John Boyne - La casa del propósito especial

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La casa del propósito especial: краткое содержание, описание и аннотация

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Mientras acompaña a su esposa Zoya, que agoniza en un hospital de Londres, Georgi Danilovich Yáchmenev rememora la vida que han compartido durante sesenta y cinco años, una vida marcada por un gran secreto que nunca ha salido a la luz. Los recuerdos se agolpan en una sucesión de imágenes imborrables, a partir de aquel lejano día en que Georgi abandonó su mísero pueblo natal para formar parte de la guardia personal de Alexis Romanov, el único hijo varón del zar Nicolás II. Así, la fastuosa vida en el Palacio de Invierno, las intimidades de la familia imperial, los hechos que precedieron a la revolución bolchevique y, finalmente, la reclusión y posterior ejecución de los Romanov se entremezclan con el durísimo exilio en París y Londres en una hermosa historia de un amor improbable, al mismo tiempo un apasionante relato histórico y una conmovedora tragedia íntima. Con un dominio absoluto del ritmo y el suspense, John Boyne mantiene vivo el interés hasta las últimas páginas, en las que un inesperado desenlace dejará, una vez más, una profunda huella en los lectores.

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– Georgi -contestó, negando con la cabeza-. No podemos vivir juntos, ya lo sabes. No estamos casados.

– Sí, claro -repuse, con la boca tan seca que se me pegaba la lengua al paladar-. Pero corren nuevos tiempos para nosotros, ¿no es así? Aquí no conocemos a nadie, sólo nos tenemos el uno al otro. Pensaba que quizá…

– No, Georgi -me interrumpió con firmeza, mordiéndose un poco el labio-. Eso no. Todavía no. No puedo.

– Entonces… entonces nos casaremos -sugerí, sorprendido porque no se me hubiese ocurrido antes-. Pero si eso es lo que siempre he querido hacer… ¡Nos convertiremos en marido y mujer!

Ella me miró boquiabierta, y por primera vez desde que se arrojara en mis brazos una semana antes, rió y puso los ojos en blanco, no para insinuar que era un loco, sino que mi propuesta era una locura.

– Georgi, ¿me estás pidiendo que me case contigo?

– Sí, te lo pido -afirmé con una gran sonrisa-. Quiero que seas mi esposa.

Traté de arrodillarme como exigía la tradición, pero el espacio entre los bancos del compartimento del tren era demasiado estrecho para que resultara elegante. Al final conseguí hincar una rodilla en el suelo, pero tuve que doblar el cuello para mirarla.

– Todavía no tengo anillo que ofrecerte, pero mi corazón te pertenece. Hasta la última parte de mi ser te pertenece, ya lo sabes.

– Sí, lo sé -contestó, tirando de mí para levantarme, y luego me empujó con suavidad para que me sentara-. Pero ¿me lo estás pidiendo para que podamos… para que…?

– ¡No! -exclamé, molesto porque tuviera tan mala opinión de mí-. No, Zoya, no es por eso. Te lo pido porque quiero pasar mi vida contigo. Todos mis días y mis noches. Para mí no existe nadie más en este mundo, debes saber que es así.

– Y para mí tampoco existe nadie más, Georgi -musitó-. Pero no puedo casarme contigo. Todavía no.

– ¿Por qué no? -pregunté, conteniendo la irritación-. Si nos queremos, si estamos juntos, entonces…

– Georgi… piensa un poco, por favor. -Apartó la vista después de susurrar esas palabras, y me sentí avergonzado de inmediato.

Por supuesto, ¿cómo podía ser tan insensible? Era absolutamente inapropiado por mi parte sugerir nuestra unión en esos momentos, pero yo era joven, rezumaba amor y no deseaba otra cosa que estar con ella para siempre.

– Lo siento -murmuré-. Lo he dicho sin pensar. Ha sido desconsiderado por mi parte -añadí, y advertí que ella estaba al borde de las lágrimas-. No volveré… no volveré a hablar de este asunto. Hasta que llegue el momento adecuado -apostillé, pues quería dejar claro que no iba a olvidarme del tema-. ¿Tengo tu permiso, Zoya, para volver a mencionarlo? ¿En el futuro?

– Viviré esperando que lo hagas -contestó sonriendo de nuevo.

Pensé que eso suponía que estábamos comprometidos, y mi corazón se llenó de alegría.

Y así llegamos a las colinas de Montmartre y llamamos a puertas distintas en busca de habitaciones de alquiler. No teníamos equipaje, ni otra ropa que los andrajos que vestíamos. Carecíamos de pertenencias. Disponíamos de muy poco dinero. Habíamos llegado a un país extraño para empezar de cero, y cada posesión que tuviésemos a partir de entonces haría referencia a esa nueva existencia. De hecho, no conservábamos nada de nuestra antigua vida, excepto nosotros mismos.

Pero me pareció que con eso bastaría, sin duda.

Ese invierno celebramos la Navidad dos veces.

A mediados de diciembre, nuestros amigos Leo y Sophie nos mandaron una invitación para cenar con ellos el 25, el día tradicional de la celebración cristiana, en su piso cerca de la place du Tertre. Me preocupó cómo afrontaría Zoya una festividad como ésa y le propuse olvidarnos de la Navidad y pasar la tarde paseando por las riberas del Sena, los dos solos, disfrutando de la rara paz que ofrecería el día.

– Pero yo quiero ir, Georgi -dijo, sorprendiéndome con su entusiasmo-. ¡Suena muy divertido por lo que cuentan! Y no nos vendría mal un poco de diversión, ¿no crees?

– Por supuesto -respondí, contento con su reacción, pues yo también quería ir-. Pero sólo si estás segura. Puede ser un día difícil, nuestra primera Navidad desde que dejamos Rusia.

– Me parece… -Titubeó un instante, reflexionando-. Me parece que puede ser buena idea pasarla con amigos. Así habrá menos tiempo para pensar en cosas tristes.

En los cinco meses que llevábamos viviendo en París, la personalidad de Zoya había empezado a cambiar. En Rusia ya era vivaz y divertida, desde luego, pero en París comenzó a bajar la guardia más y más y daba rienda suelta a su entusiasmo. El cambio le sentaba bien. Seguía siendo austera, pero se había abierto más a los placeres que el mundo brindaba, aunque con nuestra posición económica, lastimosa, podíamos aprovechar bien pocos. Sin embargo, había momentos, muchos momentos, en que su dolor volvía a la superficie, en que aquellos recuerdos terribles derribaban las barricadas de su memoria y la dejaban abatida. En esas ocasiones prefería quedarse sola, y no sé cómo luchaba para abrirse paso en la oscuridad. Había mañanas en que nos encontrábamos para desayunar y aparecía pálida y con grandes ojeras; yo le preguntaba cómo estaba y ella evitaba mis preguntas, diciendo que no valía la pena hablar, que simplemente no había podido dormir. Si yo insistía, ella cambiaba de tema, molesta. Aprendí a dejarle espacio para enfrentarse a esos horrores por sí misma. Ella sabía que yo estaba ahí; sabía que la escucharía siempre que quisiera hablar.

Zoya había conocido a Sophie en la tienda de confección donde ambas trabajaban, y no tardaron en hacerse amigas. Confeccionaban vestidos sencillos para las parisinas, en una tienda que había proporcionado prendas funcionales durante toda la guerra. Conocimos al novio pintor de Sophie, Leo, y los cuatro formamos un cuarteto habitual para cenar o pasear los domingos, cuando cruzábamos el Sena con espíritu aventurero y nos internábamos en los Jardines de Luxemburgo. Leo y Sophie me parecían muy cosmopolitas, y los idolatraba un poco, pues sólo eran un par de años mayores que nosotros pero vivían juntos en franca armonía y exhibían su pasión incluso en público, con frecuentes muestras de afecto que, confieso, me avergonzaban y excitaban a un tiempo.

– He asado un pavo -anunció Sophie aquel día de Navidad.

Dejó sobre la mesa un ave de aspecto extraño: una parte parecía haber pasado demasiado rato en el horno mientras que el resto conservaba un curioso tono rosado; una peculiaridad extraordinaria que volvía el plato muy poco apetitoso. Sin embargo, con la compañía de que disfrutábamos y fluyendo el vino como fluyó, no nos importaron semejantes sutilezas, y comimos y bebimos toda la noche. Zoya y yo apartábamos la vista siempre que nuestros anfitriones intercambiaban sus largos y vehementes besos.

Después de cenar, nos instalamos en los dos sofás de la sala de estar para hablar de arte y política. Zoya apoyó su cuerpo contra el mío y me permitió rodearle los hombros con el brazo, y la calidez de su piel contra la mía y el aroma de su cabello, normalmente de lavanda pero perfumado un rato antes con una fragancia de Sophie, me resultaron embriagadores.

– Y vosotros dos que venís de Rusia… -dijo Leo, animándose con su tema favorito- debéis de haber pasado la vida empapados de política.

– En realidad, no -repuse-. Yo crecí en una aldea donde no había tiempo para esas cosas. Trabajábamos, cultivábamos la tierra, intentábamos sobrevivir. No teníamos tiempo para debates. Se habría considerado un gran lujo.

– Deberíais haber encontrado el tiempo. En especial en un país como el vuestro.

– Oh, Leo -intervino Sophie sirviendo más vino-, ¡no empieces otra vez, por favor!

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