Daniel Silva - El Hombre De Viena

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A finales de la Segunda Guerra Mundial, el oficial nazi Radek estaba encargado de hacer desaparecer cualquier evidencia del Holocausto. Hoy, Radek es Vogel, vive en Viena, es el dueño de un banco de inversiones y aporta grandes cantidades de dinero a la campaña del aspirante a canciller, que es en realidad su hijo secreto. Gabriel Allon (protagonista de El Confesor), es enviado a Viena a investigar un atentado en la oficina de ayuda a víctimas de la guerra. La investigación adquiere tintes personales cuando Allon, gracias a unos dibujos del diario de su madre, reconoce en Vogel no sólo al sádico Radek sino al hombre que casi mató a su madre en el campo de concentración. Pero la ayuda que Vogel recibe tanto de la CIA como del mismo Vaticano convierte su investigación en una tarea difícil.

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– ¿Está seguro de la información?

– Hasta el punto de llegar a la conclusión de que ya no es seguro que permanezca en su casa. He enviado un coche de la policía para que lo recoja y lo traslade a un lugar seguro.

– Nadie puede entrar aquí, Manfred. Basta con que ponga un guardia armado delante de la casa.

– Estamos hablando de los israelíes, Herr Vogel. Quiero que salga de su casa.

– De acuerdo, si tanto le preocupa, pero dígale a su gente que se espere. Klaus se ocupará de todo.

– Un único guardaespaldas no es suficiente. Soy el responsable de su seguridad, y quiero ponerlo bajo protección policial. Insisto, la información de que dispongo es muy específica.

– ¿Cuándo llegarán los agentes?

– En cualquier momento. Prepárese para salir.

Radek colgó el teléfono y miró a los dos hombres sentados junto al fuego.

– Lo siento, caballeros, pero me temo que ha surgido una emergencia. Tendremos que acabar este asunto en otro momento. -Se volvió hacia el guardaespaldas-. Abre la reja, Klaus, y trae mi abrigo.

El motor de la verja se puso en marcha. Mordecai, sentado al volante del Mercedes, vio por el espejo retrovisor un coche que entraba, con una luz azul encendida sobre el tablero. Se detuvo con una tremenda frenada detrás del Mercedes. Dos hombres se apearon de un salto y subieron la escalinata a la carrera. Mordecai, con toda calma, hizo girar la llave de contacto.

Erich Radek salió al pasillo. Navot guardó los papeles en el maletín y se levantó. Becker permaneció inmóvil en la silla. Navot le pasó una mano por debajo del brazo y lo obligó a levantarse.

Siguieron a Radek. La luz azul giratoria alumbraba las paredes y el techo del pasillo. Radek se encontraba junto al guardaespaldas y le hablaba en voz baja al oído. Halder sostenía el abrigo y parecía tenso. Mientras ayudaba a su patrón a ponerse la prenda, su mirada permanecía fija en Navot.

Llamaron a la puerta, dos recios golpes que resonaron en el techo y en el suelo de mármol del pasillo. El guardaespaldas abrió la puerta. Dos hombres vestidos de paisano entraron en la casa.

– ¿Está preparado, Herr Vogel?

Radek asintió. Luego se volvió de nuevo hacia Navot y Becker.

– Una vez más, caballeros, les ruego que acepten mis disculpas. Siento mucho los inconvenientes.

Radek caminó hacia la puerta, con Klaus a su lado. Uno de los agentes le cerró el paso y apoyó una mano en el pecho del guardaespaldas. Klaus se la apartó de un manotazo.

– ¿Qué se cree que está haciendo?

– Herr Kruz nos dio instrucciones muy concretas. Dijo que sólo debíamos acompañar a Herr Vogel y a nadie más.

– Es imposible que Kruz diera semejante orden. Sabe muy bien que siempre me acompaña. Siempre ha sido así y continuará siéndolo.

– Lo siento, pero son las órdenes que nos dieron.

– Déjeme ver su placa y la identificación.

– No hay tiempo. Por favor, Herr Vogel. Venga con nosotros.

El guardaespaldas dio un paso atrás y metió la mano debajo de la chaqueta. Antes de que el arma acabara de aparecer del todo, Navot se abalanzó sobre él. Con la mano izquierda, sujetó la muñeca del guardaespaldas y le apretó la pistola contra el abdomen. Con la derecha, descargó dos terribles golpes con la mano abierta contra la nuca. El primero hizo tambalear a Halder. El segundo lo desplomó. La Glock cayó sobre el suelo de mármol.

Radek miró la pistola y por un instante pareció como si fuera a agacharse para recogerla. Pero corrió a refugiarse en su despacho y cerró la puerta.

Navat accionó el pomo. La puerta estaba cerrada por dentro. Retrocedió un par de metros, tomó carrerilla y se lanzó contra la puerta, con el hombro por ariete. La puerta cedió a la embestida y Navot entró con tanta violencia en la habitación en penumbra que cayó al suelo. Se levantó en el acto. Vio que Radek ya había abierto el falso frente de una estantería y entraba en la cabina de un ascensor.

Consiguió llegar al ascensor en el momento en que la puerta se cerraba. Metió los brazos dentro y sujetó a Radek por las solapas del abrigo. La puerta golpeó el hombro izquierdo de Navot. Radek le cogió las muñecas e intentó soltarse. Navot no aflojó a su presa.

Oded y Zalman llegaron en su ayuda. Zalman, el más alto de los dos, levantó los brazos por encima de la cabeza de Navot para sujetar la puerta. Oded se deslizó a un lado y empujó la puerta con todas sus fuerzas. La puerta acabó por ceder.

Navot arrastró a Radek fuera del ascensor. Ahora no había tiempo para andarse con subterfugios ni engaños. Le tapó la boca al viejo con una mano. Zalman lo sujetó por las piernas y lo levantó. Oded se encargó de apagar las luces. Navot miró a Becker.

– Suba al coche. Muévase, idiota.

Sacaron a Radek en volandas. Bajaron la escalinata y caminaron hacia el Audi. Radek tiraba de la mano de Navot, en un intento de librarse de la mordaza, al tiempo que pataleaba. Navot oyó las maldiciones de Zalman. Aunque parecía imposible, incluso en plena refriega, maldecía en alemán.

Oded abrió la puerta de atrás y luego corrió a sentarse al volante. Navot metió a Radek de cabeza en el coche y lo aplastó contra el asiento. Zalman se unió a ellos y cerró la puerta. Becker se sentó en un asiento de atrás del Mercedes. Mordecai aceleró, y el coche salió disparado a la calle, con el Audi detrás.

El cuerpo de Radek se aflojó repentinamente. Navot apartó la mano de la boca del viejo y el austriaco boqueó como un pez fuera del agua.

– Me hace daño -protestó-. No puedo respirar.

– Lo soltaré, pero antes quiero su palabra de que se comportará. Se acabaron los intentos de fuga. ¿Me lo promete?

– Suélteme, idiota. Me está aplastando.

– Lo haré, viejo. Sólo quiero que antes me haga un favor. Dígame su nombre.

– Ya conoce mi nombre. Me llamo Vogel. Ludwig Vogel.

– No, ese nombre no. Su verdadero nombre.

– Ése es mi verdadero nombre.

– ¿Quiere sentarse y salir de Viena como un hombre, o tendré que seguir sentado encima de usted todo el camino?

– Quiero sentarme. ¡Me está haciendo daño, maldita sea!

– Sólo dígame su nombre.

El anciano permaneció en silencio durante unos segundos, y luego murmuró:

– Mi nombre es Radek.

– Lo siento, pero no lo he oído. ¿Podría repetírmelo, por favor? Esta vez más fuerte.

El prisionero respiró profundamente y su cuerpo se puso rígido, como si estuviese en un patio de armas y no tumbado en el asiento trasero de un coche.

– ¡Soy el Sturmbannführer Erich Radek!

En el piso franco en Munich, el mensaje apareció en la pantalla del ordenador de Shamron: Paquete recogido.

Carter palmeó a su colega en la espalda.

– ¡Que me cuelguen! ¡Lo tienen! ¡Lo han conseguido! Shamron se levantó para ir hacia la pared donde estaba el mapa.

– La captura siempre es la parte más sencilla de la operación, Adrian. Sacado del país es lo difícil.

Miró el mapa. Ochenta kilómetros hasta la frontera checa. «Venga, Oded -pensó-. Conduce como nunca has conducido antes en tu vida.»

36

VIENA

Oded había hecho ese recorrido una docena de veces pero nunca de esa manera, nunca con una sirena y una luz azul sobre el tablero, y nunca con la mirada de los ojos de Erich Radek en el espejo retrovisor clavada en los suyos. La huida del centro de la ciudad había ido mejor de lo que esperaban. Había mucho tráfico, pero no tanto como para que los coches no se apartaran rápidamente al ver la luz azul y oír el aullido de la sirena. Radek intentó rebelarse en dos ocasiones, y en ambas fue sujetado sin contemplaciones por Navot y Zalman.

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