Peter James - Casi Muerto

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Primera hora de la mañana. La llamada a casa del comisario Roy Grace para informar sobre el hallazgo del cadáver de una mujer en un macabro escenario desata en el sofocante agosto de Brighton un despliegue policial que se irá viendo incrementado con la aparición de más víctimas. Con la ayuda del sargento Glenn Branson y del resto de su equipo, Grace deberá hacer frente al torbellino de pesquisas e interrogatorios agotadores, atormentado por la sombra de su esposa desaparecida, Sandy, que al parecer ha sido vista en Munich tras nueve años de ausencia.
El lujo, la belleza y el dinero que decorara el mundo de las víctimas se van desdibujando progresivamente en medio de la sangre y la sospecha. Azuzada por la falta de noticias en verano, la prensa clava sus fauces en el caso y Roy Grace se convierte en el punto de mira de una ciudad plagada de turistas. Ante la presión de los medios de comunicación y el creciente nerviosismo de los ciudadanos, la policía investiga a contrarreloj los macabros asesinatos cuyas pistas van cercando casi sin respiro a un único sospechoso. Pero ¿cómo puede un hombre matar a su víctima y encontrarse al mismo tiempo a noventa kilómetros de distancia?

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Después les dio las gracias por volar con British Airways y les deseó que pasaran un día agradable en Munich. Para Grace, hasta estos últimos días, la ciudad alemana sólo era un nombre en el mapa. Un nombre en los titulares de los periódicos en los recovecos más profundos de su mente. Un nombre en los documentales de televisión. Un nombre donde todavía vivían los parientes lejanos de Sandy, a quienes no había conocido nunca, en un pasado del que había estado desconectada.

El Munich donde Adolf Hifler tuvo su hogar y fue detenido de joven por intento de golpe de Estado. El Munich donde, en 1958, medio equipo del Manchester United murió en un accidente de avión en una pista cubierta de nieve. El Munich donde, en 1972, unos terroristas árabes inmortalizaron tristemente los Juegos Olímpicos al masacrar a once atletas israelíes.

El avión golpeó el suelo y, unos momentos después, notó que el cinturón se le clavaba en el estómago mientras frenaba, los motores rugiendo por el empuje negativo. Luego se estabilizó y adquirió una velocidad suave de rodaje. Pasaron por delante de una manga de viento, el casco de un avión viejo, oxidado y con el tren de aterrizaje hundido. Por el altavoz se anunció un mensaje para los pasajeros que iban a conectar con otros vuelos. Y Roy Grace tuvo la sensación de que todos y cada uno de los nervios que revoloteaban en su estómago intentaba subir a su garganta.

El hombre sentado a su lado, en quien apenas se había fijado, encendió su teléfono. Grace sacó el suyo de la chaqueta de lino color crema y también lo conectó, mirando a la pantalla, con la esperanza de tener un mensaje de Cleo. A su alrededor oyó los pitidos de las señales de los SMS. De repente, su móvil también pitó. El corazón le dio un brinco. Luego se le cayó el alma a los pies. Sólo era un mensaje de bienvenida de una compañía telefónica alemana.

Durante la noche de inquietud, se había despertado varias veces y se había preocupado por cómo vestirse. Era ridículo, lo sabía, porque en su fuero interno no creía que hoy viera a Sandy, aunque estuviera allí realmente, en algún lugar. Pero aun así quería estar lo mejor posible, por si acaso… Quería estar -y oler- como ella seguramente le recordaría. Había una colonia de Bulgari que Sandy solía comprarle y todavía tenía el frasco. Se la había rociado por la mañana, por todo el cuerpo. Luego se puso una camiseta blanca debajo de la chaqueta color crema. Unos vaqueros ligeros, porque había consultado la temperatura en Munich, que era de 28 °C. Y unas deportivas cómodas, porque imaginó que caminaría mucho.

Aun así, le sorprendió el calor empalagoso, pegajoso, impregnado de queroseno que le envolvió mientras bajaba la escalera del avión y cruzaba el asfalto hasta la jardinera. Unos momentos después, sin equipaje, cuando pasaban unos minutos de las diez y cuarto, hora local, avanzó por la comodidad de la sala de aduanas silenciosa y con aire acondicionado hasta el vestíbulo de llegadas; al instante vio la figura alta y sonriente de Marcel Kullen.

El inspector alemán tenía el pelo negro ondulado y corto, con algunos mechones que caían sobre su frente, una sonrisa amplia en su rostro jovial, y vestía ropa de sport de domingo: una chaqueta marrón ligera sobre un polo amarillo, vaqueros anchos y mocasines de piel marrón. Estrechó con firmeza la mano tendida de Grace con las dos manos y dijo, con su acento gutural:

– Roy, casi no te he reconocido. ¡Qué joven estás!

– ¡Tú también!

A Grace le emocionó mucho la calidez del saludo, de un hombre que en realidad no había llegado a conocer tan bien. De hecho, estaba tan abrumado por la emoción de la ocasión que se descubrió, de repente y de un modo muy inusitado, al borde de las lágrimas.

Intercambiaron cumplidos mientras atravesaban el edificio casi vacío, cruzando el suelo de baldosas blancas y negras. Kullen hablaba bien inglés, pero a Grace le estaba costando acostumbrarse a su acento. Caminaban detrás de una figura solitaria que tiraba de una bolsa de viaje con ruedecitas, pasaron por delante del toldo rayado de una tienda de regalos y volvieron a salir al calor empalagoso, por delante de una larga hilera de taxis color crema, la mayoría Mercedes. En el breve paseo hasta el aparcamiento, Grace comparó la calma casi suburbana de este aeropuerto con el bullicio de Heathrow y Gatwick. Parecía una ciudad fantasma.

El alemán acababa de ser padre por tercera vez, de un niño, y si hoy tenían tiempo, esperaba poder llevar a Grace a su casa para que conociera a su familia, le informó Kullen con una sonrisa amplia. Grace, sentado en el asiento del copiloto de piel agrietada del BMW Serie 5 antiguo pero brillante del hombre, le dijo que sería un placer. Pero en el fondo no albergaba ningún deseo de hacerlo. No había ido allí a socializar, quería emplear cada minuto de su precioso tiempo en encontrar un rastro de Sandy.

Una grata ráfaga de aire fresco procedente del aire acondicionado asmático acarició su cara mientras se alejaban del aeropuerto, atravesando el paisaje rural que había escudriñado desde el avión. Grace miró por las ventanillas, abrumado por la gran inmensidad de todo. Y se percató de que no había estudiado detenidamente la situación. ¿Qué diablos esperaba conseguir en un solo día?

Las señales de tráfico pasaban a toda velocidad, azules con letras blancas. Una mostraba el nombre del aeropuerto Franz Josef Strauss, que acababan de abandonar, luego en otra leyó la palabra «München». Kullen siguió charlando, mencionando los nombres de los agentes con quienes había trabajado en Sussex.

Casi mecánicamente, Grace le ofreció una crónica sobre cada uno de ellos, lo mejor que pudo, su mente dividida entre pensar en el asesinato de Katie Bishop, preocuparse por su relación con Cleo e intentar concentrarse en la tarea que le aguardaba hoy. Durante algunos momentos, siguió con la mirada un S-Bahn rojo y plateado que circulaba en paralelo con ellos.

De repente, la voz de Kullen se volvió más animada. Grace escuchó la palabra «fútbol». A su derecha vio el nuevo estadio blanco y enorme, con la forma de un neumático, y las palabras «ALLIANZ ARENA» con grandes letras azules. Luego, detrás, en lo alto de lo que parecía un montículo artificial, había un solitario poste eólico blanco con una hélice.

– Te enseñaré un poco la ciudad, para que te hagas una idea de cómo es Munich, luego iremos a la oficina y luego ¿al Englischer Garten? -dijo Kullen.

– Buen plan.

– ¿Has hecho una lista?

– Sí.

El teniente había sugerido a Grace que antes de su viaje anotara todos los intereses de Sandy y luego irían a lugares que pudiera haber visitado para disfrutar de ellos. Grace miró su libreta. La lista era larga. Libros. Jazz. Simply Red. Rod Stewart. Bailar. Comer. Antigüedades. Jardinería. Cine, en concreto películas de Brad Pitt, Bruce Willis, Jack Nicholson, Woody Allen y Pierce…

De repente, su móvil sonó. Lo sacó del bolsillo y miró la pantalla, con la esperanza de ver uno de los números de Cleo.

Pero el número estaba oculto.

Capítulo 55

A las diez y cuarto de la mañana del domingo, David Curtis, un joven agente de policía en período de prueba, y que llevaba dos días en Brighton, hacía un rato que había comenzado el turno. Era un chico alto de diecinueve arios, serio y con el pelo castaño oscuro, corto y cuidado, pero con un toque moderno. Iba sentado en el asiento del copiloto de un coche patrulla Vauxhall, que olía a patatas fritas de la noche anterior, y que conducía el más aburrido de todos los policías de la comisaría de John Street.

El sargento Bill Norris, un hombre de unos cincuenta y pocos años, con la cara chata y el pelo rizado, había estado en todas partes, lo había visto y hecho todo, pero nunca lo suficientemente bien como para que lo ascendieran a un rango superior. Ahora, a pocos meses de jubilarse, le gustaba enseñarle a este joven cómo funcionaba todo. O más exactamente, le gustaba tener una audiencia atenta para todas las batallitas que nadie más quería volver a escuchar.

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