Una docena de soldados fueron y vinieron a lo largo de la tarde, apoyándose contra las paredes mientras fumaban, hablaban y reían en pequeños grupos. En cierto momento apareció una pelota de fútbol, nada menos, y durante media hora todos se dedicaron a intentar marcarse goles; el portón de la verja servía de una portería y la pared opuesta, de otra. Casi todos eran jóvenes, de poco más de veinte años, aunque el oficial al mando, que aparecía de vez en cuando para estropearles el juego, era un hombre de más de cincuenta, bajo y musculoso, de ojos pequeños y conducta agresiva. Eran bolcheviques, por supuesto -sus uniformes lo atestiguaban-, pero desempeñaban sus obligaciones de forma despreocupada, mostrándose casi deliberadamente indiferentes ante la elevada jerarquía de sus prisioneros. Las cosas habían cambiado mucho desde la abdicación del zar. En el transcurso de mi odisea de dieciocho meses desde el vagón de tren en Pskov a la casa del propósito especial en Ekaterimburgo, había advertido que ya no se trataba a la familia imperial con el respeto y la deferencia que siempre habían merecido. Si algo hacía la gente era competir entre sí por soltar el insulto más obsceno, condenando públicamente al hombre que antaño consideraran nombrado por Dios para ocupar el trono. Por supuesto, ninguno había visto al zar en persona; de lo contrario, seguramente hubiesen albergado sentimientos distintos hacia él.
Lo que más me sorprendió, sin embargo, fue la displicente seguridad del lugar. En un par de ocasiones salí de mi escondite y anduve camino abajo, pasando ante la verja abierta, teniendo buen cuidado de no mirar a los ojos a nadie, y sólo merecí las miradas indiferentes de los soldados plantados en el sendero de entrada. Para ellos yo era sólo un muchacho, un empobrecido mujik con el que no valía la pena perder el tiempo. El portón permanecía abierto el día entero; en varias ocasiones entró y salió un coche. La puerta principal nunca se cerraba, y yo veía a través de los amplios ventanales de un salón de la planta baja cómo se congregaban los guardias para las comidas. Dado lo poco estricta que era la guardia, me pregunté por qué la familia no bajaría sin más para huir al pueblo que quedaba un poco más allá. A media tarde de mi primer día de vigilancia, mi mirada se vio atraída hacia una ventana del piso superior, donde una figura apareció de pronto muy cerca de las cortinas; supe de inmediato que aquella silueta pertenecía a la mismísima zarina, la emperatriz Alejandra Fédorovna. Pese a nuestra relación con frecuencia antagónica, el corazón me dio un vuelco al verla porque era una prueba, si necesitaba alguna, de que mi viaje había sido un éxito y los había encontrado al fin.
Al anochecer, me disponía a volver a la ciudad en busca de un sitio donde dormir cuando de pronto un perrillo salió corriendo por la puerta principal. Oí voces alteradas, la de una muchacha y la de un hombre, procedentes de la casa. Unos instantes después, la chica salió al sendero, mirando a derecha e izquierda con expresión irritada, y reconocí de inmediato a María, la tercera de las cuatro hijas del zar. Estaba llamando al terrier de la zarina, que para entonces había salido de la finca y cruzado el camino, y se hallaba a salvo entre mis brazos.
María recorrió el sendero con rapidez, llamando al perro, y el animal respondió ladrando. Al oírlo, la gran duquesa miró hacia el bosque y titubeó un instante antes de cruzar el camino y venir directo hacia mí.
– ¿Dónde estás, Eira? -llamó, acercándose más y más, hasta que estuvo a sólo un par de metros de mí en la oscuridad del bosque. Su tono era más nervioso ahora, como si intuyera que no estaba sola-. ¿Estás ahí?
– Sí -contesté, agarrándola del brazo para tirar de ella hacia los matorrales, donde fue a dar directamente contra mí.
Estaba demasiado asustada para gritar y, antes de que recobrara la voz, le tapé la boca con la mano y la sostuve con firmeza mientras se debatía en mis brazos. El perro cayó al suelo y empezó a escarbar la tierra entre gañidos. María giró un poco la cabeza y se le dilataron los ojos al verme, pero su cuerpo se relajó. Me había reconocido. Le dije que dejara de forcejear y que prometiera no gritar. Asintió con la cabeza y la solté.
– Te ruego me perdones, alteza -me apresuré a decir cuando retrocedió un paso, haciéndole una profunda reverencia para tranquilizarla-. Confío en no haberte hecho daño. Es que no podía arriesgarme a que gritaras y alertaras a los guardias.
– No me has hecho daño -contestó; se volvió hacia el perro y chistó para que dejara de gañir-. Me has sorprendido, eso es todo. No estoy segura de creer lo que estoy viendo. Georgi Danílovich, ¿de verdad eres tú?
– Sí -repuse con una sonrisa, encantado de verla de nuevo-. Sí, alteza, soy yo.
– Pero ¿qué haces aquí? ¿Cuánto tiempo llevas oculto entre estos árboles?
– Tardaría demasiado en explicártelo. -Miré hacia la casa para asegurarme de que nadie andaba buscándola-. Me alegra volver a verte, María -añadí, temiendo que fuera un comentario demasiado personal, pero me salió de lo más hondo del corazón-. Llevo buscando a tu familia… bueno, mucho tiempo.
– A mí también me alegra verte, Georgi -contestó con una sonrisa, y me pareció ver lágrimas en sus ojos.
Estaba más delgada; el vestido barato que llevaba le quedaba demasiado grande y le colgaba sin forma. Y hasta en la penumbra del bosque distinguí las marcadas ojeras que indicaban falta de sueño.
– Eres como una maravillosa visión del pasado; a veces tengo la sensación de que aquellos días no eran más que fruto de mi imaginación. Pero aquí estás. Nos has encontrado. -Su emoción era evidente y, sin previo aviso, me echó los brazos al cuello y me abrazó, un gesto de amistad, nada más, pero que aprecié sobremanera.
– ¿Estáis bien? -pregunté apartándome, con una sonrisa tan amplia como la suya, enternecido por el cariñoso reencuentro-. ¿Hay alguien herido? ¿Cómo está tu familia?
– Quieres decir que cómo está mi hermana, ¿no? -repuso sonriendo-. Cómo está Anastasia.
– Sí -admití ruborizándome un poco, sorprendido de que adivinase mis pensamientos-. Claro que tú ya lo sabías…
– Oh, sí, ella me lo dijo hace mucho tiempo. Pero no te preocupes, no se lo he contado a nadie. Después de lo que le pasó a Serguéi Stasyovich… -Alzó la vista con rapidez y sus ojos fueron de un lado a otro en la oscuridad. Su tono se llenó de pronto de emoción y esperanza-. No estará aquí también, ¿verdad? Oh, por favor, dime que lo has traído contigo…
– Lo siento. No lo he visto desde el día que se marchó de San Petersburgo.
– El día que lo echaron de allí, querrás decir.
– Sí, desde entonces. ¿No te ha escrito?
– Si lo ha hecho, no me han entregado sus cartas. Rezo todos los días por que esté bien y logre encontrarme. Imagino que él también anda buscándome. Pero no puedo creer que estés aquí, mi querido y viejo amigo. Sólo que… ahora que estás aquí, ¿a qué has venido?
– Quiero ver a Anastasia. Quiero ayudar a tu familia.
– No hay nada que puedas hacer. En realidad, nadie puede hacer nada.
– Pero no lo entiendo, alteza. Acabas de salir de ahí. Los soldados no han venido en tu busca. ¿Les importa siquiera que vuelvas?
– Les he dicho que iba por el perro de mi madre.
– ¿Y no les ha preocupado? ¿Te han dejado marchar sin más?
– ¿Por qué no? ¿Adónde podría ir, al fin y al cabo? ¿Adónde podría ir cualquiera de nosotros? Mi familia está ahí dentro. Mis padres están en el piso de arriba. Saben que volveré. Nos dan toda la libertad que queramos, excepto la de abandonar Rusia, por supuesto.
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