Transcurrieron setenta y dos horas antes de que se hiciera pública la captura de Radek. El comunicado de la oficina de prensa del primer ministro era breve y engañoso. Se habían tomado todas las precauciones posibles para no molestar a los austriacos. Radek, decía el primer ministro, había sido descubierto en un país no especificado, donde vivía con una falsa identidad. Después de un período de negociaciones, había consentido en viajar a Israel voluntariamente. Según los términos del acuerdo, no se le sometería a juicio, dado que el único castigo posible, si se aplicaban las leyes israelíes, era la condena a muerte. En cambio, permanecería detenido indefinidamente y se «declararía culpable» de sus crímenes contra la humanidad mediante su trabajo con un equipo de historiadores de Yad Vashem y la Universidad Hebrea.
Hubo muy pocas fanfarrias y nada del alboroto que acompañó la noticia del secuestro de Eichmann. Además, la noticia de la captura de Radek pasó a segundo plano en cuestión de horas, cuando un terrorista suicida provocó la muerte de veinticinco personas en un mercado de Jerusalén. Lev obtuvo cierta satisfacción por lo ocurrido, porque parecía confirmar su opinión de que el Estado tenía cosas más importantes que perseguir a viejos nazis. Comenzó a referirse a la captura como «las tonterías de Shamron», aunque muy pronto se encontró con que no estaba en sintonía con el personal del servicio. La captura de Radek había re avivado viejos fuegos en la central. Lev acomodó su postura para estar a tono con el humor dominante, pero ya era demasiado tarde. Todos sabían que el apresamiento de Radek había sido realizado por el Memuneh y Gabriel, y que Lev les había puesto todos los obstáculos posibles y más. La popularidad de Lev entre la tropa estaba bajo mínimos.
El no muy esforzado intento de mantener el secreto de la nacionalidad de Radek se acabó en cuanto se transmitió su llegada a Abu Kabir. La prensa de Viena identificó inmediata y correctamente al prisionero como Ludwig Vogel, un empresario austriaco muy conocido. ¿Había aceptado de verdad abandonar Viena voluntariamente? ¿Era posible que lo hubiesen secuestrado de su muy vigilada mansión en el primer distrito? Durante los días siguientes, los periódicos venían llenos de artículos sobre la carrera de Vogel y sus vinculaciones políticas. Las investigaciones periodísticas se acercaron peligrosamente a Peter Metzler. Renate Hoffmann, de la Coalición para una Austria Mejor, solicitó que se llevara a cabo una investigación oficial del asunto y sugirió que Radek podía estar vinculado con el atentado contra la oficina de Reclamaciones e Investigaciones de Guerra y la misteriosa muerte de un anciano judío llamado Max Klein. Sus demandas cayeron en oídos sordos. El atentado había sido obra de los terroristas islámicos, afirmó el gobierno. En cuanto a la desafortunada muerte de Max Klein, se trataba de un suicidio. Reabrir las investigaciones, declaró el ministro de Justicia, sería una pérdida de tiempo.
El capítulo siguiente del caso Radek no tuvo lugar en Viena sino en París, donde un antiguo miembro del KGB apareció en la televisión francesa para sugerir que Radek había sido el hombre de Moscú en Viena. El ex jefe de una red de espías de la Stasi que se había convertido en una sensación literaria en la nueva Alemania hizo la misma declaración. En un primer momento, Shamron sospechó que todas estas afirmaciones formaban parte de una campaña de desinformación orquestada para proteger a la CIA del virus Radek, algo que él también hubiese hecho de haber estado en su lugar. Entonces se enteró que en la CIA había cundido el pánico al enterarse de que Radek podría haber sido un agente doble. Se rescataron de las catacumbas los viejos expedientes, y se formó un equipo con antiguos expertos en temas soviéticos para que los analizaran. Shamron se regocijó en secreto con los apuros de sus colegas de Langley. Si resultaba ser verdad que Radek había sido un agente doble, afirmó Shamron, sería un acto de pura justicia. Adrian Carter solicitó permiso para interrogar a Radek cuando los historiadores israelíes acabaran con él. Shamron prometió que consideraría la petición con mucho interés.
El prisionero de Abu Kabir no sabía nada de la tormenta que había provocado. Su confinamiento era solitario, pero no demasiado duro. Mantenía su celda en orden y su ropa limpia, comía bien y se quejaba poco. Los guardias, aunque deseaban odiado, no lo conseguían. En el fondo era un policía, y sus carceleros parecían ver algo en él que les era común. Los trataba cortésmente y ellos le correspondían del mismo modo. Era algo así como una curiosidad. Habían leído sobre hombres como él en la escuela y pasaban por delante de su celda frecuentemente sólo para vedo. Radek comenzó a tener la sensación de que era una pieza nueva en un museo.
Sólo hizo una petición, que le trajeran el periódico todos los días para mantenerse al corriente de los temas de actualidad. La petición recorrió toda la escala de mandos hasta llegar a Shamron, quien dio su consentimiento, siempre que fuese un periódico israelí y no una publicación alemana. Así que todas las mañanas le traían un ejemplar del Jerusalem Post junto con la bandeja del desayuno. Por lo general se saltaba los artículos que lo mencionaban -la mayoría eran muy poco acertados y pasaba a las páginas de información internacional para leer las noticias referentes a las elecciones en Austria.
Moshe Rivlin visitó a Radek en varias ocasiones para preparar su testimonio. Se decidió que las sesiones se registrarían en vídeo y que se transmitirían todas las noches en la televisión israelí. Radek parecía estar cada vez más agitado a medida que se acercaba el día de su primera aparición pública. Rivlin le pidió al director del centro que mantuviera al prisionero sometido a una vigilancia especial ante la posibilidad de que intentara suicidarse. Apostaron a un centinela en el pasillo, junto a las rejas de la celda de Radek. El austriaco protestó por el refuerzo, pero no tardó en agradecer la compañía.
El día anterior al testimonio de Radek, Rivlin lo visitó. Pasaron una hora juntos; Radek estaba preocupado y, por primera vez, se mostró con muy pocas ganas de colaborar. Rivlin recogió sus notas y los documentos, y llamó al guardia para que abriera la celda.
– Quiero verlo -dijo Radek súbitamente-. Pregúntele si quiere hacerme el honor de venir a visitarme. Dígale que me gustaría hacerle unas preguntas.
– No puedo prometerle nada -respondió Rivlin-. No tengo ninguna…
– Sólo pregúnteselo -rogó Radek-. Lo peor que puede pasar es que diga que no.
Shramron le pidió a Gabriel que permaneciera en Israel hasta el día del primer testimonio de Radek, y Gabriel, aunque estaba ansioso por regresar a Venecia, accedió a regañadientes. Estaba alojado en un piso franco cerca de la Puerta de Sión y se despertaba todas las mañanas con las campanadas de las iglesias del barrio armenio. Se sentaba en una sombreada terraza, con vistas a las murallas de la ciudad vieja, y disfrutaba del café mientras leía los periódicos. Seguía el caso Radek con gran interés. Agradecía que fuese el nombre de Shamron y no el suyo el que se vinculara con la captura del criminal de guerra. Gabriel vivía en el extranjero, con una falsa identidad, y no necesitaba que su verdadero nombre apareciera en las primeras planas de los periódicos. Además, después de todo lo que Shamron había hecho por su país, se merecía un último día de gloria.
A medida que los días transcurrían lentamente, Gabriel descubrió que Radek le resultaba cada vez más un extraño. Aunque poseía una memoria casi fotográfica, le costaba recordar con claridad el rostro de Radek o el sonido de su voz. Treblinka le parecía algo sacado de una pesadilla. Se preguntó si también habría sido así para su madre. ¿Radek había permanecido en los compartimento s de su memoria como un invitado indeseable, o ella se había forzado a recordarlo para reproducir su imagen en la tela? ¿Había sido así para todos aquellos que se habían cruzado con la encarnación del diablo? Quizá eso explicaba el silencio de todos aquellos que habían sobrevivido. Quizá se habían librado del dolor de los recuerdos como una manera de autoprotección. Había una idea que no dejaba de darle vueltas en la cabeza: si Radek hubiese asesinado a su madre aquel día en Polonia en lugar de asesinar a las otras dos muchachas, él nunca hubiese nacido. Él, también, comenzó a sentirse culpable por haber sobrevivido.
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