John Boyne - La casa del propósito especial

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Mientras acompaña a su esposa Zoya, que agoniza en un hospital de Londres, Georgi Danilovich Yáchmenev rememora la vida que han compartido durante sesenta y cinco años, una vida marcada por un gran secreto que nunca ha salido a la luz. Los recuerdos se agolpan en una sucesión de imágenes imborrables, a partir de aquel lejano día en que Georgi abandonó su mísero pueblo natal para formar parte de la guardia personal de Alexis Romanov, el único hijo varón del zar Nicolás II. Así, la fastuosa vida en el Palacio de Invierno, las intimidades de la familia imperial, los hechos que precedieron a la revolución bolchevique y, finalmente, la reclusión y posterior ejecución de los Romanov se entremezclan con el durísimo exilio en París y Londres en una hermosa historia de un amor improbable, al mismo tiempo un apasionante relato histórico y una conmovedora tragedia íntima. Con un dominio absoluto del ritmo y el suspense, John Boyne mantiene vivo el interés hasta las últimas páginas, en las que un inesperado desenlace dejará, una vez más, una profunda huella en los lectores.

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Nos hospedamos cerca de la catedral de San Isaac. Llegamos al hotel a media tarde y nos sentamos junto a la ventana a contemplar la plaza, delante de dos tazas de café; nos costaba hablar, tan emocionados estábamos por haber regresado.

– Cuesta creerlo, ¿verdad? -preguntó Zoya, mientras observaba a la gente que recorría aprisa la calle, procurando no ser atropellada por los coches que pasaban en todas direcciones-. ¿Pensaste alguna vez que volverías a estar aquí?

– No, nunca lo imaginé. ¿Tú sí?

– Oh, sí. Siempre supe que volvería. Y que no sería hasta ahora, al final de mi vida…

– Zoya…

– Oh, lo siento, Georgi. -Sonrió con ternura y puso una mano sobre la mía-. No pretendo ser morbosa. Debí decir que sabía que volvería cuando fuese vieja, eso es todo. No te preocupes; todavía me quedan un buen par de años.

Asentí con la cabeza. Aún me estaba acostumbrando a su enfermedad, a la idea de perderla. Lo cierto es que tenía tan buen aspecto que costaba creer que le pasara algo malo. Era tan hermosa como aquella primera noche que la vi con sus hermanas y Ana Vírubova ante el puesto de castañas en la ribera del Neva.

– Me habría gustado traer aquí a Arina -comentó, y me sorprendió un poco, pues no solía hablar de nuestra hija-. Creo que habría sido bonito enseñarle de dónde procedía.

– O a Michael.

Entrecerró los ojos, y no pareció tan segura.

– Quizá. Pero, incluso ahora, podría ser peligroso para él.

Asentí y seguí su mirada. Era tarde, pero todavía no estaba oscuro. Los dos lo habíamos olvidado, pero nos acordamos al mismo tiempo.

– ¡Las noches blancas! -exclamamos al unísono, y nos echamos a reír.

– No puedo creerlo -dije-. ¿Cómo podemos haber olvidado en qué época del año estamos? Empezaba a preguntarme por qué no oscurecía.

– Georgi, deberíamos salir -propuso con repentino entusiasmo-. Deberíamos salir esta noche, ¿qué te parece?

– Pero ya es tarde. Quizá haya luz, pero tú necesitas descansar. Podemos salir por la mañana.

– No; esta noche -rogó-. No estaremos fuera mucho rato. ¡Oh, por favor, Georgi! Pasear por la ribera del Neva en una noche como ésta… No podemos haber llegado tan lejos y no hacerlo.

Cedí, por supuesto. No había nada que me pidiera y que yo no le concediese.

– De acuerdo. Pero debemos abrigarnos bien. Y no podemos estar mucho tiempo fuera.

Salimos del hotel antes de que pasara una hora y fuimos hacia la ribera del río. Había cientos de personas paseando del brazo, disfrutando de aquella luz tardía, y daba gusto formar parte de ellas. Nos detuvimos a ver la estatua del jinete de bronce en los Jardines de Alejandro, observando cómo los turistas se hacían fotos ante ella. Casi no hablamos durante el paseo; sabíamos adónde nos llevaban nuestros pies, pero no queríamos estropear el momento charlando.

Pasamos ante el Almirantazgo, giramos a la derecha y no tardamos en encontrarnos frente a las dependencias del Estado Mayor que rodeaban la plaza del Palacio. Ante nosotros se alzaba la columna de Alejandro y, más allá, tan brillante e imponente como lo recordaba, el Palacio de Invierno.

– Recuerdo la noche que llegué aquí -musité-. Me acuerdo de cuando pasé junto a la columna como si fuera ayer. Los soldados que me acompañaban me dejaron ahí, junto al palacio, y el conde Charnetski me miró como si fuera algo que se le había pegado a la suela de la bota.

– Era un gruñón -sonrió Zoya.

– Sí. Y entonces me ordenaron entrar a conocer a tu padre. -Traté de que los recuerdos no me abrumaran-. De eso hace más de sesenta años. Casi no puedo creerlo.

– Ven -dijo Zoya echando a andar hacia la plaza, y la seguí con cautela.

Se había quedado muy callada, sin duda con la mente rebosante de recuerdos, más de los que yo tenía de ese lugar; al fin y al cabo, ella había crecido allí. Su infancia, y la de sus hermanos, había transcurrido en el interior de aquellos muros.

– El palacio estará cerrado a estas horas de la noche, Zoya. Mañana, quizá, si quieres entrar…

– No -se apresuró a contestar-. No, no quiero. No hace falta. Mira, Georgi, ¿te acuerdas?

Estábamos en el pequeño pórtico de la entrada, rodeados por los doce pilares de la columnata, donde aquel jinete que pasó cabalgando deprisa la había asustado y ella acabó entre mis brazos. El sitio donde nos besamos por primera vez.

– Ni siquiera nos habíamos dirigido la palabra -dije, riendo al recordarlo.

Zoya me abrazó de nuevo en aquella plaza donde habíamos estado tantos años atrás. Esta vez, cuando nos separamos, nos costó hablar. Yo me sentía cada vez más abrumado por la emoción y me pregunté si no habría sido mala idea haber vuelto allí. Volví la vista hacia la plaza y hurgué en el bolsillo en busca del pañuelo para enjugarme las comisuras de los ojos, decidido a no perder el control sobre mis emociones.

– Zoya… -dije volviéndome hacia ella, pero ya no estaba a mi lado.

Miré alrededor, inquieto, y tardé unos instantes en localizarla. Se había internado en el jardín que se extendía ante la puerta del palacio y estaba sentada junto a la fuente. La observé, recordando aquella vez en que también la había visto junto a la fuente, de perfil, y entonces ella volvió la cabeza y me sonrió.

Podría haber vuelto a ser una jovencita.

Regresamos al hotel lentamente por la ribera del Neva.

– ¡El puente del Palacio! -exclamó Zoya, señalando la enorme estructura que conectaba la ciudad, desde el Hermitage pasando por la isla de Vasilievski-. Lo terminaron.

Reí.

– Por fin. Todos aquellos años con una obra a medias… Primero no podían acabarla, no fuera a despertaros el ruido por las noches, y luego…

– La guerra.

– Sí, la guerra.

Nos detuvimos a verlo y sentimos una oleada de orgullo. Era una obra estupenda. Se había completado por fin. Ya había un enlace con la gente de la isla. Ya no estaban tan solos.

– Disculpen -dijo una voz a nuestra derecha, y al volvernos vimos a un anciano caballero, ataviado con un grueso abrigo y bufanda-. ¿Fuego?

– Lo siento -contesté, mirando el cigarrillo que sostenía ante mí-. Me temo que no fumo.

– Tenga -dijo Zoya, rebuscando en el bolso para sacar una caja de cerillas; ella tampoco fumaba, y me sorprendió que las llevara, pero lo cierto es que el contenido del bolso de mi esposa siempre había sido un misterio para mí.

– Gracias -respondió el hombre cogiendo la caja.

Advertí que su acompañante -supuse que era su esposa- miraba a Zoya. Las dos eran más o menos de la misma edad, y en ambos casos la edad no había minado su belleza. De hecho, lo único que estropeaba las elegantes facciones de la mujer era una cicatriz que le recorría la mejilla izquierda desde el ojo hasta más allá del pómulo. El hombre, apuesto y de espeso cabello blanco, encendió el cigarrillo, sonrió y nos dio las gracias.

– Que disfruten de la tarde -dijo.

– Gracias -contesté-. Igualmente.

Él cogió de la mano a su esposa, que miraba a Zoya con expresión serena. Ninguno de los cuatro habló durante unos instantes, y finalmente la mujer inclinó la cabeza.

– ¿Puede darme su bendición? -preguntó.

– ¿Mi bendición? -repitió Zoya, y la voz se le quebró.

– Por favor, alteza.

– Tiene mi bendición -contestó mi esposa-. Y, por poco que valga, confío en que le traiga la paz.

Hay luz, ya es de día, y la sala de estar me parece fría y poco acogedora cuando abro la puerta y entro. Me detengo un momento, echo un vistazo a la mesa, la cocina, las butacas, el dormitorio, a ese reducido lugar en que hemos compartido nuestra vida, y titubeo. No estoy seguro de poder ir más allá.

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