Peter James - Casi Muerto

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Primera hora de la mañana. La llamada a casa del comisario Roy Grace para informar sobre el hallazgo del cadáver de una mujer en un macabro escenario desata en el sofocante agosto de Brighton un despliegue policial que se irá viendo incrementado con la aparición de más víctimas. Con la ayuda del sargento Glenn Branson y del resto de su equipo, Grace deberá hacer frente al torbellino de pesquisas e interrogatorios agotadores, atormentado por la sombra de su esposa desaparecida, Sandy, que al parecer ha sido vista en Munich tras nueve años de ausencia.
El lujo, la belleza y el dinero que decorara el mundo de las víctimas se van desdibujando progresivamente en medio de la sangre y la sospecha. Azuzada por la falta de noticias en verano, la prensa clava sus fauces en el caso y Roy Grace se convierte en el punto de mira de una ciudad plagada de turistas. Ante la presión de los medios de comunicación y el creciente nerviosismo de los ciudadanos, la policía investiga a contrarreloj los macabros asesinatos cuyas pistas van cercando casi sin respiro a un único sospechoso. Pero ¿cómo puede un hombre matar a su víctima y encontrarse al mismo tiempo a noventa kilómetros de distancia?

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Se levantó. En el contestador tenía un mensaje de su hermana Charlie, que había llamado sobre las diez. Sabía exactamente qué le diría. Tendría que escuchar cómo le relataba con pelos y señales que su novio la había dejado. ¿Quizá podría convencerla para que se vieran en algún lugar al sol, en un parque o abajo en el paseo marítimo, para almorzar tarde cuando saliera del depósito? Marcó el número y, por suerte, Charlie accedió de buena gana y sugirió un lugar que conocía debajo de los Arches.

Treinta minutos más tarde, después de avanzar lentamente en el tráfico denso que se dirigía a las playas, cruzó las verjas del depósito, aliviada al ver que la entrada lateral cubierta, donde se entregaban y descargaban los cuerpos lejos de la mirada del público, estaba vacía. El empleado de la funeraria aún no había llegado.

Había bajado la capota y se animó, un poquito, al pensar en algo que Roy Grace le había dicho hacía unas semanas, mientras se dirigían a un pub en el campo: «¿Sabes? En una tarde cálida, con la capota bajada, como ahora, y contigo a mi lado, ¡resulta bastante difícil pensar que el mundo va mal!».

Aparcó el MG azul en su lugar habitual, delante de la puerta principal del edificio del depósito, con sus paredes de revestimiento rugoso gris, y luego abrió el bolso para sacar el teléfono y avisar a su hermana de que iba a llegar tarde. Pero no llevaba el móvil.

– ¡Joder! -dijo en voz alta.

¿Cómo diablos se lo había olvidado? Nunca, nunca, nunca salía de casa sin él. Su Nokia estaba unido a ella por un cordón umbilical invisible.

«Roy Grace, ¿qué diablos le estás haciendo a mi cabeza?»

Puso la capota, aunque sólo tenía intención de estar dentro unos minutos, y cerró el coche. Luego, de pie debajo de la cámara de seguridad exterior, introdujo la llave en la cerradura de la entrada de personal y la giró.

Uno de los vehículos de la hilera compacta de tráfico que se deslizaba por la rotonda de Lewes Road, al otro lado de la verja del depósito, era un Toyota Prius negro. A diferencia de la mayoría de los coches restantes, en lugar de continuar bajando hacia el paseo marítimo, giró a la izquierda, entró en la calle siguiente paralela al depósito y luego subió lentamente por la colina empinada, flanqueada de casas adosadas pequeñas a ambos lados, buscando un sitio donde aparcar. El Multimillonario de Tiempo sonrió. Había un espacio justo delante de él, justo del tamaño adecuado. Le estaba esperando.

Luego, se volvió a chupar la mano. El dolor estaba intensificándose; le embotaba la cabeza. Tampoco tenía buena pinta. Se le había hinchado más durante la noche.

– ¡Estúpida de mierda! -se quejó, en un ataque repentino de ira.

Aunque Cleo llevaba ocho años trabajando en depósitos de cadáveres, todavía no era inmune a los olores. El hedor que la golpeó hoy, al abrir la puerta, casi la tiró de espaldas, literalmente. Como todo los empleados, se había habituado a respirar por la boca, pero la peste a carne putrefacta -agria, cáustica, fétida-era penetrante y empalagosa, como impregnada de átomos extra que la envolvían como una niebla invisible, arremolinándose a su alrededor, filtrándose en cada poro de su piel.

Tan deprisa como pudo, aguantando la respiración y olvidándose de la llamada que iba a hacer, pasó corriendo por delante de su despacho y entró en el pequeño vestíbulo. Cogió unos pantalones verdes limpios de un gancho, metió los pies en sus botas de agua blancas, sacó un par de guantes de látex del paquete e introdujo las manos sudorosas en ellos. Luego se puso una mascarilla; no es que fuera a reducir demasiado el olor, pero algo ayudaría.

Giró a la derecha y recorrió el pasillo corto de baldosas grises hasta la sala de recepción, contigua a la sala de autopsias principal, y encendió las luces. Habían registrado a la mujer muerta como «Desconocida», el nombre que daban a todas las mujeres sin identificar que llegaban al lugar. Cleo siempre sentía que era algo muy triste, estar muerto y sin identificar.

Yacía sobre una mesa de acero inoxidable, junto a otras tres aparcadas una al lado de la otra. El brazo desprendido descansaba entre sus piernas y el cabello le colgaba hacia atrás, totalmente lacio, con un filamento minúsculo de alga verde enredado en él. Cleo caminó hacia ella, agitando la mano con fuerza, para apartar una docena de moscardas que revoloteaban por la sala. Tras el hedor a putrefacción, también percibía otro olor fuerte. La sal. El aroma penetrante del mar. Y, de repente, mientras arrancaba la hebra de alga del pelo de la mujer, ya no estaba segura de querer encontrarse con su hermana en la playa.

Entonces sonó el timbre de la puerta de atrás. Habían llegado los empleados de la funeraria. Miró la imagen de la cámara de seguridad antes de abrir las puertas traseras de la zona de descarga y ayudar a dos jóvenes vestidos con ropa informal a cargar los cadáveres, dentro de sus bolsas de plástico, en la parte de atrás de la discreta furgoneta marrón. Luego se marcharon. Cleo cerró las puertas con cuidado y regresó a la sala de recepción.

Del armario de la esquina, sacó una bolsa de plástico blanca para cadáveres y volvió con el cuerpo. Odiaba ocuparse de muertos que aparecían flotando en el mar. Tras unas semanas sumergidos, su piel adquiría un color fantasmal, blanco como la grasa, y la textura parecía cambiar, asemejándose a la carne de cerdo ligeramente escamosa. El término era «adipocira». El primer técnico del depósito de cadáveres con el que Cleo trabajó, a quien le encantaba todo lo macabro, le había explicado con un brillo en los ojos que también se conocía como «cera cadavérica».

Los labios de la mujer, sus ojos, sus dedos, parte de sus mejillas, sus pechos, su vagina y los dedos de sus pies estaban roídos, comidos por pequeños peces o cangrejos. Sus pechos gravemente mordisqueados caían, arrugados, a derecha e izquierda, sin la mayor parte del tejido interior, que había desaparecido junto con los últimos vestigios de dignidad de la pobre criatura.

«¿Quién eres?», se preguntó mientras abría la bolsa, extendiéndola debajo de ella, levantándola un poco, pero con sumo cuidado por si la piel se desgarraba.

Cuando la habían examinado anoche, junto a dos policías uniformados, un inspector y un cirujano de la policía, y Ronnie Pearson, el agente del juzgado de instrucción, no habían hallado ninguna señal obvia que indicara que se trataba de un asesinato. El cuerpo no presentaba marcas, excepto los rasguños propios de haber sido arrastrado por las olas contra los guijarros, aunque se encontraba en un estado de descomposición bastante avanzado y era posible que se hubieran perdido pruebas. Se había notificado al juez y ellos habían sido autorizados a trasladar el cadáver al depósito para realizarle la autopsia el lunes, y proceder a su identificación, por la ficha dental, muy probablemente.

Ahora volvió a examinarla detenidamente, para comprobar si tenía la marca de alguna atadura en el cuello que pudiera habérseles pasado por alto o un agujero de bala; intentaba ver qué podía averiguar de ella. Siempre era difícil determinar la edad de alguien que había estado sumergido un tiempo en el agua. Podía tener de veinticinco a cuarenta y tantos, calculó.

Podía haberse ahogado mientras nadaba o haberse caído de un barco. Quizá fuera una suicida. O incluso, como sucedía a veces, un entierro en el mar que no se había llevado a cabo correctamente y había subido a la superficie, aunque solían ser hombres y no mujeres los fallecidos enterrados en el mar. O podía ser una de las miles de personas que se evaporaban todos los años. Una desaparecida.

Con cuidado, levantó el brazo despegado y lo colocó sobre la mesa de acero inoxidable vacía que había junto al cadáver. Luego, con mucha delicadeza, comenzó el proceso de darle la vuelta para comprobar su espalda. Mientras lo hacía, oyó un clic apenas perceptible procedente de dentro del edificio.

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