– Sí. Por supuesto. Primero cojamos algo de beber. ¿Qué quieres?
– Tomaré una cerveza alemana -dijo con una sonrisa-. Y un café.
– ¿Weissbier o Helles? ¿O prefieres una Radler, una clara, o tal vez un Russn?
– Quiero una cerveza grande y fría.
– ¿Una Mass?
– ¿Mass?
Kullen señaló a dos hombres sentados a una mesa que bebían unas jarras del tamaño de chimeneas.
– ¿Algo un poco más pequeño?
– ¿Media Mass?
– Perfecto. ¿Tú qué vas a tomar? Iré yo.
– No, cuando tú estás en Alemania, ¡yo invito! -dijo Kullen con firmeza.
Aquel lugar era muy atractivo, pensó Grace. Farolas elegantes flanqueaban la orilla del lago; los edificios que albergaban el bar y la zona de comida eran de color verde oscuro y blanco, y estaban recién pintados; sobre un pedestal de mármol había una escultura de bronce singular de un hombre calvo desnudo, con los brazos cruzados y un pene minúsculo; pilas ordenadas de cajas de plástico y cubos de basura verdes para envases y desperdicios, y jarras de cerveza y carteles educados en alemán e inglés.
Una cajera estaba sentada debajo de una cubierta de madera, cobrando a una cola larga. Camareros y camareras con pantalones rojos y camisas amarillas recogían los restos de las mesas a medida que la gente se marchaba. Grace dejó al policía alemán haciendo cola en la barra y se alejó un poco, examinando detenidamente el mapa, intentando concretar a cuál del centenar de mesas de ocho personas podría haberse sentado Sandy.
Debía de haber varios cientos de personas sentadas a las mesas, calculó, unas quinientas por lo menos, y casi todas sin excepción tenían una jarra de cerveza delante de ellas. Percibía el olor en el aire, junto con las bocanadas de humo de cigarrillos y puros, y los aromas tentadores de patatas fritas y carne a la parrilla.
En verano, Sandy bebía una cerveza fría de vez en cuando y, a menudo, cuando lo hacía, bromeaba con que se debía a su herencia alemana. Ahora, Grace comenzaba a comprenderlo. También empezaba a sentirse muy extraño. Se preguntó si era el cansancio o la sed o sólo la enormidad de estar aquí. Tenía la sensación ridícula de que estaba metiéndose en el territorio de Sandy, que en realidad nadie quería que estuviera aquí.
Y, de repente, se descubrió mirando fijamente una cara seria y ceremoniosa que parecía estar de acuerdo con él, estar reprendiéndole. Era un busto de piedra gris de un hombre con barba que le recordó a una de esas estatuas de filósofos de la Antigüedad que se ven a menudo en tiendas de viejo y mercadillos en maleteros de coches. Aún estaba en las primeras etapas de sus estudios, pero sin duda este hombre se asemejaba a uno de ellos.
Entonces se fijó en el nombre, PAULANER, grabado con importancia en el pilar, justo cuando Kullen se acercó a él, llevando una bandeja con dos cervezas y dos cafés.
– De acuerdo, ¿has decidido dónde quieres sentarte?
– Este tipo, Paulaner, ¿era un filósofo alemán?
Kullen sonrió.
– ¿Un filósofo? Creo que no. Paulaner es el nombre de la fábrica de cerveza más importante de Munich.
– Ah -dijo Grace, y se sintió muy idiota-. Vale.
Kullen señaló una mesa al borde del agua, donde un grupo de jóvenes se levantaba, recogía sus mochilas y dejaba libres unos asientos.
– ¿Te apetece sentarte allí?
– Perfecto.
Mientras caminaban hacia el lugar, Grace escudriñó los rostros mesa tras mesa. Estaban atestadas de hombres y mujeres de todas las edades, desde adolescentes a ancianos, todos vestidos de manera informal, la mayoría con camisetas, camisas anchas o con el torso desnudo, con pantalones cortos o vaqueros, y casi todo el mundo con gafas de sol, gorras de béisbol y sombreros flexibles y de paja. Bebían jarras de cerveza Mass o media-Mass, comían platos de salchichas y patatas fritas, o costillas o trozos de queso del tamaño de pelotas de tenis, o algo que parecían albóndigas con sauerkraut.
¿Era éste el lugar donde Sandy había estado hacía unos días aquella misma semana? ¿El lugar adonde venía regularmente, pasando por delante del pedestal con la estatua de bronce desnuda y el busto con barba en la fuente que anunciaba Paulaner, para sentarse a beber cerveza y mirar el lago?
¿Y con quién?
¿Un hombre nuevo? ¿Amigos nuevos?
Y, si estaba viva, ¿qué ocurría en su mente? ¿Qué pensaba del pasado, de él, de su vida en común, de todos los sueños y promesas y momentos que habían compartido?
Sacó el mapa de Dick Pope y volvió a mirar el círculo borroso, para orientarse.
– ¡Pa’ dentro!
Kullen, que ahora llevaba puestas unas gafas de aviador, había levantado su jarra. Grace alzó la suya.
– Skol!
Negando con la cabeza amablemente, el alemán dijo:
– No, nosotros decimos: «Prost!».
– Prost! -replicó Grace, y chocaron las jarras.
– Por que tengamos éxito -dijo Kullen-. ¿O quizá no sea lo que quieres, creo?
Grace soltó una carcajada breve y amarga, preguntándose si el alemán tenía idea de lo cierto que era eso. Y casi como si esperara el momento justo, su móvil pitó dos veces.
Era un mensaje de Cleo.
El agente en período de prueba David Curtis y el sargento Bill Norris se bajaron del coche patrulla un poco más arriba de la dirección que les habían indicado. Newman Villas era una calle residencial arquetípica de Hove con casas adosadas de estilo Victoriano. En su día, fueron viviendas señoriales, con cuartos arriba para los criados, pero ahora estaban divididas en unidades más pequeñas. Una serie de tablones de agencias inmobiliarias ocupaban la calle, la mayoría anunciando pisos y habitaciones para alquilar.
La puerta del número 17 parecía no haber visto una capa de pintura en un par de décadas, y la mayoría de los nombres en el portero electrónico estaban escritos a mano y borrosos. «S. Harrington» parecía razonablemente nuevo.
Bill Norris pulsó el botón.
– ¿Sabes? -dijo-. Solíamos ser sólo cuatro en las operaciones de vigilancia. Hoy puede haber hasta veinte agentes. Una vez me metí en un lío. Había una prostituta que era clienta de una tienda de ultramarinos que vigilábamos. Anoté en el registro: «Buen culo y buenas tetas». No sentó bien. Me echaron una buena bronca, sí, ¡el inspector de la comisaría!
Volvió a tocar el timbre.
Esperaron en silencio unos momentos. Cuando tampoco obtuvieron respuesta, Norris pulsó todos los demás botones, uno tras otro.
– Momento de fastidiarle a alguien el descanso dominical. -Miró el reloj-. ¿Tal vez esté en misa? -Se rió entre dientes.
– ¿Sí? -chisporroteó de repente una voz cansada.
– Piso 4. He perdido la llave. ¿Me abre, por favor? -suplicó Norris.
Al cabo de un momento se oyó un ruido áspero, luego el clic de la cerradura.
El sargento abrió la puerta empujándola, se volvió hacia su joven compañero y dijo en voz baja:
– Nunca digas que eres policía. O no te abrirán. -Se tocó la nariz con complicidad-. Ya lo irás viendo.
Curtis lo miró, preguntándose durante cuántas patrullas más tendría que soportar este suplicio. Y por encima de todo esperaba que si alguna vez él comenzaba a parecerse a este triste imbécil alguien le cortara el rollo.
Recorrieron un pasillo corto que olía a moho y pasaron por delante de dos bicicletas y una estantería llena de correo, principalmente folletos de pizzas y comida china para llevar. En el rellano del primer piso, escucharon el sonido de disparos, seguidos de una voz estentórea que gritaba: «¡Alto!». Provenía de detrás de una puerta con el número 2.
Continuaron subiendo, pasaron por delante de la puerta del segundo piso marcada con el número 3. La escalera se estrechaba y arriba del todo llegaron a una puerta con el número 4.
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