Daniel Silva - El Hombre De Viena

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A finales de la Segunda Guerra Mundial, el oficial nazi Radek estaba encargado de hacer desaparecer cualquier evidencia del Holocausto. Hoy, Radek es Vogel, vive en Viena, es el dueño de un banco de inversiones y aporta grandes cantidades de dinero a la campaña del aspirante a canciller, que es en realidad su hijo secreto. Gabriel Allon (protagonista de El Confesor), es enviado a Viena a investigar un atentado en la oficina de ayuda a víctimas de la guerra. La investigación adquiere tintes personales cuando Allon, gracias a unos dibujos del diario de su madre, reconoce en Vogel no sólo al sádico Radek sino al hombre que casi mató a su madre en el campo de concentración. Pero la ayuda que Vogel recibe tanto de la CIA como del mismo Vaticano convierte su investigación en una tarea difícil.

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– Lamento la demora. Que tenga un buen viaje.

Chiara se sentó al volante, arrancó y cruzó la frontera. Comenzó a llorar. Eran lágrimas de alivio y de rabia. En un primer momento intentó contenerlas, pero no sirvió de nada. La carretera se convirtió en algo difuso. Los pilotos de los coches parecían una ondulante cinta roja. Siguió llorando.

– Por ti, Irene -gritó-. Lo he hecho por ti.

La estación de ferrocarril de Mikulov estaba al pie de la ciudad vieja, en el punto donde la llanura se encontraba con la ladera de la colina. Había un único andén que soportaba el casi permanente azote del viento que llegaba de los Cárpatos, y un triste aparcamiento de gravilla que se inundaba cada vez que llovía. Delante de la entrada de la estación había una parada de autobús con los paneles cubiertos de pintadas. Allí, resguardado del viento y la lluvia, esperaba Gabriel, con las manos en los bolsillos del impermeable.

Alzó la mirada cuando la furgoneta entró en el aparcamiento. Esperó a que se detuviera antes de abandonar el refugio y salir bajo la lluvia. Chiara se inclinó sobre el asiento y le abrió la puerta del acompañante. Al encenderse la luz interior, Gabriel vio las huellas de las lágrimas en su rostro.

– ¿Estás bien?

– Sí.

– ¿Quieres que conduzca?

– No, puedo hacerlo yo.

– ¿Estás segura?

– Sube de una vez, Gabriel. No soporto estar sola con él.

Gabriel subió y cerró la puerta. Chiara dio la vuelta para volver a la autopista. Al cabo de un momento, viajaban a toda velocidad en dirección norte, hacia los Cárpatos.

Tardaron media hora en llegar a Brno, y otra hora hasta Ostrava. Gabriel levantó la tapa del compartimento en dos ocasiones para comprobar el estado de Radek. Eran casi las ocho cuando llegaron a la frontera polaca. Esta vez no había control alguno, ni cola de coches, sólo una mano que asomó por la ventana de la garita y les indicó que cruzaran la frontera.

Gabriel pasó a la parte de atrás y sacó a Radek del compartimento. Luego sacó una jeringuilla. Esta vez estaba llena con una dosis de un estimulante suave, sólo lo necesario para que recuperara la conciencia. Gabriel clavó la aguja en el brazo de Radek, le inyectó la droga, luego retiró la aguja y limpió el pinchazo con alcohol. Los ojos de Radek se abrieron lentamente. Observó el entorno unos segundos antes de mirar el rostro de Gabriel.

– ¿Allon? -murmuró a través de la más carilla de oxígeno.

Gabriel asintió.

– ¿Adónde me lleva?

Gabriel no respondió.

– ¿Voy a morir? -preguntó Radek, pero antes de que Gabriel pudiera responderle, ya se había dormido de nuevo.

37

POLONIA ORIENTAL

La barrera entre la consciencia y el coma era como un telón, a través del cual podía pasar a voluntad. No sabía cuántas veces había atravesado ese telón. Había perdido la noción del tiempo, lo mismo que había perdido su vieja vida. Su hermosa casa en Viena le parecía ahora la casa de otro hombre, en otra ciudad. Algo había ocurrido cuando había gritado su verdadero nombre a los israelíes. Ahora Ludwig Vogel era un extraño para él, un conocido al que no había visto en muchos años. Volvía a ser Radek. Por desgracia, el tiempo no había sido bondadoso con él. El alto y atractivo hombre de negro estaba ahora encerrado en un cuerpo débil y achacoso.

El judío lo había colocado en una cama plegable. Tenía las manos y los pies sujetos con una ancha cinta de embalaje, y estaba sujeto con correas a la cama como un enfermo mental. Las muñecas le servían como un portal entre los dos mundos. No tenía más que doblarlas para que el borde de la cinta se le clavara dolorosamente en la piel, y él pudiera pasar del mundo de los sueños al reino de lo real. ¿Sueños? ¿Era correcto llamar sueños a esas visiones? No, eran demasiado precisas, demasiado reveladoras. Eran recuerdos sobre los que no tenía ningún control, sólo el poder de interrumpirlos por unos momentos por el procedimiento de hacerse daño con la cinta adhesiva.

Su rostro estaba cerca de la ventanilla, y el cristal no estaba tapado. Podía ver, cuando estaba despierto, el interminable paisaje sumido en la oscuridad. No necesitaba las señalizaciones para saber dónde estaba. Una vez, en otra vida, él había gobernado la noche en esa tierra. Recordaba esa carretera: Dachnow, Zukow, Narol… Sabía el nombre del próximo pueblo, antes de que la señalización apareciera a través de la ventanilla: Belzec…

Cerró los ojos. ¿Por qué ahora, después de tantos años? Después de la guerra, nadie había mostrado interés en un vulgar oficial de la SD que había servido en Ucrania -nadie excepto los rusos, por supuesto- y cuando apareció su nombre relacionado con la Solución Final, el general Gehlen se había encargado de su fuga y de proporcionarle una nueva identidad. Su vieja vida había quedado sepultada en el pasado. Había sido perdonado por Dios y su Iglesia e incluso por sus enemigos, que se habían servido ávidamente de sus servicios cuando ellos también se sintieron amenazados por los bolcheviques judíos. Los gobiernos no habían tardado en perder todo interés en juzgar a los presuntos criminales de guerra, y los aficionados como Wiesenthal se habían centrado en las grandes figuras como Eichmann y Mengele, lo que había ayudado a que los peces pequeños como él encontraran refugio seguro. Sólo en una ocasión había surgido una amenaza grave. A mediados de los años setenta, un periodista norteamericano, un judío, por supuesto, se había presentado en Viena y había hecho demasiadas preguntas. Su coche se había despeñado por un barranco, y la amenaza había sido eliminada. En aquel momento había actuado sin vacilaciones. Quizá tendría que haber arrojado a Max Klein por un barranco a la primera señal de que podía haber problemas. Se había fijado en él aquel primer día en el café Central, y en los días posteriores. El instinto le había advertido que Klein era un problema. Había titubeado. Entonces Klein se había ido con su historia al despacho del judío Lavon, y ya había sido demasiado tarde.

Pasó de nuevo a través del telón. Se encontró en Berlín, sentado en el despacho del Gruppenführer Heinrich Müller, jefe de la Gestapo. Müller se estaba quitando un resto de comida de los dientes al tiempo que sostenía en alto una carta que acababa de recibir de Luther, del Ministerio de Asuntos Exteriores. Corría el año 1942.

– Por lo que parece, los rumores de nuestras actividades en el este han comenzado a llegar a oídos de nuestros enemigos. También tenemos un problema con un lugar de la región de Warthegau. Quejas sobre la contaminación de las aguas o algo así.

– Si se me permite hacer la pregunta obvia, Herr Gruppenführer , ¿qué importancia tiene que los rumores lleguen a Occidente? ¿Quién podrá creer que algo así es posible?

– Los rumores son una cosa, Erich. Las pruebas son algo muy distinto.

– ¿Quién va a desenterrar las pruebas? ¿Algún patán polaco? ¿Un peón ucraniano de ojos rasgados?

– Quizá los Ivanes.

– ¿Los rusos? ¿Cómo podrían llegar a descubrir…?

Müller levantó una de sus manazas. Había concluido la discusión. Entonces lo comprendió. La aventura rusa del Führer no marchaba de acuerdo con los planes. Ya no estaba asegurada la victoria en el este. El jefe de la Gestapo se inclinó hacia adelante.

– Lo voy a enviar al infierno, Erich. Voy a hundir su bonita cara nórdica en la mierda hasta tal punto que nunca más verá la luz del día.

– ¿Cómo podré agradecérselo, Herr Gruppenführer ?

– Limpie el estropicio. Hasta el fondo. En todas partes. Su trabajo será asegurarse de que continúe siendo un rumor. Cuando acabe la misión, quiero que usted sea el único hombre que quede en pie.

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