John Boyne - La casa del propósito especial

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Mientras acompaña a su esposa Zoya, que agoniza en un hospital de Londres, Georgi Danilovich Yáchmenev rememora la vida que han compartido durante sesenta y cinco años, una vida marcada por un gran secreto que nunca ha salido a la luz. Los recuerdos se agolpan en una sucesión de imágenes imborrables, a partir de aquel lejano día en que Georgi abandonó su mísero pueblo natal para formar parte de la guardia personal de Alexis Romanov, el único hijo varón del zar Nicolás II. Así, la fastuosa vida en el Palacio de Invierno, las intimidades de la familia imperial, los hechos que precedieron a la revolución bolchevique y, finalmente, la reclusión y posterior ejecución de los Romanov se entremezclan con el durísimo exilio en París y Londres en una hermosa historia de un amor improbable, al mismo tiempo un apasionante relato histórico y una conmovedora tragedia íntima. Con un dominio absoluto del ritmo y el suspense, John Boyne mantiene vivo el interés hasta las últimas páginas, en las que un inesperado desenlace dejará, una vez más, una profunda huella en los lectores.

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En Izevsk, nos detuvimos a comer en una pequeña taberna antes de dirigirnos a la estación de tren, que estaba más llena de lo que esperaba, cosa que me alegró, pues podríamos mezclarnos con la multitud sin dificultad. Me preocupó que hubiese soldados buscándonos, buscándola a ella, pero no percibí nada fuera de lo corriente. Anastasia llevaba la cabeza gacha en todo momento, y cubría su cabello caoba con una capucha oscura, de forma que parecía una joven campesina más de las que pululaban por allí. Yo todavía tenía casi todos los rublos que había encontrado y tomé la decisión de gastarme casi el doble de lo necesario para disponer de un compartimento privado a bordo del tren. Adquirí dos billetes con destino a Minsk, un trayecto de más de mil quinientos kilómetros. No se me ocurrió otro sitio más lejos al que dirigirnos. Desde Minsk, no tenía ni idea de adonde iríamos.

Hay curiosos momentos de gozo en la vida, placeres inesperados, y uno de ellos sucedió cuando el tren se disponía a partir. El jefe de estación tocó su penetrante silbato, se oyeron gritos que instaban a los últimos pasajeros a embarcar, y entonces empezó a ponerse en marcha la locomotora lanzando vapor. Unos instantes después, el tren aceleraba hasta adquirir una velocidad adecuada, dirigiéndose hacia el este, y miré a Anastasia, cuyo rostro era una súbita imagen del alivio más absoluto. Me incliné hacia ella y le cogí la mano. Pareció sorprendida por aquella inesperada intimidad, como si hubiese olvidado incluso que yo iba a su lado, pero luego me miró y sonrió. No la había visto sonreír en dieciocho meses, y le devolví el gesto, agradecido. Su sonrisa me llenó de esperanza y supe que no tardaría en volver a ser ella misma.

– ¿Tienes frío, amor mío? -pregunté, cogiendo una manta de la rejilla que había sobre los asientos-. Tápate las piernas con esto. Te mantendrá caliente.

Aceptó la manta y luego observó por la ventanilla el inhóspito paisaje. La tierra, los cultivos, los mujiks, los revolucionarios. Poco después volvió a mirarme, y yo contuve el aliento, expectante. Sus labios se separaron. Tragó saliva con cautela. Abrió la boca para hablar. Vi cómo se movía su garganta en el pálido cuello mientras el cerebro le daba a la lengua la orden de hablar, pero justo cuando estaba a punto de empezar, la puerta del compartimento se abrió violentamente. Me giré asustado, pero sentí un alivio inmediato al ver al revisor.

– Sus billetes, señor -pidió.

Antes de dárselos miré a Anastasia, que había apartado la vista para clavarla de nuevo en el paisaje, aferrando el cuello de mi abrigo bajo la barbilla, temblorosa. Alargué una mano, no muy seguro de dónde posarla.

Dusha… -musité.

– Billetes, señor-repitió el revisor, más insistente esta vez.

Me volví, y mi rostro expresó una furia tan repentina que él retrocedió un poco. Abrió la boca para decir algo, pero lo pensó mejor y permaneció en silencio mientras yo sacaba despacio los billetes del bolsillo y se los tendía.

– ¿Viajan hasta Minsk? -preguntó, examinando los billetes con atención.

– Exacto.

– Tienen que hacer transbordo en Moscú. La última parte del viaje se hace en otro tren.

– Sí, ya lo sé -repuse, deseando que nos dejara en paz.

Pero quizá no lo había intimidado tanto como pensaba, porque en lugar de devolverme los billetes y marcharse, los conservó como rehenes de su curiosidad y miró fijamente a Anastasia.

– ¿Se encuentra bien la señorita? -me preguntó.

– Sí, está bien.

– Parece preocupada.

– Está bien -repetí sin titubear-. ¿Todo en orden con los billetes?

– ¿Señorita? -dijo, haciendo caso omiso de mi pregunta-. Señorita, ¿viaja usted con este caballero?

Anastasia se limitó a seguir mirando por la ventanilla, negándose incluso a reconocer la presencia del revisor.

– Señorita -insistió el hombre con tono más áspero-. Señorita, le he hecho una pregunta.

Parecieron transcurrir unos segundos muy largos, y por fin, como si jamás le hubiesen dirigido un insulto mayor, Anastasia se giró y lo miró con frialdad.

– Señorita, ¿puede confirmar que viaja usted con este caballero?

– Por supuesto que viaja conmigo, hombre -espeté-. ¿Por qué si no íbamos a ir sentados juntos? ¿Por qué si no iba a tener los billetes de los dos en mi bolsillo?

– Señor, la joven dama parece alterada. Desearía tener la certeza de que no la han traído aquí por la fuerza.

– ¿Por la fuerza? -repetí, riéndome en su cara-. ¿Está loco o qué? Simplemente está cansada, eso es todo. Llevamos viajando…

Antes de que pudiese acabar la frase, Anastasia me puso una mano en el brazo. La miré sorprendido, y entonces ella retiró la mano y, ya sin temblar, miró al revisor con expresión desafiante.

Advertí que el hombre se había quedado desconcertado por dos cosas: por la súbita compostura de Anastasia y por su digna belleza.

– No me han secuestrado, si es eso lo que insinúa -declaró ella, y su voz sonó un poco cascada por el tiempo que llevaba sin hablar.

– Discúlpeme, señorita -repuso el revisor, avergonzado-. No pretendía insinuar nada semejante. Parecía usted incómoda, eso es todo.

– Éste es un tren incómodo -replicó Anastasia-. Me pregunto por qué su gobierno del pueblo no invierte una parte de su dinero en mejorarlo. Tiene bastante dinero, ¿no es así?

Contuve el aliento, no muy seguro de la conveniencia de aquel comentario. No sabíamos quién era aquel revisor, ni ante quién respondía o cuáles eran sus filiaciones. Anastasia, acostumbrada a no responder ante otro hombre que su padre, había redescubierto su fuerza interior a través de su insolencia. El silencio imperó en el compartimento unos instantes. Si el revisor insistía en indagar, la cosa podía acabar mal para nosotros, pero por fin me devolvió los billetes y apartó la mirada.

– Hay un vagón comedor al final del tren, si tienen hambre -dijo con aspereza-. La próxima parada es Nizni Nóvgorod. Que tengan un viaje agradable.

Asentí con la cabeza y él nos dirigió una última ojeada -Anastasia seguía mirándolo desafiante- antes de cerrar la puerta y dejarnos a solas. Solté un resoplido, sintiendo una gran tensión en el pecho, y me volví hacia Anastasia, que esbozaba una débil sonrisa.

– Has recuperado la voz.

Asintió.

– Georgi -susurró con tristeza.

Le cogí la mano.

– Tienes que contármelo -dije, pero sin que mi tono revelara urgencia, sólo cariño y comprensión-. Tienes que contarme qué pasó.

– Sí. Te lo contaré. Y sólo a ti. Pero primero has de decirme una cosa.

– Lo que sea.

– ¿Me amas?

– ¡Por supuesto que sí!

– ¿Nunca me abandonarás?

– Sólo la muerte podrá separarme de ti, amor mío.

Su rostro se contrajo y supe que no habían sido las palabras más indicadas. Le apreté las manos entre las mías y volví a pedirle que me lo contara todo. Todo lo que había sucedido en la casa Ipátiev.

Los guardias no nos trataban como si fuéramos prisioneros. De hecho, nos permitían salir cuando queríamos, incluso dar largos paseos por el campo que rodeaba la casa, siempre que volviéramos. Por supuesto, obedecíamos. Al fin y al cabo, no teníamos adónde ir. No habríamos podido escondernos en ninguna ciudad o pueblo de Rusia. Decían que en Ekaterimburgo estábamos a salvo, que ellos nos protegían, ocultando nuestro paradero a un país lleno de gente que nos odiaba. Decían que había gente que quería vernos muertos.

Además se mostraban cordiales, lo que siempre me sorprendió. Nos hablaban como si no controlaran nuestra vida. Actuaban como si tuviéramos la libertad de quedarnos o marcharnos, y nunca nos interrogaban sobre nuestras salidas, pero los fusiles que llevaban al hombro nos contaban una historia distinta. Yo me preguntaba si un día me acercaría a la puerta y ellos levantarían la mano para detenerme.

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