John Boyne - La casa del propósito especial

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Mientras acompaña a su esposa Zoya, que agoniza en un hospital de Londres, Georgi Danilovich Yáchmenev rememora la vida que han compartido durante sesenta y cinco años, una vida marcada por un gran secreto que nunca ha salido a la luz. Los recuerdos se agolpan en una sucesión de imágenes imborrables, a partir de aquel lejano día en que Georgi abandonó su mísero pueblo natal para formar parte de la guardia personal de Alexis Romanov, el único hijo varón del zar Nicolás II. Así, la fastuosa vida en el Palacio de Invierno, las intimidades de la familia imperial, los hechos que precedieron a la revolución bolchevique y, finalmente, la reclusión y posterior ejecución de los Romanov se entremezclan con el durísimo exilio en París y Londres en una hermosa historia de un amor improbable, al mismo tiempo un apasionante relato histórico y una conmovedora tragedia íntima. Con un dominio absoluto del ritmo y el suspense, John Boyne mantiene vivo el interés hasta las últimas páginas, en las que un inesperado desenlace dejará, una vez más, una profunda huella en los lectores.

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Sophie lo regañaba, pero siempre con buen humor. Siempre que pasábamos una velada juntos, la conversación acababa centrándose en la política. Leo era un artista, y bueno, además, pero como la mayoría de los artistas creía que el mundo que recreaba en sus lienzos era un mundo corrupto, necesitado de hombres íntegros, hombres como él, que saltaran a la palestra y lo reclamaran para el pueblo. Leo era joven, como atestiguaba su ingenuidad, pero confiaba en presentarse algún día a las elecciones legislativas. Era un idealista y un soñador, pero también era indolente, y yo dudaba que algún día reuniera la energía necesaria para poner en marcha una campaña electoral.

– Pero esto es importante -insistió él-. Cada uno tiene un país al que llama su patria, ¿no es así? Y durante toda la vida tendremos la responsabilidad de hacer de ese país un lugar mejor para todos.

– ¿Mejor en qué sentido? -quiso saber Sophie-. A mí me gusta Francia tal como es, ¿a ti no? No me imagino viviendo en ningún otro sitio. No quiero que cambie.

– Mejor en el sentido de que sea más justo para todos. Más equitativo socialmente. Que haya libertad económica. Liberalización de la política.

– ¿Qué quieres decir con eso? -inquirió Zoya, y su voz sonó cortante, sin el ebrio entusiasmo de Sophie ni la hostil superioridad moral de Leo. Llevaba un rato callada, con los ojos cerrados pero despierta, relajada al parecer en el cálido ambiente de la habitación y el lujo del alcohol. Los tres la miramos.

– Bueno -respondió Leo encogiéndose de hombros-, que para mí es lógico que cada ciudadano tenga una responsabilidad hacia…

– No -lo interrumpió-, no es eso. Lo que has dicho antes, lo de un país como el nuestro.

Leo reflexionó unos instantes y volvió a encogerse de hombros, como si la cuestión fuese perfectamente obvia.

– Ah, eso. -Se incorporó sobre un codo, entusiasmado con el tema-. Mira, Zoya, mi país, Francia, pasó siglos bajo el peso opresivo de una aristocracia repugnante, generaciones de parásitos que chuparon la sangre de los trabajadores de esta nación, robaron nuestro dinero, tomaron nuestras tierras, nos hicieron pasar hambre y ser pobres mientras ellos satisfacían sus apetitos y perversiones hasta el exceso. Y al final dijimos: «¡Esto es demasiado!» Nos resistimos, nos sublevamos, les pusimos grilletes a esos gordos aristócratas, los llevamos a la place de la Concorde, y ¡zas! -Con la palma de la mano, imitó la hoja al caer-. ¡Les cortamos la cabeza! Y recuperamos el poder. Pero, amigos míos, eso fue hace casi ciento cincuenta años. Mi retatarabuelo luchó con Robespierre, ¿sabéis? Irrumpió en la Bastilla con…

– Oh, Leo -protestó Sophie con frustración-, eso no lo sabes. Siempre lo dices, pero ¿qué pruebas tienes?

– Tengo la prueba de que le contó a su hijo historias sobre su heroísmo -contestó él a la defensiva-. Y esas historias se han transmitido de padre a hijo desde entonces.

– Sí -dijo Zoya, creo que con cierta frialdad-. Pero ¿qué tiene que ver eso con Rusia? No estás comparando cosas semejantes.

– Bueno… -Leo soltó un bufido desdeñoso-. Sólo me pregunto por qué la Madre Rusia tardó tanto tiempo en hacer lo mismo. Pues ya me diréis cuántos siglos llevabais los campesinos como vosotros (perdonadme los dos, pero llamemos a las cosas por su nombre) soportando una existencia miserable para que los palacios siguieran abiertos y se celebraran bailes. Para que hubiese acontecimientos sociales. -Sacudió la cabeza como si el concepto fuera demasiado para él-. ¿Por qué tardasteis tanto en echar a vuestros autócratas? ¿En reclamar el poder sobre vuestra propia tierra? ¿En cortarles la cabeza, ya puestos? Aunque no hicisteis eso. Vosotros les disparasteis, según recuerdo.

– Sí -repuso Zoya-. Eso hicimos.

No recuerdo cuánto había bebido aquella noche, un montón, sospecho, pero me despejé de inmediato y deseé haber advertido el rumbo que tomaba la conversación. De haberlo previsto, podría haber cambiado rápidamente de tema, pero ya era demasiado tarde: Zoya estaba muy tiesa en el sofá, mirando fijamente a Leo, muy pálida.

– Qué estúpido eres -espetó-. ¿Qué sabes tú de Rusia, aparte de lo que has leído en los periódicos? No puedes comparar tu país con el nuestro. Son absolutamente distintos. Tus afirmaciones son simplistas e ignorantes.

– Zoya… -Leo se sorprendió por su agresividad, pero no quiso ceder terreno; a mí me gustaba mucho Leo, pero era de los que siempre creían tener razón en esos temas y miraban con asombro y lástima a quienes no compartían sus opiniones-. Los hechos no se prestan a discusión. No hay más que recurrir al material publicado sobre el tema para ver que…

– ¿Te considerarías un bolchevique, entonces? -preguntó Zoya-. ¿Un revolucionario?

– Estaría de parte de Lenin, desde luego. Es un gran hombre. Proceder de donde procede y lograr todo lo que ha logrado…

– Es un asesino.

– ¿Y el zar no lo era?

– Leo -me apresuré a intervenir, dejando el vaso en la mesa-, es descortés hablar de esa manera. Debes comprender que nosotros nos criamos durante el gobierno del zar. Mucha gente lo veneraba y continúa venerándolo. Dos de esas personas están en esta habitación contigo. Tal vez sepamos más sobre el zar y los bolcheviques e incluso Lenin que tú, puesto que vivimos esos tiempos y no sólo leímos al respecto. Tal vez hemos sufrido más de lo que puedes entender.

– Y tal vez no deberíamos hablar de estas cosas el día de Navidad -añadió Sophie, volviendo a llenar los vasos-. Estamos aquí para pasarlo bien, ¿no?

Leo se encogió de hombros y se arrellanó en el asiento, contento de dejar el tema, seguro en su arrogancia de que tenía razón y de que éramos demasiado tontos para verlo. Zoya habló muy poco más aquella noche, y la celebración concluyó con cierta tensión; los apretones de manos fueron un poco forzados; los besos, un poco mecánicos.

– ¿Es eso lo que piensa la gente? -me preguntó Zoya cuando regresábamos andando a nuestras habitaciones separadas-. ¿Es así como recuerdan al zar? ¿Como nosotros pensamos en Luis XVI?

– No sé qué piensa la gente. Y no me importa. Lo que importa es lo que pensemos nosotros. Lo que importa es lo que sabemos.

– Pero han corrompido la historia, no saben nada de nuestras luchas. Rusia suele analizarse en términos muy simplistas. Los privilegiados son monstruos, los pobres son héroes. Esos revolucionarios hablan de forma muy idealista, pero sus teorías son muy ingenuas. Qué absurdo.

– Leo no es precisamente un revolucionario -reí, tratando de quitarle hierro al asunto-. Es un pintor, nada más. Le gusta pensar que puede cambiar el mundo, pero ¿qué hace a diario, aparte de pintar retratos para gordos turistas y beberse el dinero en los cafés, endilgando sus opiniones a quien quiera escucharlas? No deberías preocuparte por lo que diga.

Zoya seguía sin estar convencida. Habló poco el resto del trayecto y me permitió tan sólo darle un casto beso en la mejilla al despedirnos, como el que una chica le daría a un hermano. Pensé que la esperaba una noche difícil, dándole vueltas a todas las cosas que querría decir, a toda la rabia que querría expresar. Deseé que me invitara a entrar, sólo para compartir sus inquietudes con ella, nada más. Para hacerme cómplice de su rabia, porque yo también la sentía.

Celebramos nuestra segunda Navidad trece días después, el 7 de enero, y devolvimos el cumplido invitando a Leo y Sophie a cenar en un café. Era imposible preparar una comida en alguna de nuestras habitaciones -las caseras no lo habrían permitido-, y de todos modos me avergonzaba que Zoya y yo no viviésemos juntos, por lo que no habría disfrutado como invitado en su casa ni recibiéndola como invitada en la mía. Me pregunté si Leo y Sophie hablarían de nuestros alojamientos separados, y tuve la convicción de que sí. De hecho, una vez Leo se refirió a mí, en un momento de ebriedad eufórica, como su «joven e inocente amigo»; a mí me ofendió la insinuación de casta ingenuidad que acarreaban sus palabras, una insinuación que no hizo nada por mejorar mi autoestima. En otra ocasión, se ofreció a llevarme a una casa particular que conocía para que solucionara mi problema, pero rechacé la propuesta y preferí irme a casa para satisfacer mi lujuria a solas.

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