John Boyne - La casa del propósito especial

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Mientras acompaña a su esposa Zoya, que agoniza en un hospital de Londres, Georgi Danilovich Yáchmenev rememora la vida que han compartido durante sesenta y cinco años, una vida marcada por un gran secreto que nunca ha salido a la luz. Los recuerdos se agolpan en una sucesión de imágenes imborrables, a partir de aquel lejano día en que Georgi abandonó su mísero pueblo natal para formar parte de la guardia personal de Alexis Romanov, el único hijo varón del zar Nicolás II. Así, la fastuosa vida en el Palacio de Invierno, las intimidades de la familia imperial, los hechos que precedieron a la revolución bolchevique y, finalmente, la reclusión y posterior ejecución de los Romanov se entremezclan con el durísimo exilio en París y Londres en una hermosa historia de un amor improbable, al mismo tiempo un apasionante relato histórico y una conmovedora tragedia íntima. Con un dominio absoluto del ritmo y el suspense, John Boyne mantiene vivo el interés hasta las últimas páginas, en las que un inesperado desenlace dejará, una vez más, una profunda huella en los lectores.

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– Me alegra que estéis todos bien. Echo de menos nuestros tiempos en el Palacio de Invierno.

– Yo echo de menos el Standart -repuso, pues el barco imperial siempre había sido su residencia real favorita-. Y también mis juguetes y mis libros. Aquí tenemos muy pocos.

– Pero ¿has estado bien desde que llegaste a Ekaterimburgo? ¿No has sufrido ningún contratiempo?

– No. Mi madre no me deja salir mucho. El doctor Féderov está aquí también, por si acaso, pero he estado bien, gracias.

– Me alegra oírlo.

– ¿Y a ti, Georgi Danílovich, qué tal te ha ido? ¿Sabes que ya tengo trece años?

– Sí, lo sé. Conmemoré tu cumpleaños el pasado agosto.

– ¿De qué manera?

– Encendí una vela por ti. -Me acordé del día que había caminado casi ocho horas para encontrar una iglesia donde conmemorar el nacimiento del zarévich-. Encendí una vela y recé por que estuvieras sano y salvo, y rogué que Dios te protegiera de todo mal.

– Gracias -contestó con una sonrisa-. El mes que viene cumpliré catorce. ¿Harás lo mismo entonces?

– Sí, por supuesto. Lo haré el doce de agosto de cada año mientras viva.

Alexis asintió con la cabeza y miró el patio. Pareció sumirse en sus pensamientos y no dije nada para no molestarlo; me limité a seguir con mi tarea.

– ¿Podrás quedarte aquí, Georgi? -preguntó por fin.

Lo miré y negué con la cabeza.

– No lo creo. Uno de los soldados me ha dicho que me daría unos rublos si cambiaba este neumático.

– ¿Y qué harás con ellos?

– Comer.

– ¿Vendrás después? No tenemos a nadie que nos proteja, ya sabes.

– Ahora os protegen los soldados. Para eso están aquí, ¿no?

– Eso nos dicen, sí. -Frunció el entrecejo, pensativo-. Pero no les creo. Me parece que no les gustamos. Desde luego, a mí ellos no me gustan. Les oigo decir cosas terribles. De mi madre, de mis hermanas. No nos muestran respeto. Olvidan cuál es su sitio.

– Pero debes escucharlos, Alexis -dije, preocupado por su seguridad-. Si te portas bien con ellos, te tratarán bien.

– Ahora todo el mundo me llama Alexis.

– Acepta mis disculpas, señor -repuse inclinando la cabeza-. Alteza.

Se encogió de hombros como si en realidad no tuviera importancia, pero advertí que estaba muy confuso con su nueva condición.

– Tú también tienes hermanas, ¿verdad, Georgi?

– Sí. Tenía tres. Pero no sé qué ha sido de ellas. No las he visto desde que me marché de Kashin.

– Así pues, entre los dos tenemos siete hermanas y ningún hermano.

– Exacto.

– Es raro, ¿verdad?

– Un poco.

– Siempre quise tener un hermano -musitó mirando el suelo. Recogió unos guijarros del sendero y se los pasó de una mano a otra.

– Nunca me lo habías contado -me sorprendí.

– Bueno, pues es verdad. Siempre pensé que estaría bien tener un hermano mayor. Alguien que cuidara de mí.

– Entonces el zarévich habría sido él, no tú.

– Sí, lo sé. Habría sido maravilloso.

Fruncí el entrecejo, asombrado de que dijera eso.

– ¿Y tú, Georgi, nunca quisiste un hermano?

– Pues no. Nunca lo pensé. Tuve un amigo una vez, Kolek Boríavich… crecimos juntos. Era como un hermano para mí.

– ¿Y dónde está ahora? ¿Luchando en la guerra?

– No; murió.

– Lo lamento.

– Sí, bueno, fue hace mucho tiempo.

– ¿Cuánto?

– Casi tres años.

– Eso no es tanto tiempo.

– A mí me parece toda una vida. Bueno, tú no tienes un hermano y Kolek Boríavich está muerto, pero tú y yo estamos vivos. Quizá yo podría ser un hermano mayor para ti, Alexis. ¿Qué te parecería?

Se quedó mirándome.

– Pero eso es imposible -dijo poniéndose en pie-. Al fin y al cabo, tú eres sólo un mujik y yo soy el hijo del zar.

– Sí -admití con una sonrisa. No pretendía ofenderme, pobre chico. Era simplemente la forma en que lo habían educado-. Sí, es imposible.

– Pero podemos ser amigos -se apresuró a añadir, como advirtiendo que había dicho algo indebido-. Siempre seremos amigos, Georgi, ¿verdad?

– Sí, por supuesto. Y cuando te marches de aquí, seguiremos siendo grandes amigos para siempre. Te lo prometo.

Me sonrió otra vez y negó con la cabeza.

– Nunca nos iremos de aquí, Georgi Danílovich -dijo con firmeza-. ¿No lo sabes?

Titubeé, desconcertado por su convicción, pensando en cómo tranquilizarlo, pero entonces miré hacia la casa y vi que María se dirigía rápidamente hacia nosotros.

– Alexis -dijo, cogiéndolo del brazo-, conque estás aquí. Te estaba buscando.

– María, mira, es Georgi Danílovich.

– Ya lo veo -respondió ella, mirándome a los ojos antes de volverse hacia su hermano-. Vuelve a la casa. Padre pregunta por ti. Pero no le digas con quién estabas hablando, ¿entendido?

– ¿Por qué? Querrá saberlo.

– Podemos decírselo después, pero ahora no. Lo reservaremos como una sorpresa especial. Alexis, confía en mí, ¿de acuerdo?

– Vale -repuso el niño encogiéndose de hombros-. Bueno, adiós, Georgi -se despidió, tendiéndome la mano con formalidad, como hacía ante generales y príncipes; yo se la estreché con energía, sonriendo.

– Adiós, Alexis. Nos veremos después, estoy seguro.

Asintió con la cabeza y echó a correr hacia la casa.

María se giró hacia mí.

– Lo siento, Georgi. Se lo dije a Anastasia y ella quería ir, por supuesto. Pero los soldados estuvieron jugando a las cartas toda la noche y no pudo bajar.

– ¿Y dónde está ahora?

– Con nuestra madre. Está desesperada por verte. Yo he podido salir. Me dirigía a los cedros en tu busca. Anastasia me ha pedido que te diga que acudirá esta noche, muy tarde. Te promete que, pase lo que pase, irá.

Esperar medio día más parecía una tortura, pero lo cierto es que había esperado mucho tiempo, más de dieciocho meses; podría aguantar unas horas más.

– Muy bien. Allí. -Señalé el grupo de árboles donde había pernoctado-. Estaré allí a partir de medianoche y…

– No; más tarde todavía. Ve sobre las dos de la madrugada. Para entonces todos estarán durmiendo. Ella acudirá a verte, te lo prometo.

– Gracias, María.

– Ahora deberías irte de aquí -me advirtió, mirando alrededor con inquietud-. Si mis padres te ven… bueno, cuanta menos gente sepa que estás aquí, mejor.

Se inclinó para besarme en las mejillas antes de regresar a la casa. La observé alejarse, sintiéndome tremendamente agradecido. Nunca llegué a conocerla bien mientras servía a la familia, pero había sido buena conmigo, y Serguéi Stasyovich la amaba. Miré alrededor, pensando si esperar a que el soldado volviera y me pagara, pero no había rastro de él y decidí alejarme de allí.

Cuando salía por el portón, oí unas pisadas que corrían por la gravilla hacia mí. Me di la vuelta y vi a Alexis, que no mostró indicios de parar, de forma que abrí los brazos y él se arrojó en ellos para abrazarme con fuerza, rodeándome el cuello, sin tocar el suelo con los pies.

– Quería que supieras… -empezó, y la voz le tembló como si intentara tragarse las lágrimas-. Quería que supieras que puedes ser mi hermano, si quieres. Siempre que me dejes ser el tuyo.

Entonces se separó y me miró a los ojos, y yo sonreí asintiendo con la cabeza. Fui a decir que sí, que me llenaría de orgullo ser su hermano, pero él no necesitaba más: ya se estaba alejando de vuelta a la casa, de vuelta al corazón de su familia.

Los minutos pasaban muy despacio.

No tenía reloj, así que entré en una pequeña taberna del pueblo a preguntar la hora. Las dos y diez. Me quedaba medio día de espera. Me pareció una eternidad. Me paseé por las calles con creciente inquietud. Pasé lo que se me antojaron horas vagando sin rumbo, antes de volver a la taberna a preguntar de nuevo la hora.

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