John Boyne - La casa del propósito especial

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Mientras acompaña a su esposa Zoya, que agoniza en un hospital de Londres, Georgi Danilovich Yáchmenev rememora la vida que han compartido durante sesenta y cinco años, una vida marcada por un gran secreto que nunca ha salido a la luz. Los recuerdos se agolpan en una sucesión de imágenes imborrables, a partir de aquel lejano día en que Georgi abandonó su mísero pueblo natal para formar parte de la guardia personal de Alexis Romanov, el único hijo varón del zar Nicolás II. Así, la fastuosa vida en el Palacio de Invierno, las intimidades de la familia imperial, los hechos que precedieron a la revolución bolchevique y, finalmente, la reclusión y posterior ejecución de los Romanov se entremezclan con el durísimo exilio en París y Londres en una hermosa historia de un amor improbable, al mismo tiempo un apasionante relato histórico y una conmovedora tragedia íntima. Con un dominio absoluto del ritmo y el suspense, John Boyne mantiene vivo el interés hasta las últimas páginas, en las que un inesperado desenlace dejará, una vez más, una profunda huella en los lectores.

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– No lo comprendo -dijo Sophie, quitándose el abrigo y agitando la larga melena oscura cuando nos sentábamos-. ¿Una segunda Navidad?

– Es la Navidad ortodoxa rusa tradicional -expliqué-. Tiene algo que ver con los calendarios juliano y gregoriano. La cosa es muy complicada. Los bolcheviques preferirían que el pueblo se adaptara al resto del mundo, y hay cierta ironía en eso, pero los tradicionalistas pensamos de otro modo. De ahí un día de Navidad distinto.

– Por supuesto -dijo Leo con una sonrisa encantadora-. ¡Dios no permita que suscribáis las consignas bolcheviques!

Zoya y Leo no habían hablado desde el incidente anterior y el recuerdo de la discusión pendía sobre la mesa como una nube, pero el hecho de que los hubiésemos invitado implicaba que no deseábamos perder su amistad, de modo que, dicho sea en su honor, Leo fue el primero en pedir la paz.

– Creo que te debo una disculpa, Zoya -dijo tras un par de vasos de vino y un visible codazo de Sophie para ponerlo en marcha-. Quizá fui un poco grosero contigo el día de Navidad. Nuestro día de Navidad, quiero decir. Es probable que estuviera un poco borracho. Dije algunas cosas improcedentes. No tenía derecho a hablar de vuestro país como lo hice.

– Cierto, no debiste hacerlo -respondió Zoya, sin agresividad alguna-. Pero también es cierto que yo no debería haber reaccionado como reaccioné; no me educaron de esa manera, y creo que yo también te debo una disculpa.

Reparé en que ninguno de los dos concedía que su punto de vista fuese incorrecto, pues en realidad no se estaban disculpando sino sólo simulando que se debían una disculpa, pero me abstuve de mencionarlo.

– Bueno, eres una invitada en nuestro país -dijo Leo con una amplia sonrisa-, y como tal, fue injusto por mi parte hablar de esa forma. Si me lo permites… -Levantó el vaso y todos lo imitamos-. Por Rusia.

– Por Rusia -respondimos al unísono, entrechocando los vasos antes de beber un buen trago.

Vive la révolution! -añadió Leo en voz baja, pero creo que sólo lo oí yo. Unos instantes después, dijo-: De todos modos, me pregunto por qué nunca habláis de Rusia. Si era un sitio tan maravilloso, quiero decir. Oh, vamos, no me mires de ese modo, Sophie; he planteado una cuestión perfectamente razonable.

– A Zoya no le gusta hablar de Rusia -repuso Sophie, pues en más de una ocasión había intentado que su nueva amiga le hiciera confidencias sobre su pasado, pero había acabado por rendirse.

– De acuerdo, ¿y qué me dices de ti, Georgi? -preguntó Leo-. ¿No puedes hablarnos un poco de tu vida antes de llegar a París?

– Hay muy poco que contar -respondí encogiéndome de hombros-. Diecinueve años viviendo en una granja, y poco más. No hay mucho material para anécdotas.

– Bueno, ¿y dónde os conocisteis? Zoya, tú eres de San Petersburgo, ¿verdad?

– En un compartimento de tren -contesté yo-. El día que los dos abandonamos Rusia para siempre íbamos sentados uno frente al otro; no había nadie más y empezamos a charlar. Hemos estado juntos desde entonces.

– Qué romántico -suspiró Sophie-. Pero decidme una cosa: si celebráis dos días de Navidad, sin duda recibiréis dos regalos. ¿Tengo razón? Ya sé que le regalaste un perfume el primer día de Navidad, Georgi. ¿Qué me dices, Zoya? ¿Hoy te ha regalado algo más?

Zoya me miró y sonrió, y yo asentí con la cabeza, contento de que fuera a contárselo. Ella rió un poco y los miró con una sonrisa de oreja a oreja.

– Sí, por supuesto que me ha hecho un regalo. ¿No os habéis dado cuenta?

Dicho lo cual, alargó la mano izquierda para enseñarles mi obsequio. No me sorprendió que no lo hubiesen advertido. Debía de ser el anillo de compromiso más pequeño de la historia, pero era cuanto podía permitirme. Y lo importante era que Zoya lo llevaba puesto.

Nos casamos en el otoño de 1919, casi quince meses después de haber huido de Rusia, en una ceremonia tan austera que habría parecido patética si la intensidad de nuestro amor no hubiese compensado su escasez.

Educados en la observancia de una doctrina estricta y férrea, deseábamos que la bendición de la Iglesia santificara nuestra unión. Sin embargo, no había iglesias ortodoxas rusas en París, de modo que sugerí casarnos en una católica francesa, pero Zoya se negó de plano y casi pareció enfadarse ante mi propuesta. Yo nunca había sido especialmente creyente, aunque no cuestionaba la fe que me habían inculcado, pero Zoya tenía otros sentimientos: veía el rechazo a nuestro credo como un paso definitivo que la alejaba de nuestra patria, y no estaba dispuesta a darlo.

– Pero ¿dónde, entonces? -pregunté-. No pensarás que deberíamos volver a Rusia para la ceremonia, ¿verdad? Ya sólo el peligro sería…

– Por supuesto que no -replicó, aunque yo sabía que una parte de ella ansiaba regresar a nuestro país. Tenía una conexión con la tierra y su gente de la que yo me había desprendido con rapidez; era una parte indeleble de su carácter-. Pero no me consideraría verdaderamente casada sin las debidas ceremonias. Piensa en mis padres, en cómo se sentirían si rechazara nuestras tradiciones.

Ante eso no había discusión posible, de modo que me puse a buscar un sacerdote ortodoxo ruso. La comunidad rusa era pequeña y estaba diseminada, y nunca habíamos intentado integrarnos en ella. De hecho, la única ocasión en que una pareja rusa entró en la librería donde yo trabajaba, sus voces -la musicalidad del acento cuando hablaban entre ellos en nuestra lengua natal- me evocaron imágenes y recuerdos que me aturdieron de nostalgia y pesar, y me vi obligado a excusarme y salir al callejón detrás de la tienda, fingiendo una repentina indisposición y dejando a mi jefe, monsieur Ferré, presa de la irritación por tener que atender él mismo a la pareja. Yo sabía que la mayor parte de mis compatriotas refugiados vivían y trabajaban en el barrio de Neuilly, en el distrito dix-septième, y lo evitábamos deliberadamente, pues no deseábamos entrar en un ámbito que podía suponer un peligro potencial.

Fui sutil en mi labor de investigación, y por fin me presentaron a un anciano llamado Rajletski, que vivía en una pequeña casa de vecinos en Les Halles y que estuvo de acuerdo en oficiar la ceremonia. Me contó que se había ordenado sacerdote en Moscú durante la década de 1870 y que era un verdadero creyente, pero que se había peleado con su diócesis tras la revolución de 1905 y se había trasladado a Francia. Súbdito leal del zar, se opuso enérgicamente al sacerdote revolucionario, el padre Gapón, e intentó disuadirlo de organizar la marcha sobre el Palacio de Invierno aquel año.

– Gapón era combativo -me contó-. Un anarquista que se describía como defensor de los trabajadores. Faltó a las convenciones de la Iglesia casándose dos veces y desafiando al zar, y aun así lo convirtieron en héroe.

– Antes de volverse contra él y ahorcarlo -repuse, como un muchacho ingenuo que tratara con condescendencia a un anciano.

– Sí -admitió-. Pero ¿cuántas personas inocentes murieron por su culpa el Domingo Sangriento? ¿Mil? ¿Dos mil? ¿Cuatro mil? -preguntó, apenado y furioso a partes iguales-. Yo no podía quedarme después de eso. Él habría ordenado que me mataran por mi desobediencia. Siempre me ha asombrado, Georgi Danílovich, que aquellos a quienes más repugna un gobierno autócrata o dictatorial sean los primeros en eliminar a sus enemigos una vez que acceden al poder.

– El padre Gapón nunca consiguió ningún poder -puntualicé.

– Pero Lenin sí -repuso sonriendo-. No es más que otro zar, ¿no crees?

No le comenté sus opiniones políticas a Zoya, aunque habría estado de acuerdo con ellas, porque me pareció mal relacionar esos recuerdos con el día de nuestra boda. Tan sólo le hablé del padre Rajletski como un exiliado más, obligado a abandonar su patria por el avance de las fuerzas del kaiser. Me había costado mucho encontrarlo; no quería problemas que pospusieran nuestro enlace más de lo necesario.

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