David Serafín - Golpe de Reyes
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Varga y su ayudante se dirigieron a la furgoneta para coger el muñeco, al que habían vestido con ropa interior blanca y calcetines parecidos a los encontrados en el cadáver. Una vez que lo arrojaron del otro lado de la esclusa, los tres siguieron avanzando por la vereda que corría a lo largo de la ribera septentrional de aquella acequia artificial que llevaba a la Cascada de las Castañuelas. No tardaron en ver que el muñeco era demasiado grande para rebasar el primer salto de la cascada, de modo que lo recogieron.
– ¿No aumenta el peso a medida que se empapa de agua? -preguntó Bernal a Varga.
– He hecho lo posible por compensar ese efecto con cargas de plomo sustitutivas.
– Vamos a arrojarlo desde el embarcadero -dijo Bernal- y veamos hasta dónde lo lleva la corriente por el río.
Una vez más se pusieron a seguir al muñeco (que por cierto se bamboleaba con más de la mitad del cuerpo sumergido) por el camino de sirga que discurría por la ribera meridional del Tajo. Cuando el muñeco alcanzó el tramo de mayor corriente se vieron en la necesidad de acelerar el paso y observaron que aquél se acercaba a la ribera norte al alcanzar el primero de los meandros, si bien no tardó en arrastrarlo la resaca hacia el tramo recto. Al llegar al segundo meandro, el muñeco estuvo a punto de detenerse y los tres hombres pensaron que probablemente encallaría en la orilla meridional; pero volvió a ganar velocidad y se precipitó por el último tramo recto que había antes del puente verde. Bernal gritó a Varga que el muñeco iba a rebasar el punto en que se había encontrado el cadáver y le instó a que tuviera el bichero preparado.
– Dejémoslo que siga un poco más, jefe; ya lo recogeré desde el puente.
Cuando ya se temía que iba a írsele de las manos, el maniquí, que había llegado a la confluencia de los dos cursos de agua, se detuvo y, al cabo de un rato, un remolino comenzó a empujarlo contra corriente, en dirección a la rama colgante, en que acabó por engancharse.
– ¡Esto es lo que se llama suerte! -exclamó Bernal-. ¡Muy bueno, Varga, muy bueno! Tomad unas cuantas fotografías.
Una vez hechas éstas y recuperado el muñeco, Bernal dijo al técnico que iba a entrevistarse con el padre Gaspar y que se reuniría con él para comer en el hotel Pastor, si quería esperarle.
– Mejor me vuelvo al laboratorio, jefe, en cuanto haya devuelto las barcas al cobertizo de palacio.
Cuando el coche oficial llegó a las puertas de la Casa Apostólica, el mismo monje entrado en años acudió a la llamada.
– Bienvenido, comisario; el padre Gaspar acaba de dar comienzo a la misa de difuntos por el alma del capitán Lebrija.
– Caramba, había olvidado que era hoy. Me gustaría asistir, si no es inconveniencia. Quizá después quiera concederme el prior unos minutos.
– Desde luego que sí. Nos preocupa mucho lo que pueda haberle ocurrido al hermano Nicolás.
– ¿Le vio usted salir el sábado por la noche? Lo pregunto porque me parece que es usted el portero.
– Ésa es una de mis obligaciones, comisario. No, yo no le vi marchar, lo que ya es extraño, porque se había dispuesto que dos hermanos le acompañarían a la parada del autobús. Yo fui con él a comprar el billete el mismo sábado -el viejo monje se mostraba mucho más cordial que durante su visita anterior, percibió Bernal, y en aquel momento le hizo partícipe de una importante confidencia-. Tal vez le sea útil saber, comisario, que el hermano Nicolás había sido confinado en su celda durante diez días por orden del padre Gaspar -la voz disminuyó de volumen hasta convertirse casi en susurro, aunque audible-. Es que fray Nicolás bebía, ¿sabe usted? El padre Gaspar nos hacía registrar su celda todos los días para asegurarse de que no tenía alcohol escondido, ni dinero para comprarlo.
– Pero ¿seguía comiendo con los demás en el refectorio?
– Sí, sí, el padre Gaspar le dejaba tomar vino con la comida, pero nada de licores fuertes.
– ¿Se creó algún tipo de situación anómala -preguntó Bernal- con el hermano Nicolás encerrado en su celda?
– Encerrado, no, por Dios, comisario -dijo el fraile con leve tono de reproche-, simplemente se le vigilaba con discreción. Aunque después de su enfrentamiento con el padre Gaspar, se nos ordenó que no le perdiéramos de vista. El sábado por la noche se aprovechó de que habíamos ido a completas. ¡Hacernos una cosa así! -el viejo monje cabeceó-. Pero era un hombre muy piadoso, de lo más piadoso. Me pidió incluso que le echase al correo un misal que quería mandar a su hermana, para que le ayudara en sus oraciones, pero yo no se lo mencioné al padre Gaspar.
Bernal recordaba de casos anteriores que las casas religiosas solían ser incubadoras de frecuentes comadreos, de modo que estimuló al anciano monje a que le contara más cosas.
– ¿Sabe usted en qué consistió ese enfrentamiento?
– Bueno, yo no lo sé con exactitud -dijo el monje, que echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no había nadie-. Creo que fue a propósito de no sé qué documentos que faltaron temporalmente del aposento del prior. Hace una quincena vinieron seis oficiales de artillería de la academia, después de terminado el oficio nocturno, hora por cierto anormalmente tardía para hacer una visita, y se encerraron con el padre Gaspar durante más de dos horas. Bueno, pues el caso es que yo vi que el hermano Nicolás rondaba la puerta de las habitaciones del padre prior, que da al claustro; es un hombre muy curioso, en el buen sentido, pero ignoro si oyó algo -el viejo monje contuvo los humores nasales con una brusca aspiración-. Por lo menos no me dijo nada después. Pero al día siguiente, después de tercia, el padre Gaspar lo llamó y tuvieron un serio altercado. Yo no pude oír mucho, pero el prior daba gritos sobre no sé qué papeles que habían desaparecido, y el hermano Nicolás pareció calmarle al final alegando que estarían perdidos en alguna parte de la mesa del padre.
– ¿Y fue tras este incidente cuando el hermano Nicolás quedó confinado en su celda?
– En efecto, pero fue por su propio bien, en esto todos estuvimos de acuerdo. Había cogido la costumbre de escaparse al bar del pueblo después de vísperas y allí empinaba el codo y volvía en un estado lamentable; el padre Gaspar lo descubrió y le prohibió la tenencia de dinero. El hermano Nicolás se puso entonces a pedírnoslo a nosotros. Era muy doloroso verle esclavo del vicio -se santiguó en este punto y dijo que deberían ir ya a la iglesia si no querían perderse la misa de difuntos.
Aprovechando que el monje no le oía, Bernal dijo a su chófer que estacionara el vehículo en la parte trasera de la casa, si podía, y que tomara nota de las matrículas de los coches aparcados allí.
La iglesia del convento parecía más poblada que en la ocasión precedente y Bernal advirtió que el coronel que dirigía la academia de Ocaña, junto con buen número de oficiales y cadetes, estaba situado a la izquierda del crucero, tanto él como sus acompañantes ataviados con uniforme de gala, mientras que a la derecha se encontraban los miembros de la familia Lebrija, la mayor parte de luto. Supuso que las tres damas cubiertas con velo eran la marquesa de la Estrella y sus dos hijas, en tanto que el hombre alto y bastante corpulento que había junto a ellas debía de ser el marqués. La orden tenía en mucho sin duda a la familia Lebrija, ya que permitía a las señoras el acceso a la iglesia, pensó.
Bernal observó que el altar estaba ornado de negro y que el padre Gaspar, el diácono y el subdiácono vestían asimismo indumentos negros. No se quemó incienso para el introito y, como era costumbre en las misas de difuntos, no había monaguillos portadores de cirios. El celebrante había llegado ya al Gradual: «Requiem aeternam dona ei», y Bernal escuchó con interés las últimas palabras del mismo: «In memoria aeterna erit justus; ab auditione mala non timebit» («Eterna será la memoria del justo y no temerá oír malas nuevas»), que le recordaron lo desconcertantes que le habían parecido aquellas mismas palabras, oídas en funerales y misas de aniversario por el alma de su madre, de varios parientes y de algunos colegas: pues, ¿qué nuevas, buenas o malas, podía oír una persona muerta? Se le había metido entre ceja y ceja que era aquel un problema exclusivo de los vivos, hasta que la tentación de saber le llevó un día a consultar con el padre Anselmo, el confesor de su mujer; y según las explicaciones de éste, dichas palabras procedían del Salmo 111, versículo 7, y que en el contexto original se referían a la persona viva: «Por malas noticias no habrá de temer; / firme corazón tiene, en Yaveh confiado.»
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