– Había una muchacha -continuó Radek-. Recuerdo haberle preguntado qué le diría a sus hijos sobre la guerra. Me respondió que les diría la verdad. Le ordené que mintiera. Se negó. Maté a dos muchachas que estaban con ella, y no obstante me desafió. Por alguna razón, la dejé marcharse. Después de aquello, dejé de matar a los prisioneros. Comprendí, después de ver sus ojos, que no tenía sentido.
Gabriel se miró las manos, poco dispuesto a morder el cebo que le ofrecía Radek.
– Supongo que aquella muchacha era su testigo -dijo Radek.
– Sí, lo era.
– Es curioso -comentó Radek-, pero tenía sus mismos ojos.
Gabriel lo miró. Vaciló un segundo antes de responder.
– Eso dicen.
– ¿Era su madre?
Otra vacilación, y luego la verdad.
– Le diría que lo siento -manifestó Radek-, pero sé que mi disculpa no significaría nada para usted.
– Tiene razón. No lo haga.
– ¿Lo hizo por ella?
– No -afirmó Gabriel-. Fue por todas.
Se abrió la puerta. El vigilante entró en la celda y anunció que era la hora de marchar a Yad Vashem. Radek se levantó lentamente y tendió las manos. Su mirada permaneció fija en el rostro de Gabriel mientras le colocaban las esposas en las muñecas. Gabriel los acompañó hasta la entrada y luego lo observó mientras caminaba por el pasillo de rejas y subía al furgón. Ya no quería ver nada más. Ahora sólo quería olvidar.
Después de salir de Abu Kabir, Gabriel fue a Safed para ver a Tziona. Comieron en un pequeño café en el barrio de los artistas. Tziona intentó llevar la conversación hacia el caso Radek, pero Gabriel, que había estado con el asesino hacía sólo dos horas, no estaba de humor para hablar de Radek. Le hizo prometer a Tziona que guardaría el secreto de su participación, y luego se apresuró a cambiar de tema.
Hablaron de arte durante un rato, después de política y finalmente abordaron la vida privada de Gabriel. Tziona sabía de la existencia de un piso desocupado a unas pocas calles del suyo. Era lo bastante grande para albergar un estudio y disfrutaba de la mejor luz de Galilea. Gabriel le prometió que se lo pensaría, pero la mujer comprendió que sólo intentaba complacerla. La inquietud había reaparecido en su mirada. Estaba preparado para marcharse.
Mientras tomaban el café, Gabriel le comentó que había encontrado un sitio para algunas de las pinturas de su madre.
– ¿Dónde?
– En el Museo de Arte del Holocausto, en Yad Vashem.
Las lágrimas asomaron a los ojos de Tziona.
– Es maravilloso -murmuró.
Abandonaron el café y subieron las escaleras de piedra hasta el apartamento de Tziona. La artista abrió el trastero y sacó cuidadosamente las pinturas. Dedicaron una hora a seleccionar las veinte mejores. Tziona había encontrado otros dos cuadros donde aparecía Erich Radek. Le preguntó a Gabriel qué quería que hiciera con ellos.
– Quémalos -le respondió.
– Piensa que probablemente ahora valdrán mucho dinero.
– No me importa cuánto valgan. No quiero ver su rostro nunca más.
Tziona lo ayudó a cargar las pinturas en el coche. Partió para Jerusalén bajo un cielo cubierto de negros nubarrones. Primero fue a Yad Vashem. Un conservador del museo se hizo cargo de las pinturas y luego se apresuró a ver el comienzo del testimonio de Erich Radek. Lo mismo parecía hacer el resto del país. Gabriel condujo por las calles desiertas hasta el Monte de los Olivos. Depositó una piedra en la tumba de su madre y rezó el Kaddish por ella. Hizo lo mismo en la tumba de su padre. A continuación fue al aeropuerto y tomó el vuelo de la noche con destino a Roma.
VENECIA-VIENA
A la mañana siguiente, en el sestiere de Cannaregio, Francesco Tiepolo entró en la iglesia de San Giovanni Crisostomo y caminó lentamente por la nave central. Echó una ojeada a la capilla de San Jerónimo y vio las luces encendidas detrás de la lona que tapaba el andamio. Se acercó silenciosamente, cogió uno de los tubos de aluminio del andamio con su manaza y lo sacudió una vez con todas sus fuerzas. El restaurador levantó las lentes de aumento y lo miró desde lo alto como una gárgola.
– Bienvenido a casa, Mario -gritó Tiepolo-. Comenzaba a preocuparme por ti. ¿Dónde has estado?
El restaurador se colocó de nuevo las lentes y dedicó su atención una vez más al retablo de Bellini.
– He estado apagando chispas, Francesco.
¿Apagando chispas? Tiepolo sabía que era mejor no preguntar. Sólo le importaba que el restaurador se encontraba de nuevo en Venecia.
– ¿Cuánto tiempo crees que tardarás en acabarlo?
– Tres meses -contestó el restaurador-. Quizá cuatro.
– Tres sería preferible.
– Sí, Francesco, sé que sería preferible acabarlo en tres meses. Claro que si sigues con la manía de sacudir el andamio, nunca lo acabaré.
– No tendrás la intención de largarte de nuevo, ¿verdad, Mario?
– Sólo tengo que ocuparme de una última cosa -contestó Mario, con el pincel inmóvil delante de la tela-. Te prometo que no tardaré mucho.
– Eso es lo que siempre me dices.
El paquete llegó a la relojería exactamente tres semanas más tarde. El Relojero lo recibió de manos del mensajero. Firmó el recibo de entrega y le dio una propina. Luego se llevó el paquete al taller y lo dejó sobre el banco de trabajo.
El mensajero se montó en la moto y se alejó. Sólo aminoró la velocidad al llegar a la esquina, para hacer una señal a una mujer sentada al volante de un Renault. La mujer marcó un número en el móvil. Al cabo de un momento, el Relojero atendió la llamada.
– Acabo de enviarle un reloj -dijo-. ¿Lo ha recibido?
– ¿Quién habla?
– Soy una amiga de Max Klein -susurró la mujer-. De Eli Lavon, Reveka Gazit y Sarah Greenberg.
Apartó el teléfono y marcó rápidamente cuatro números, luego volvió la cabeza a tiempo para ver que una enorme bola de fuego salía de la tienda de relojes.
Puso el coche en marcha, con las manos aferradas al volante para controlar el temblor, y se dirigió hacia la Ringstrasse. Gabriel había abandonado la moto y la esperaba en la esquina. La mujer detuvo el coche el tiempo justo para que subiera y luego entró en el ancho bulevar para confundirse con el tráfico de la tarde. Un coche de la Staatspolizei pasó a gran velocidad en la dirección contraria. Chiara mantuvo la mirada atenta a la circulación.
– ¿Estás bien?
– Creo que voy a vomitar.
– Sí, lo sé. ¿Quieres que conduzca?
– No, puedo hacerlo.
– Tendrías que haberme dejado a mí enviar la señal de detonación.
– No quería que te sintieras responsable de otra muerte en Viena. -Se enjugó una lágrima de la mejilla-. ¿Has pensado en ellos al oír la explosión? ¿Pensaste en Leah y Dani?
Gabriel vaciló por un momento antes de sacudir la cabeza.
– ¿En quién pensabas?
Él le acercó la mano a la mejilla y le enjugó otra lágrima.
– En ti, Chiara -respondió dulcemente-. Sólo pensé en ti.
El hombre de Viena completa el ciclo de tres novelas que tratan el tema inconcluso del Holocausto. Los saqueos de obras de arte cometidos por los nazis y la colaboración de los bancos suizos sirvieron de telón de fondo en La marca del asesino . El papel de la Iglesia católica en el Holocausto y el silencio del papa Pío XII inspiró El confesor .
El hombre de Viena , como las anteriores, está basada en una interpretación libre de hechos reales. Heinrich Gross fue efectivamente médico en la tristemente célebre clínica Spiegelgrund durante la guerra, y la descripción del poco entusiasta intento de juzgarlo en 2000 es absolutamente verídica. Aquel mismo año, Austria se vio sacudida por las acusaciones de que miembros de la policía y los servicios de seguridad estaban colaborando con Jörg Haider y su Partido de la Libertad, de tendencia ultraderechista, en la tarea de desacreditar a sus críticos y oponentes políticos.
Читать дальше