Daniel Silva - El Hombre De Viena

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A finales de la Segunda Guerra Mundial, el oficial nazi Radek estaba encargado de hacer desaparecer cualquier evidencia del Holocausto. Hoy, Radek es Vogel, vive en Viena, es el dueño de un banco de inversiones y aporta grandes cantidades de dinero a la campaña del aspirante a canciller, que es en realidad su hijo secreto. Gabriel Allon (protagonista de El Confesor), es enviado a Viena a investigar un atentado en la oficina de ayuda a víctimas de la guerra. La investigación adquiere tintes personales cuando Allon, gracias a unos dibujos del diario de su madre, reconoce en Vogel no sólo al sádico Radek sino al hombre que casi mató a su madre en el campo de concentración. Pero la ayuda que Vogel recibe tanto de la CIA como del mismo Vaticano convierte su investigación en una tarea difícil.

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Llegaron a un puente que salvaba un arroyuelo. Shamron se apoyó en el antepecho.

– Sólo una vez quise matarlo, Gabriel, cuando me dijo que no odiaba a los judíos, que en realidad admiraba a los judíos. Para demostrarme lo mucho que apreciaba a los judíos, comenzó a recitarme nuestras palabras: Shema , Yisrael , Adonai Eloheinu , Adonai Echad! No podía oír esas palabras en su boca, la misma boca que había dado las órdenes para matar a seis millones. Le tapé el rostro con la mano hasta que se calló. Comenzó a temblar ya sacudirse de tal manera que creí que le había provocado un ataque cardiaco. Me preguntó si iba a matarlo. Me suplicó que no le hiciera daño a su hijo. Ese hombre que había arrancado a los niños de los brazos de sus padres para arrojarlos a la hoguera se preocupaba por su propio hijo, como si nosotros fuéramos a actuar como él, como si nosotros asesináramos niños.

Luego se sentaron a una vieja mesa de madera en la terraza de una cervecería cerrada.

– Queríamos que él aceptara venir con nosotros a Israel voluntariamente. Por supuesto, no quería. Estaba dispuesto a que lo juzgaran en Argentina o Alemania. Le dije que no era posible. De una manera u otra, sería juzgado en Israel. Arriesgué mi carrera al dejarle beber una copa de vino tinto y que fumara un cigarrillo. No pude beber con ese asesino. Me fue imposible. Le aseguré que tendría la oportunidad de contar su versión de la historia, que tendría un juicio justo y una defensa adecuada. No se hacía ninguna ilusión respecto al veredicto, pero la idea de explicarse al mundo le resultaba atractiva. También le señalé que tendría la dignidad de saber cuándo moriría, algo que le había negado a los millones que habían marchado a las cámaras de gas creyendo que iban a las duchas mientras Max Klein tocaba el violín. Firmó el documento, le puso fecha como un buen burócrata alemán, y se acabó.

Gabriel lo escuchaba con atención, con el cuello del abrigo subido hasta las orejas, las manos metidas en los bolsillos. Shamron pasó de Adolf Eichmann a Erich Radek.

– Tienes ventaja porque tú ya lo has visto cara a cara en una ocasión, en el café Central. Yo sólo había visto a Eichmann de lejos, mientras vigilábamos la casa y planeábamos cómo atrapado, pero nunca había hablado con él o estado a su lado. Sabía exactamente su estatura, pero no podía imaginármela. Tenía una vaga idea de cómo sonaría su voz, pero no lo sabía de verdad. Tú conoces a Radek, pero desafortunadamente él también sabe algo de ti, gracias a Manfred Kruz. Querrá saber más. Se sentirá expuesto y vulnerable. Intentará nivelar la situación haciéndote preguntas. Querrá saber por qué lo persigues. Bajo ninguna circunstancia tienes que trabar conversación con él. Ten siempre presente que Erich Radek no era un guardia ni quien se encargaba de las cámaras de gas. Era un interrogador experto del SD. Intentará utilizar todos sus conocimientos una última vez para eludir su destino. No le sigas el juego. Tú eres quien tiene el control. El cambio de papeles le resultará desconcertante.

Gabriel bajó la mirada, como si leyera los nombres tallados en la superficie de la mesa. Luego preguntó:

– ¿Por qué Eichmann y Radek se merecen un juicio y los palestinos de Setiembre Negro sólo la venganza?

– Hubieses sido un excelente erudito talmúdico, Gabriel.

– Estás evitando mi pregunta.

– Obviamente, había mucho de pura venganza en nuestra decisión de matar a los terroristas de Setiembre Negro, pero también había algo más. Planteaban una amenaza constante. Si no los matábamos, nos mataban. Era la guerra.

– ¿Por qué no arrestarlos, llevarlos a juicio?

– ¿Para que pudieran hacer su propaganda desde un tribunal israelí? -Shamron sacudió la cabeza lentamente-. Ya lo hicieron. -Levantó una mano y señaló la torre que se elevaba en el Parque Olímpico-. Aquí mismo, en esta ciudad, ante las cámaras de todo el mundo. No era nuestro trabajo darles otra oportunidad para justificar la masacre de tantos inocentes.

Bajó la mano y se inclinó sobre la mesa. Y entonces le comunicó a Gabriel los deseos del primer ministro. Su aliento se condensó en el aire helado.

– No quiero matar a un viejo -protestó Gabriel.

– No es un viejo. Viste las prendas de un viejo y se esconde detrás del rostro de un viejo, pero sigue siendo Erich Radek, el monstruo que asesinó a una docena de hombres en Auschwitz porque no sabían el nombre de una pieza de Brahms. El monstruo que asesinó a dos muchachas en una carretera polaca porque no quisieron negar las atrocidades de Birkenau. El monstruo que abrió las tumbas de millones y sometió a sus cadáveres a una última humillación. La vejez no perdona esos pecados.

Gabriel miró a Shamron a la cara y le sostuvo la mirada. -Sé que es un monstruo. Pero no quiero matarlo. Quiero que el mundo entero sepa lo que hizo este hombre. -Entonces será mejor que estés preparado para la batalla. -Shamron consultó su reloj-. He mandado traer a alguien que te ayudará a prepararte. No tardará en llegar.

– ¿Cómo es que me entero de esto ahora? Creía que era yo quien tomaba todas las decisiones en esta operación.

– Lo eres -dijo Shamron-. Pero hay ocasiones en las que debo mostrarte el camino. Para eso estamos los viejos.

Gabriel y Shamron no creían en augurios. De haberlo hecho, la operación que trajo a Moishe Rivlim desde Yad Vashem al piso franco de Munich hubiese sembrado dudas sobre la capacidad del equipo para realizar la tarea que tenían por delante.

Shamron había querido que abordaran a Rivlin con toda discreción. Por desgracia, alguien en el servicio encomendó la tarea a una pareja de novatos recién salidos de la academia, ambos con un marcado aspecto sefardí. Los agentes decidieron contactar con Rivlin cuando regresaba a pie desde Yad Vashem a su apartamento, cerca del mercado Yehuda. Rivlin, que se había criado en la zona de Bensonhurst, en Brooklyn, no había perdido el hábito de estar alerta en la calle, y no tardó en advertir que lo seguían dos hombres en un coche. Dio por hecho que debían ser asesinos de Hamás o una pareja de delincuentes. Cuando el coche aparcó en el bordillo y el hombre del asiento del pasajero le dirigió la palabra, Rivlin se apartó de un salto y echó a correr. Para sorpresa de todos, el regordete documentalista había demostrado ser una presa difícil y conseguido dar esquinazo a sus perseguidores durante varios minutos antes de que acabaran de arrinconarle otros dos agentes en la calle Ben Yehuda.

Llegó al piso franco en Lehel a última hora de la tarde, cargado con dos maletas llenas de expedientes y un enfado monumental por la manera en que lo habían citado.

– ¿Cómo esperáis echarle el guante a un hombre como Erich Radek si no sois capaces de pillar a un archivero gordo? -le dijo a Gabriel mientras lo llevaba hacia el dormitorio, donde estarían solos-. Tenemos mucho que hacer y muy poco tiempo.

Adrian Carter llegó a Munich al séptimo día. Era miércoles. Se presentó en el piso franco a última hora de la tarde, prácticamente de noche. El pasaporte que llevaba en el bolsillo de su abrigo Burberry todavía era el de Brad Cantwell. Gabriel y Shamron regresaban en aquel mismo momento de su paseo por los Jardines Ingleses, abrigados hasta las orejas. Gabriel había enviado a los miembros del equipo a sus puestos definitivos, así que en el piso no quedaba nadie del servicio. Sólo estaba Rivlin. Recibió al director delegado de la CIA con los faldones de la camisa al aire, descalzo, y se presentó como Yaacov. El archivero se había adaptado perfectamente a la disciplina de la operación.

Gabriel preparó té. Carter se desabrochó el abrigo e inspeccionó el apartamento. Se estuvo mucho tiempo delante de los mapas. Carter creía en los mapas. Nunca mentían. Los mapas nunca te decían aquello que querías escuchar.

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