Peter James - Casi Muerto

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Primera hora de la mañana. La llamada a casa del comisario Roy Grace para informar sobre el hallazgo del cadáver de una mujer en un macabro escenario desata en el sofocante agosto de Brighton un despliegue policial que se irá viendo incrementado con la aparición de más víctimas. Con la ayuda del sargento Glenn Branson y del resto de su equipo, Grace deberá hacer frente al torbellino de pesquisas e interrogatorios agotadores, atormentado por la sombra de su esposa desaparecida, Sandy, que al parecer ha sido vista en Munich tras nueve años de ausencia.
El lujo, la belleza y el dinero que decorara el mundo de las víctimas se van desdibujando progresivamente en medio de la sangre y la sospecha. Azuzada por la falta de noticias en verano, la prensa clava sus fauces en el caso y Roy Grace se convierte en el punto de mira de una ciudad plagada de turistas. Ante la presión de los medios de comunicación y el creciente nerviosismo de los ciudadanos, la policía investiga a contrarreloj los macabros asesinatos cuyas pistas van cercando casi sin respiro a un único sospechoso. Pero ¿cómo puede un hombre matar a su víctima y encontrarse al mismo tiempo a noventa kilómetros de distancia?

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Mientras el grupo regresaba a sus obligaciones, Kullen cogió su cerveza y tendió la jarra hacia Grace, mirándole fijamente.

– Si tu mujer está en Munich, la encontraré, Roy. ¿Qué es lo que decís en Inglaterra? ¿Cueste lo que… cueste?

– Casi. -Grace levantó su jarra y tocó la del alemán-. Muchas gracias.

– Yo también he hecho una lista para ti. -Saco una libreta pequeña de su bolsillo interior-. Si está aquí, quizás hay cosas que echaría de menos de Inglaterra, ¿no?

– ¿Por ejemplo?

– ¿Alguna comida? ¿Echaría de menos algo de comer?

Grace pensó un momento. Era una buena pregunta.

– ¡Marmite! -dijo, al cabo de unos instantes-. Le encantaba. Solía untarlo todos los días en las tostadas para desayunar.

– De acuerdo. Marmite. Hay una tienda en Viktualienmarkt que vende comida inglesa para vuestros expatriados. Me pasaré. ¿Tenía algún problema médico? ¿Alguna alergia, quizá?

Grace pensó detenidamente.

– No era alérgica a nada, pero tenía problemas con las comidas pesadas. Era genético. Sufría unas indigestiones terribles si hacía comidas pesadas. Tomaba un medicamento.

– ¿Tienes el nombre?

– Era algo como Chlomotil. Puedo comprobarlo en el botiquín de casa.

– Puedo hacer una búsqueda de clínicas en Munich. Ver si alguien con su descripción está pidiendo este medicamento.

– Bien pensado.

– Hay muchas cosas que también deberíamos mirar. ¿Qué música le gustaba? ¿Iba al teatro? ¿Tenía películas o estrellas de cine preferidas?

Grace recitó una lista.

– ¿Y deportes? ¿Practicaba alguno?

De repente, Grace vio qué se proponía el alemán. Y lo que hacía un par de horas parecía una tarea inabarcable ahora estaba estrechándose y convirtiéndose en algo posible. Y se percató de lo nublada que había estado su cabeza. Esa vieja expresión de que los árboles no te dejaban ver el bosque era una gran verdad.

– ¡Natación! -dijo, preguntándose por qué diablos no se le había ocurrido a él.

Sandy estaba obsesionada con estar en forma. No corría ni iba al gimnasio, porque tenía una rodilla que le daba la lata. Nadar era su gran pasión. Solía ir a diario a las piscinas públicas de Brighton. Bien a la King Alfred o a la Regency, o cuando hacía más calor, bajaba al mar.

– Pues podemos controlar las piscinas de Munich.

– Buen plan.

Mirando otra vez sus notas, Kullen dijo:

– ¿Le gusta leer?

– ¿Es el Papa católico?

El alemán lo miró, perplejo.

– ¿El Papa?

– Olvídalo. Es una expresión inglesa. Sí, le encantaban los libros. En especial las novelas policíacas. Inglesas y estadounidenses. Elmore Leonard era su autor preferido.

– Hay una librería, en la esquina de Schelling Strasse, que se llama Munich Readery. El propietario es un estadounidense. Mucha gente de habla inglesa va allí. Se cambian los libros, ¿sabes? ¿Se los intercambian? ¿Es la palabra correcta?

– ¿Estará abierta hoy?

Kullen negó con la cabeza.

– Esto es Alemania. El domingo está todo cerrado. No como en Inglaterra.

– Tendría que haber elegido un día mejor.

– Mañana iré yo en tu lugar. Ahora, ¿quieres comer algo?

Grace asintió agradecido. De repente, tenía apetito.

Y, luego, mientras miraba una vez más al mar de rostros a su alrededor, vislumbró a una mujer, rubia con el pelo corto, que había estado caminando en su dirección con un grupo de personas, pero que, de repente, se había dado la vuelta y había comenzado a alejarse muy deprisa.

Con el corazón estallándole, Grace se puso de pie, empujó a un japonés que estaba sacando una foto y corrió, abriéndose paso entre un grupo que descargaba sus mochilas, centrando su mirada en ella, acortando las distancias.

Capítulo 59

Vestida sólo con una camiseta blanca arrugada, Cleo estaba sentada en su lugar preferido, sobre una alfombra en el suelo, apoyada en el sofá. Los periódicos del domingo descansaban esparcidos a su alrededor, y ella mecía una taza de café medio vacía que se enfriaba a cada minuto que pasaba. Encima de ella, Pez estaba ocupado explorando su pecera rectangular, como siempre. Nadó despacio unos momentos, como si acechara a alguna presa invisible y, luego, de repente, se lanzó hacia algo, quizás un trocito de comida, o hacia un enemigo o amante imaginario.

A pesar de que la habitación estaba en la sombra, y de que tenía todas las ventanas abiertas, el calor era tan pegajoso que resultaba desagradable. Tenía puesto Sky News en la televisión, pero el sonido estaba muy bajo y, en realidad, no prestaba atención, sólo era ruido de fondo. En la pantalla, se veía una columna de humo negro, la gente sollozaba, las imágenes temblorosas de una cámara al hombro mostraban a una mujer histérica, cadáveres, edificios inhóspitos, la bola de metal retorcida envuelta en llamas de lo que había sido un coche, un hombre cubierto de sangre a quien se llevaban en una camilla. Otro domingo más en Iraq.

Mientras tanto, su domingo también se consumía. Eran las doce y media, hacía un día magnífico y lo único que había hecho era levantarse y tumbarse aquí abajo, en esta habitación sombreada, hojeando sección tras sección de los periódicos hasta que tuvo los ojos demasiado cansados para seguir leyendo. Y tenía el cerebro demasiado cansado para pensar. La casa estaba hecha una pocilga, le hacía falta una buena limpieza, pero carecía de entusiasmo, de energía. Miró su móvil, esperando ver una respuesta al mensaje que le había mandado a Roy. «Maldito hombre», pensó. Pero en realidad, era a ella a quien maldecía.

Entonces, descolgó el teléfono y marcó el número de su mejor amiga, Millie.

Contestó una niña. Una voz titubeante, lenta, interminable de cinco años dijo:

– ¿Diga? Soy Jessica, ¿con quién hablo, por favor?

– ¿Está tu mamá? -preguntó Cleo a su ahijada.

– Mamá está bastante ocupada en estos momentos -contestó Jessica dándose importancia.

– ¿Podrías decirle que soy tu tía Kelo? -Kelo era como la llamaba Millie desde que ella recordaba. Todo había comenzado porque Millie era disléxica.

– Bueno, el tema es…, verás, tía Kelo, está en la cocina porque hoy tenemos mucha gente a comer.

Luego, al cabo de unos momentos, oyó la voz de Millie.

– ¡Eh, hola! ¿Qué pasa?

Cleo le contó lo que había pasado con Grace.

Lo que siempre le había gustado de Millie era que, por muy doloroso que pudiera ser escuchar la verdad, nunca se andaba con rodeos.

– Eres idiota, K. ¿Qué esperas que haga? ¿Qué harías tú en su lugar?

– Me mintió.

– Todos los hombres mienten. Funcionan así. Si quieres una relación a largo plazo con un hombre, tienes que comprender que será con un mentiroso. Es su naturaleza, es genético, es una maldita característica darwiniana adquirida para la supervivencia, ¿de acuerdo? Te dicen lo que quieren que oigas.

– Genial.

– Sí, bueno, es así. Las mujeres también mentimos, de un modo distinto. Yo he fingido la mayoría de los orgasmos que Robert cree que he tenido.

– No me parecen una gran base para construir una relación, las mentiras.

– No digo que todo sean mentiras. Digo que si buscas la perfección, K, acabarás sola. Los únicos tipos que no van a mentirte nunca son los que están en las neveras de tu depósito.

– ¡Mierda! -dijo Cleo de repente.

– ¿Qué?

– Nada. Acabas de recordarme que tengo que hacer algo.

– Escucha, me van a invadir de un momento a otro. ¡Robert ha invitado a un grupo de clientes a comer! ¿Puedo llamarte esta noche?

– No hay problema.

Cuando colgó, miró su reloj y se dio cuenta de que había estado tan absorta pensando en Roy que había olvidado por completo ir al depósito. Ella y Darren habían dejado sobre una mesa el cuerpo de la mujer que habían recogido anoche en la playa, porque todas las neveras estaban llenas -se había estropeado toda una hilera, y la estaban sustituyendo-. Un empleado de una funeraria local iría a buscar dos de los cadáveres al mediodía, y tenía que abrirle y, al mismo tiempo, meter a la mujer en una de las neveras desocupadas.

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