Hicieron una pausa ante una brecha entre los árboles, de unos tres metros de ancho. Gabriel la iluminó con la linterna. En el centro de la brecha, separadas a distancias iguales, había unas piedras que marcaban el lugar donde se había alzado la valla de alambre de espino. Habían llegado al límite del campo. Gabriel apagó la linterna y sujetó a Radek por el brazo. El viejo intentó resistirse y luego acabó por avanzar.
– Haga lo que le digo y todo irá bien, Radek. No intente correr, no tiene ninguna escapatoria. No se moleste en pedir ayuda. Nadie oirá sus gritos.
– ¿Le produce placer verme asustado?
– En realidad me repugna. No me gusta tocarlo. No me gusta el sonido de su voz.
– Entonces ¿por qué estamos aquí?
– Sólo quiero que vea unas cosas.
– Aquí no hay nada que ver, Allon. No es más que un monumento polaco.
– Precisamente. -Gabriel le tiró del brazo-. Venga, Radek. De prisa. Tiene que caminar más rápido. No disponemos de mucho tiempo. No tardará en amanecer.
Unos pocos minutos más tarde se detuvieron junto al lugar donde habían estado las vías del ferrocarril, el viejo ramal para los trenes que circulaban desde la estación de Treblinka hasta el campo de exterminio. Las traviesas habían sido reproducidas en piedra y ahora estaban cubiertas con la nieve fresca. Las siguieron hasta el campo y se detuvieron en el andén, ahora reconstruidas en piedra.
– ¿Lo recuerda, Radek?
El anciano permaneció en silencio. Sólo se oía el sonido de sus jadeos.
– Venga, Radek. Sabemos quién es, sabemos lo que hizo. Esta vez no escapará. No tiene ningún sentido negarlo ni buscar excusas. No tiene tiempo, si quiere salvar a su hijo.
Radek volvió la cabeza lentamente. Su boca se había convertido en una línea y su mirada tenía la dureza del granito.
– ¿Le harán daño a mi hijo?
– Usted lo hará por nosotros. Nosotros no tenemos más que decirle al mundo quién es su padre, y eso lo destruirá. Por eso puso aquella bomba en el despacho de Eli Lavon, para proteger a Peter. Nadie puede tocarlo a usted, y menos en un lugar como Austria. Hace mucho tiempo que dejaron de buscarlo. Estaba a salvo. La única persona que puede pagar por sus crímenes es su hijo. Por eso intentó matar a Eli Lavon. Por eso asesinó a Max Klein.
Radek le volvió la espalda y miró a la oscuridad.
– ¿Qué quiere? ¿Qué quiere saber?
– Quiero que me cuente cómo fue, Radek. Lo he leído, he visto los monumentos, pero no acabo de imaginarme cómo funcionó en la realidad. ¿Cómo fue posible transformar a centenares de personas en humo en sólo cuarenta y cinco minutos? Cuarenta y cinco minutos. ¿No se vanagloriaban de eso los oficiales de las SS? Podían convertir a un judío en humo en cuarenta y cinco minutos. Doce mil judíos por día. Ochocientos mil en total.
Radek soltó una risa desabrida, un torturador que no se cree la declaración de su prisionero. Gabriel sintió como un peso en el corazón.
– ¿Ochocientos mil? ¿De dónde ha sacado esa cantidad?
– Es la estimación oficial del gobierno polaco.
– ¿Usted cree que una pandilla de subnormales como los polacos pueden saber lo que ocurrió en estos bosques? -La voz de Radek sonó repentinamente de otra manera, más joven y autoritaria-. Por favor, Allon, si vamos a discutir este asunto, tratemos con hechos, y no con las estupideces de los polacos. ¿Ochocientos mil? -Sacudió la cabeza y llegó al descaro de sonreír-. No fueron ochocientos mil. La cifra verdadera es más alta.
Una súbita ráfaga de viento sacudió las copas de los árboles. A Gabriel le sonó como una descarga. Radek tendió una mano y le pidió la linterna. Gabriel titubeó.
– No creerá que vaya utilizarla para atacarlo, ¿verdad?
– Recuerdo algunas de las cosas que hizo.
– Eso fue hace mucho tiempo.
Gabriel le entregó la linterna. Radek apuntó el rayo hacia la izquierda, donde había unos arbustos.
– A este sector lo denominaban el campo inferior. Los barracones de los SS estaban allí. La valla pasaba por detrás. Delante había una carretera asfaltada, con arbustos y flores en primavera y verano. Quizá le cueste creerlo, pero era muy bonito. No había tantos árboles, por supuesto. Plantamos los árboles después de arrasar el campo. Ahora que están crecidos son muy hermosos.
– ¿Cuántos SS?
– Por lo general unos cuarenta. Las judías se encargaban de la limpieza, pero las polacas se ocupaban de cocinar para ellos, tres muchachas de los pueblos vecinos.
– ¿Qué pasaba con los ucranianos?
– Los tenían al otro lado de la carretera, en cinco barracones. La casa de Stangl estaba en el medio, en el cruce de dos caminos. Tenía un jardín precioso. Se lo había diseñado un hombre de Viena.
– ¿Los que llegaban veían esa parte del campo?
– No, no, cada sector del campamento estaba cuidadosamente oculto de los demás con vallas de alambre disimuladas con ramas de pino. Cuando llegaban al campo, veían lo que aparentaba ser una estación de ferrocarril rural, con todos los detalles, incluido un horario de llegadas y salidas. No había salidas de Treblinka, por supuesto. De la estación sólo salían trenes vacíos.
– Aquí había un edificio, ¿no?
– Lo construyeron con el aspecto de una estación. Servía de depósito de los objetos de valor de los prisioneros. Aquella parte la llamaban la plaza de la Estación. Aquella otra era la plaza de la Recepción, o de la Clasificación.
– ¿Alguna vez presenció la llegada de los transportes?
– No tenía nada que ver con ellos, pero sí, los vi llegar.
– ¿Había dos procedimientos diferentes para las llegadas? ¿Uno para los judíos de Europa occidental y otro para los judíos del este?
– Efectivamente. Los judíos de Europa occidental eran tratados con muchos engaños y disimulos. No había látigos, ni gritos. Se les pedía cortésmente que bajaran del tren. Había personal médico con batas blancas en la plaza de la Recepción para atender a los enfermos.
– Sin embargo, no era más que un engaño. A los viejos y a los enfermos se los llevaban y los mataban en el acto.
Radek asintió.
– ¿Qué pasaba con los judíos del este? ¿Cómo los recibían en el andén?
– A ellos los recibían los látigos ucranianos.
– ¿Y después?
Radek levantó la linterna y apuntó a través del claro.
– Aquí había un cercado de alambre de espino. Al otro lado de la alambrada había dos edificios. Uno era el barracón donde los desnudaban. En el segundo, los judíos se encargaban de rapar a las mujeres. Cuando acababan, las mandaban por aquel camino. -Radek utilizó la linterna para alumbrarlo-. Aquí había un paso, como para el ganado, de un par de metros de ancho, con alambre de espino y ramas. Lo llamaban el Tubo.
– Pero los SS le habían dado un nombre especial, ¿no?
– Lo llamaban el Camino al Paraíso.
– ¿Adónde conducía el Camino al Paraíso?
Radek alumbró con la linterna hacia lo alto.
– Al campo de arriba -respondió-. Al campo de exterminio.
Avanzaron hasta un gran claro sembrado con centenares de piedras. Cada una representaba a una comunidad judía asesinada en Treblinka. La piedra más grande tenía escrito el nombre de «Varsovia». Gabriel miró más allá de las piedras, hacia el este. Comenzaba a clarear.
– El Camino al Paraíso conducía directamente al edificio de ladrillos donde estaban las cámaras de gas -explicó Radek, que repentinamente parecía ansioso por hablar-. Cada cámara medía cuatro metros por cuatro. Al principio sólo había tres, pero no tardaron en descubrir que necesitarían más para atender a la demanda. Añadieron otras diez. Un motor diesel inyectaba el monóxido de carbono en las cámaras. La muerte por asfixia se producía en menos de treinta minutos. Después retiraban los cadáveres.
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