qué tomaron para cenar el sábado por la noche?

– Un filete de carne, me parece, pero me encargaré de que le entreguen una lista de los menús del refectorio antes de que se vaya -el prior parecía haberse desconcertado otra vez ante la nueva pregunta.

Bernal abrió el cajón de la mesita de noche y sacó el contenido. Un cuaderno barato, una estilográfica anticuada, un tintero de Quink azul marino y un secante limpio. No había sobres.

– ¿Puedo llevarme estos útiles para que los analicen? -preguntó al prior-. Se los devolveremos después.

– Llévese lo que estime oportuno, comisario.

Una vez que se hubo despedido del padre Gaspar, volvió donde el coche y el chófer le entregó la lista que había hecho de las matrículas de todos los vehículos aparcados en la parte trasera del convento.

– Tres eran coches largos, jefe, con matrícula de Sevilla.

– De la familia, me imagino -dijo Bernal-. Después de comer me llevarás a Toledo. Quiero hacer unas preguntas a la hermana del difunto.

Ya sentado en el cómodo salón del hotel Pastor, con un gintónic de Larios delante y un Káiser entre los dedos, Bernal se preguntó cuánto tardarían Miranda y Lista en llegar. Repasó las reacciones del padre Gaspar durante su charla. A diferencia del primer encuentro, había parecido manifiestamente preocupado, pero tranquilo por dentro; se habría dicho un hombre que no temiese peligro alguno ni para sí ni para su círculo. Había habido tiempo de sobra para hacer desaparecer cualquier cosa comprometedora de la celda del finado fray Nicolás, aunque el cuaderno, la pluma estilográfica y el tintero se habían dejado como si se hubieran considerado sin importancia. Varga, desde luego, los cotejaría con los pedazos de papel encontrados en la mano del difunto y Bernal pediría a la hermana del mismo una muestra de su caligrafía.

Bernal cogió el devocionario, que era en realidad un libro de horas. Supuso que el padre Gaspar lo habría revisado concienzudamente antes de volver a dejarlo allí, si es que verdaderamente había sido de fray Nicolás; pues no había nombre ni firma alguna en el interior del libro. Pasó las páginas. No se había doblado ninguna, no había señales de ninguna especie ni se había introducido ningún papel en ninguna parte. Tomó la lista de comidas que se habían servido en el refectorio durante la semana anterior: la cena del sábado correspondía exactamente con lo que Peláez había detectado en el estómago del muerto, aunque aquel menú, pulcramente mecanografiado, no mencionaba el vino para nada. Sin embargo, el padre Gaspar había admitido que a fray Nicolás le gustaba su Valdepeñas; aunque, consideró Bernal, más que admitirlo se había ofrecido a dar un informe tajante acerca de su alcoholismo, sin duda para favorecer la imagen de un sujeto medio borracho que por accidente se había caído al río en la oscuridad de la noche.

Los inspectores Miranda y Lista interrumpieron sus meditaciones en aquel instante.

– Nada, jefe -dijo Miranda-, o prácticamente nada, aunque el propietario de un pequeño bar reconoció la foto y dijo que era de fray Nicolás, uno de los monjes de la Casa Apostólica, que a veces se escapaba para echarse un trago después de Completas, si bien hace semanas que no le ha visto. El camarero se había fijado en su costumbre de coger terrones de azúcar del mostrador y metérselos en el bolsillo del hábito. No hemos localizado ningún otro bar donde se le conociera.

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