– Eso me han dicho -admitió Shamron.
– ¿Qué pasa con Klaus?
– ¿Klaus?
– El guardaespaldas de Vogel.
Shamron sonrió. Se había acabado la resistencia. El banquero suizo se había unido al equipo. Acababa de jurar fidelidad a la bandera de Herr Heller y su noble empresa.
– Es muy profesional -añadió Becker-. He visitado la casa una media docena de veces, pero siempre me ha cacheado a fondo y me ha pedido que abriera el maletín. Así que, si está pensando en introducir una arma en la casa…
– No tenemos la intención de llevar armas a la casa -le interrumpió Shamron.
– Klaus siempre va armado.
– ¿Está seguro?
– Yo diría que lleva una Glock. -El banquero se palmeó el lazo izquierdo del pecho-. La lleva aquí. No hace el mínimo esfuerzo por disimulado.
– Un detalle digno de tener en cuenta, Herr Becker.
El banquero aceptó el cumplido con una inclinación de cabeza, como si dijera: «Los detalles son lo mío, Herr Heller.»
– Perdone mi curiosidad, Herr Heller, pero ¿cómo se secuestra a alguien que está protegido por un guardaespaldas armado y el secuestrador no lo está?
– Herr Vogel abandonará su casa voluntariamente.
– ¿Un secuestro voluntario? -El tono de Becker no podía ser más incrédulo-. ¡Extraordinario! ¿Cómo se convence a un hombre para que se deje secuestrar voluntariamente?
Shamron se cruzó de brazos.
– Tú consigue que Oskar entre en la casa y déjanos el resto a nosotros.
MUNICH
Era un viejo bloque de apartamentos en el bonito barrio de Lehel, en Munich. Tenía una verja a la entrada y la puerta principal se abría a un pequeño patio. El ascensor era caprichoso y lento, así que la mayoría de las veces preferían subir por la escalera de caracol hasta el tercer piso. Los muebles estaban tan desprovistos de personalidad como los de una habitación de hotel. Había dos camas en el dormitorio, y un sofá cama en la sala. En el armario de la entrada había cuatro plegatines. En la cocina había un amplio surtido de comidas envasadas y servicios para ocho. Las ventanas de la sala daban a la calle, pero las gruesas cortinas siempre estaban echadas, así que en el interior del piso siempre era de noche. Los teléfonos no tenían timbre, sino que se encendía una luz roja cuando había una llamada.
Una de las paredes de la sala estaba cubierta con mapas correspondientes al centro de Viena, la Viena metropolitana, Austria oriental y Polonia. En la pared opuesta a la de las ventanas un enorme mapa de la Europa central mostraba la ruta de escape, que iba desde Viena hasta el mar Báltico. Shamron y Gabriel habían discutido el color de la línea antes de decidirse por el rojo. Desde cierta distancia parecía un río de sangre, que era exactamente como Shamron quería que pareciera, el río de sangre que había fluido a través de las manos de Erich Radek.
En el apartamento sólo hablaban en alemán. Orden de Shamron. A Radek sólo lo mencionaban como Radek y sólo Radek. Shamron se negaba a llamarlo por el nombre que le habían dado los norteamericanos. Shamron también había dado más órdenes. Era una operación de Gabriel, y por lo tanto era Gabriel quien la dirigía. Era Gabriel, con el acento berlinés de su madre, quien daba instrucciones a los equipos, quien recibía los informes de la vigilancia en Viena y quien tomaba las decisiones.
Durante los primeros días, Shamron se esforzó para encajar en su papel de apoyo, pero a medida que crecía su confianza en Gabriel, le resultó más fácil pasar a un segundo plano. Sin embargo, todos los agentes que pasaban por el piso franco tomaban buena nota de su aspecto cada vez más lúgubre. Nadie lo había visto dormir. Se pasaba horas delante de los mapas, o sentado a oscuras en la cocina, sin hacer más que encadenar un cigarrillo tras otro, como un hombre que lucha contra una conciencia culpable. «Es como un paciente terminal muy ocupado en organizar su propio sepelio», comentó Oded, un agente veterano que sería el encargado de conducir el vehículo de la huida. «Si algo sale mal, lo escribirán en la lápida, debajo mismo de la estrella de David.»
En circunstancias normales, una operación de este estilo hubiese requerido semanas de planificación, pero Gabriel sólo contaba con días. La operación Ira de Dios fue una magnífica escuela. Los terroristas de Setiembre Negro habían estado constantemente en movimiento, aparecían y desaparecían con una frecuencia enloquecedora. Cuando los agentes israelíes conseguían localizar e identificar a uno, actuaban con la velocidad del rayo. Los grupos de vigilancia llegaron al lugar, se alquilaron vehículos y pisos francos, y se trazaron las rutas para la fuga. Toda la experiencia y los conocimientos adquiridos entonces le eran ahora de gran utilidad. Eran pocos los oficiales de inteligencia con unos conocimientos en lo referente a ataques relámpago comparables a los de Gabriel y Shamron.
Por la noche, miraban los informativos de la televisión alemana. Las elecciones en la vecina Austria tenían mucha cobertura. Metzler parecía imparable. Las multitudes, en sus mítines electorales, eran cada vez mayores, como también lo era su ventaja en las encuestas. Austria, aparentemente, estaba a punto de hacer lo impensable: elegir a un canciller de la extrema derecha. En el piso franco de Munich, Gabriel y su equipo se encontraron en la curiosa posición de aplaudir el ascenso de Metzler en las encuestas, porque sin Metzler se les cerraría el acceso a Radek.
Invariablemente, poco después de acabarse los informativos, Lev llamaba desde la central para someter a Gabriel a un aburrido interrogatorio de los acontecimientos del día. Era la única vez en la que Shamron agradecía no estar al mando de la operación. Gabriel se paseaba por el apartamento con el teléfono pegado a la oreja mientras respondía pacientemente a cada una de las preguntas de Lev. Algunas veces, cuando la luz era la adecuada, Shamron veía a la madre de Gabriel caminando a su lado. Ella era el único miembro del equipo del que nadie hablaba.
Todos los días, por lo general a última hora de la tarde, Gabriel y Shamron se escapaban del piso franco para ir a dar un paseo por los Jardines Ingleses. La sombra de Eichmann flotaba sobre ellos. Gabriel era consciente de que había estado allí desde el principio. Se había presentado aquella noche en Viena, cuando Max Klein le había relatado a Gabriella historia de un oficial de las SS que había asesinado a una docena de prisioneros en su campo y que ahora iba a tomar café todas las tardes al café Central. No obstante, Shamron había evitado en todo momento pronunciar su nombre, hasta ahora.
Gabriel había escuchado la historia de la captura de Eichmann muchas veces. Shamron incluso se había valido de ella en setiembre de 1972 para animar a Gabriel a que se uniera al equipo de la operación Ira de Dios. La versión que le contó Shamron durante los paseos por los senderos arbolados de los Jardines Ingleses era mucho más detallada que cualquiera que hubiese escuchado antes. Gabriel sabía que no era sencillamente la charla de un viejo que narraba sus glorias pasadas. Shamron no era de los que alardeaban de sus triunfos, y los editores esperarían en vano sus memorias. Gabriel sabía que el viejo le hablaba de Eichmann por una razón. «Yo ya he hecho el viaje que estás a punto de emprender -le decía Shamron-. En otro tiempo, en otro lugar, en la compañía de otro hombre, pero hay cosas que debes saber.» Había momentos en que Gabriel no podía librarse de la sensación de estar caminando con la historia.
– Esperar el avión de la fuga fue lo peor -afirmó Shamron-. Estábamos atrapados en aquella casa con aquella rata. Algunos del equipo no podían ni mirarlo a la cara. Yo tuve que estar sentado en su habitación una noche tras otra y vigilarlo. Estaba encadenado a la cama, vestido con un pijama y con los ojos tapados. Teníamos estrictamente prohibido hablar con él. Sólo podía hacerla el interrogador. Yo no podía obedecer esas órdenes. Necesitaba saber. ¿Cómo era posible que ese hombre que se ponía enfermo con sólo ver la sangre hubiera matado a seis millones de los míos? ¿A mis padres? ¿A mis dos hermanas? Le pregunté por qué lo había hecho. ¿Sabes qué me respondió? Me respondió que lo había hecho porque era su trabajo, su trabajo, Gabriel, como si hubiese sido un empleado de banca o el conductor de un tranvía.
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