John Boyne - La casa del propósito especial

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Mientras acompaña a su esposa Zoya, que agoniza en un hospital de Londres, Georgi Danilovich Yáchmenev rememora la vida que han compartido durante sesenta y cinco años, una vida marcada por un gran secreto que nunca ha salido a la luz. Los recuerdos se agolpan en una sucesión de imágenes imborrables, a partir de aquel lejano día en que Georgi abandonó su mísero pueblo natal para formar parte de la guardia personal de Alexis Romanov, el único hijo varón del zar Nicolás II. Así, la fastuosa vida en el Palacio de Invierno, las intimidades de la familia imperial, los hechos que precedieron a la revolución bolchevique y, finalmente, la reclusión y posterior ejecución de los Romanov se entremezclan con el durísimo exilio en París y Londres en una hermosa historia de un amor improbable, al mismo tiempo un apasionante relato histórico y una conmovedora tragedia íntima. Con un dominio absoluto del ritmo y el suspense, John Boyne mantiene vivo el interés hasta las últimas páginas, en las que un inesperado desenlace dejará, una vez más, una profunda huella en los lectores.

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– ¿Sí?

– ¿Señor Yáchmenev?

– Al habla.

– Buenas noches, señor Yáchmenev -dice una voz de mujer en el otro extremo de la línea-. Siento llamarlo tan tarde.

– No se preocupe, doctora Crawford -contesto, pues la he reconocido de inmediato; al fin y al cabo, ¿quién si no va a llamar a estas horas?

– Me temo que no tengo buenas noticias, señor Yáchmenev. A Zoya no le queda mucho.

– Según usted, aún podían ser semanas -replico, pues es lo que me dijo ese mismo día, poco antes de marcharme del hospital para pasar la noche en casa-. Ha dicho que no había motivo inminente de preocupación. -No estoy enfadado con la doctora, sólo confuso. Cuando un médico te dice algo, escuchas y lo crees. Y te vas a casa.

– Ya lo sé -admite con tono un poco contrito-. Y es lo que pensaba en ese momento. Por desgracia, su mujer ha empeorado esta noche. Señor Yáchmenev, es su decisión, por supuesto, pero creo que sería mejor que viniera.

– No tardaré en llegar -replico, y cuelgo.

Por suerte, aún no me he puesto el pijama, así que sólo tardo unos instantes en coger la cartera, las llaves y el abrigo para dirigirme hacia la puerta. Se me ocurre una cosa y titubeo, preguntándome si puede esperar, pero decido que no; vuelvo a la salita y telefoneo a mi yerno Ralph para informarle.

– Michael está aquí -me dice, y me alegro, porque no tengo otra forma de contactar con mi nieto-. Nos vemos dentro de un rato.

Una vez en la calle, me cuesta unos minutos localizar un taxi, pero por fin se acerca uno; levanto la mano y el vehículo se detiene junto al bordillo. Abro la puerta de atrás, y antes de cerrarla ya le he dado el nombre del hospital al taxista, que empieza a arrancar. Siento la brisa en el rostro y cierro la puerta con firmeza.

A esas horas de la noche las calles están menos tranquilas de lo que esperaba. Grupos de jóvenes emergen de los bares blandiendo dedos ante los demás, decididos a hacerse oír. Más allá, una pareja se pelea y una joven trata de detenerlos interponiéndose entre los golpes; sólo los veo unos instantes al pasar, pero sus caras de odio resultan inquietantes.

El taxi gira de pronto a la izquierda, luego a la derecha, y antes de que me dé cuenta estamos pasando ante el Museo Británico. Miro los dos leones que flanquean la entrada, y me veo allí titubeando antes de entrar a ver al señor Trevors la mañana que me entrevistó, la misma mañana que Zoya empezó a trabajar como operaria en la fábrica de costura Newsom. Fue hace mucho tiempo, yo era muy joven y la vida era difícil; habría dado lo que fuera por estar ahí de nuevo y comprender lo afortunado que era. Por tener juventud y a mi esposa, nuestro amor y nuestra vida por delante.

Cierro los ojos y trago saliva. No voy a llorar. Ya habrá tiempo para las lágrimas esta noche. Pero todavía no.

– ¿Le va bien aquí, señor? -pregunta el taxista deteniéndose en la entrada de visitantes, y le digo que sí, que va bien, y le tiendo el primer billete que encuentro; es demasiado, ya lo sé, pero no me importa.

Salgo al frío aire nocturno y vacilo un momento ante las puertas del hospital; sólo entro cuando oigo que el taxi se aleja.

– Su esposa ya no está en el ala de oncología -me dice en recepción una joven pálida y cansada-. La han trasladado a una habitación privada en la tercera planta.

– Su acento. Usted no es inglesa, ¿verdad?

– No -contesta, alzando la vista un segundo para luego volver a su trabajo.

Ha decidido no decirme de dónde procede, pero estoy seguro de que es algún lugar de Europa del Este. De Rusia no, eso sí lo sé. Yugoslavia, quizá, o Rumania. Uno de esos países.

Subo al ascensor y pulso el 3; aunque la llamada telefónica no haya sido muy explícita, sé lo que significa que trasladen a un paciente a una habitación privada en esta etapa de la enfermedad. Me alegra que el ascensor esté vacío. Me permite pensar, recobrar la compostura. Pero no mucho rato, pues no tardo en salir a un largo pasillo blanco con un mostrador al final. Cuando me dirijo despacio hacia allí, oigo dos voces enzarzadas en una conversación: la de un hombre joven y una mujer algo mayor. Él habla de una entrevista que tiene dentro de poco, al parecer para que lo asciendan en el hospital. Se calla al verme ante él, y una expresión irritada le cruza el rostro ante la interrupción, aunque todavía no he dicho nada. Me pregunto si me toma por uno de los enfermos ancianos de las muchas salas que se despliegan como las patas de un pulpo desde ese pasillo. Quizá cree que me he perdido, o que no puedo dormir, o que he mojado la cama. Es ridículo, por supuesto. Voy completamente vestido. Sólo soy viejo.

– Señor Yáchmenev -dice detrás de él la doctora Crawford, cogiendo una tablilla con documentación-. Ha llegado rápido.

– Sí. ¿Dónde está Zoya? ¿Dónde está mi esposa?

– Está aquí mismo -responde con suavidad, cogiéndome del brazo.

Le aparto la mano, quizá con más brusquedad de la necesaria. No soy un inválido y no voy a permitir que me trate como si lo fuera.

– Lo siento -dice en voz baja.

Pasamos ante una serie de puertas detrás de las cuales están… ¿quiénes? Los muertos, los moribundos y los dolientes, tres estados que yo mismo conoceré antes de que transcurra mucho tiempo.

– ¿Qué ha ocurrido? -pregunto-. Esta noche, quiero decir. Después de que me fuera. ¿Cómo es que ha empeorado?

– Ha sido inesperado. Pero es algo corriente, si he de serle franca. Un paciente puede estar estable, ni mejor ni peor, durante semanas, incluso meses seguidos, y de pronto un día se pone muy enfermo. Hemos trasladado a Zoya a esta habitación para que tengan un poco de intimidad.

– Pero ella podría… -Me interrumpo; no quiero engañarme ni dejarme engañar. Aun así, tengo que saberlo-. Aún podría mejorar, ¿no cree? Con la misma rapidez con que ha empeorado, podría mejorar, ¿no?

La doctora Crawford se detiene ante una puerta cerrada y esboza una media sonrisa al tiempo que me toca el brazo.

– Me temo que no, señor Yáchmenev. Creo que sólo debería concentrarse en pasar con ella el tiempo que les quede. Verá que Zoya sigue conectada a un monitor cardíaco y un gotero, pero aparte de eso no hay más máquinas. Nos parece que así es más agradable. Proporciona mayor dignidad al paciente.

Sonrío, y estoy a punto de echarme a reír. Como si ella o cualquiera pudiese saber hasta qué punto es digna Zoya. «Mi esposa fue educada con dignidad. Es la hija del último zar y mártir de Rusia, bisnieta de Alejandro II, el zar libertador que liberó a los siervos. La madre de Arina Georgievna Yáchmenev. No hay nada que usted pueda hacer para rebajarla.»

Deseo decir eso, pero desde luego no lo hago.

– Estaré en el puesto de enfermería si me necesita -concluye abriendo la puerta-. Por favor, vaya a buscarme cuando quiera.

– Gracias -digo, y ella se aleja, dejándome solo en el pasillo.

Empujo la puerta para abrirla del todo. Me asomo. Y entro.

– ¿Será seguro? -le pregunté cuando estábamos sentados en la terraza de la cafetería en Hamina, en la costa oriental finlandesa, mirando las islas de Vyborgski Zaliv en la distancia, mirando hacia San Petersburgo.

Zoya lo tenía planeado desde el principio, era obvio. Aquél iba a ser nuestro último viaje juntos. Era ella quien había elegido Finlandia, quien había sugerido que viajáramos más al este de lo previsto originalmente, y quien insistía en hacer ese último trayecto juntos.

– Es seguro, Georgi -respondió, y yo le dije que si eso era lo que quería, entonces lo haríamos.

Iríamos a nuestra tierra. No demasiado tiempo. Un par de días como mucho. Sólo para verla. Sólo para estar allí una última vez.

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