La E461, más conocida por los austriacos como la Brünner strasse, es una autopista de dos carriles que sale de Viena por el norte y atraviesa las onduladas colinas de la Weinviertel, la región vitivinícola de Austria. Está a ochenta kilómetros de la frontera checa. Hay una garita de aduanas, cubierta por una gran marquesina, por lo general vigilada por dos guardias que tienen muy pocas ganas de abandonar la comodidad de esa garita de aluminio y cristal para ocuparse de la más mínima inspección de los vehículos que salen del país. En el lado checo, el control de los documentos dura un poco más, aunque los visitantes procedentes de Austria son recibidos con los brazos abiertos.
A poco más de un kilómetro y medio, en las colinas del sur de Moravia, se levanta la antigua ciudad de Mikulov. Es una ciudad fronteriza, que se edificó en su época con la idea de resistir los asedios enemigos. Era algo que se adecuaba al humor de Gabriel. Estaba detrás de un antepecho de ladrillos de un castillo medieval, por encima de los tejados rojos de la vieja ciudad, y debajo de un par de pinos torcidos por el viento. Las gotas de la lluvia helada corrían como lágrimas por la superficie de su impermeable. Su mirada estaba fija en la frontera. En la oscuridad, sólo se veían las luces de los coches que circulaban por la autopista, las luces blancas de los vehículos que subían hacia él, y las luces rojas de los pilotos de los coches que iban hacia la frontera austriaca.
Consultó su reloj. Ahora estarían en el interior de la casa de Radek. Gabriel se imaginó el momento en que se abrían los maletines, la invitación a café y bebidas. Después apareció otra imagen, una columna de mujeres vestidas de gris, que avanzaban penosamente por una carretera cubierta de nieve y teñida con la sangre de las víctimas. A su madre que lloraba lágrimas de hielo.
«-¿Qué le contarás a tu hijo de la guerra, judía?
»-La verdad, Herr Sturmbannführer . Le contaré la verdad.
»-Nadie te creerá.»
Ella no le había contado la verdad, por supuesto. En cambio, había escrito la verdad en un informe guardado en los archivos de Yad Vashem. Quizá Yad Vashem era el lugar más indicado. Quizá había algunas verdades tan espantosas que era mejor tenerlas confinadas en el archivo de los horrores, en cuarentena, para proteger a los sanos. Había sido incapaz de decirle que había sido una de las víctimas de Radek, de la misma manera que Gabriel nunca le había dicho que era el verdugo de Shamron. Sin embargo, siempre lo había sabido. Ella conocía el rostro de la muerte, y había visto la muerte en los ojos de Gabriel.
El móvil que llevaba en el bolsillo del impermeable vibró silenciosamente. Se lo acercó lentamente al oído y oyó la voz de Shamron. Se guardó el móvil en el bolsillo y durante unos segundos contempló las luces de los faros que flotaban hacia él procedentes de la oscuridad de la llanura austriaca.
– ¿Qué le dirás cuando lo veas? -le había preguntado Chiara.
«La verdad -pensó Gabriel ahora-. Le diré la verdad.»
Bajó del camino de ronda del castillo y se perdió en la oscuridad por las angostas callejuelas adoquinadas de la vieja ciudad.
VIENA
Uzi Navot era todo un experto en cacheos y reconoció que K.laus Halder era muy bueno en su trabajo. Comenzó por el cuello de la camisa de Navot y acabó con los bajos de los pantalones de Armani. Luego se ocupó del maletín. Trabajaba lentamente, como un hombre con todo el tiempo del mundo, y con pasión por el detalle. Cuando acabó el registro, ordenó el contenido minuciosamente y lo cerró.
– Herr Vogel los recibirá ahora -anunció-. Por favor, síganme.
Recorrieron un largo pasillo central y pasaron por unas puertas dobles que comunicaban con una sala. Erich Radek, con una chaqueta de espiga y una corbata de color bermellón, estaba sentado junto a la chimenea. Saludó a los visitantes con un leve movimiento de cabeza pero no hizo el menor amago de levantarse. Navot se dijo que Radek era un hombre habituado a recibir a los visitantes sin moverse de su asiento.
El guardaespaldas salió silenciosamente de la habitación y cerró las puertas. Becker, con una sonrisa, se adelantó para estrechar la mano de su cliente. Navot no tenía el más mínimo deseo de tocar al asesino, pero dadas las circunstancias no tenía más alternativa. La mano que estrechó era fría y seca, el apretón firme y sin vacilaciones. Era una prueba. Navot intuyó que había aprobado.
Radek señaló con los dedos las sillas vacías y luego acercó la mano a la copa apoyada en el brazo del sillón. Comenzó a hacerla girar: dos giros a la derecha, dos a la izquierda. Había algo en el movimiento que provocó una descarga de ácido en el estómago de Navot.
– Me han comentado cosas muy elogiosas de su trabajo, Herr Lange -dijo Radek sin el menor preámbulo-. Goza de muy buena reputación entre sus colegas de Zurich.
– Exageraciones, se lo aseguro, Herr Vogel.
– Es usted demasiado modesto. -Radek hizo girar la copa-. Hace unos años atendió usted a un amigo mío, un caballero llamado Helmut Schneider.
«Estás intentando meterme en una trampa», pensó Navot. Se había preparado para eludidas. El verdadero Oskar Lange le había facilitado una lista de sus clientes durante los últimos diez años para que Navot la memorizara. El nombre de Helmut Schneider no aparecía en ella.
– He atendido a un gran número de clientes en los últimos años, pero mucho me temo que Schneider no fue uno de ellos. Quizá su amigo me confunde con otro.
Navot se ocupó de abrir las cerraduras del maletín. Cuando alzó la mirada, los ojos azules de Radek estaban fijos en él, y el contenido de la copa giraba en el brazo del sillón. Había una escalofriante inmovilidad en sus ojos. Era como verse observado por un retrato.
– Quizá tenga usted razón. -El tono conciliatorio de Radek no se correspondió con su expresión-. Parece ser que necesita mi firma en algunos documentos relacionados con la liquidación de la cuenta.
– Sí, es correcto.
Navot sacó un expediente del maletín y dejó éste en el suelo, junto a sus pies. Radek siguió con la mirada el movimiento del maletín y luego miró de nuevo el rostro de Navot. El falso abogado abrió el expediente y alzó la mirada. Fue a decir algo pero lo interrumpió el timbre del teléfono. Fuerte y electrónico, sonó en los sensibles oídos de Navot como un alarido en un cementerio.
Radek no se movió. Navot miró hacia el escritorio estilo Biedermeier, y el teléfono sonó una segunda vez. Comenzó a sonar una tercera, y enmudeció de repente, como si lo hubiesen amordazado en mitad del grito. Navot oyó la voz de Halder, el guardaespaldas, que hablaba por el supletorio en el pasillo.
– Buenas noches… No, lo siento, pero Herr Vogel está reunido en este momento.
Navot sacó el primer documento del expediente. Radek estaba ahora visiblemente distraído, con la mirada distante. Estaba pendiente del sonido de la voz de su guardaespaldas. Navot se adelantó un poco en la silla y sostuvo el papel en un ángulo para que Radek lo viera.
– Éste es el primer documento que requiere…
Radek levantó una mano para ordenarle que callara. Navot oyó las pisadas en el pasillo, seguidas por el sonido de puertas al abrirse. El guardaespaldas entró en la habitación y se acercó a su patrón.
– Es Manfred Kruz -murmuró-. Quiere hablar con usted. Dice que es urgente y que no puede esperar.
Erich Radek se levantó lentamente de su sillón y se acercó al teléfono.
– ¿Qué ocurre, Manfred?
– Los israelíes.
– ¿Qué pasa con ellos?
– Dispongo de una información según la cual durante los últimos días un numeroso equipo de agentes ha llegado a Viena con el objetivo de secuestrarlo.
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