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John Boyne: La casa del propósito especial

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John Boyne La casa del propósito especial

La casa del propósito especial: краткое содержание, описание и аннотация

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Mientras acompaña a su esposa Zoya, que agoniza en un hospital de Londres, Georgi Danilovich Yáchmenev rememora la vida que han compartido durante sesenta y cinco años, una vida marcada por un gran secreto que nunca ha salido a la luz. Los recuerdos se agolpan en una sucesión de imágenes imborrables, a partir de aquel lejano día en que Georgi abandonó su mísero pueblo natal para formar parte de la guardia personal de Alexis Romanov, el único hijo varón del zar Nicolás II. Así, la fastuosa vida en el Palacio de Invierno, las intimidades de la familia imperial, los hechos que precedieron a la revolución bolchevique y, finalmente, la reclusión y posterior ejecución de los Romanov se entremezclan con el durísimo exilio en París y Londres en una hermosa historia de un amor improbable, al mismo tiempo un apasionante relato histórico y una conmovedora tragedia íntima. Con un dominio absoluto del ritmo y el suspense, John Boyne mantiene vivo el interés hasta las últimas páginas, en las que un inesperado desenlace dejará, una vez más, una profunda huella en los lectores.

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– Doctora Crawford. Perdón por molestarla.

– Señor Yáchmenev -contesta, impresionándome por la rapidez con que recuerda mi nombre; en todos estos años, muchos han tenido grandes dificultades para recordarlo o pronunciarlo. Y a otros les ha parecido poco digno intentarlo-. No me molesta en absoluto. Pase, por favor.

Me alegro de que hoy se muestre tan cordial y me siento ante ella con el sombrero en las manos, confiando en que tenga noticias positivas para mí. No puedo evitar mirarle el dedo anular y preguntarme si su buen humor es resultado del anillo de oro al que la luz del sol arranca destellos. Ella me sonríe y la miro fijamente, algo sorprendido. Al fin y al cabo, estamos en el departamento de oncología. Esta mujer trata a pacientes de cáncer de la mañana a la noche, les dice verdades terribles, lleva a cabo espantosas cirugías, observa su lucha para dejar este mundo y entrar en el siguiente. No logro imaginar por qué está tan contenta.

– Lo siento, señor Yáchmenev. -Mueve un poco la cabeza-. Tendrá que disculparme. Es que siempre me impresiona lo bien que viste usted. Los hombres de su generación parecen llevar traje constantemente, ¿no es así? Y ya no se ven muchos hombres con sombrero. Echo en falta los sombreros.

Bajo la vista hacia mi atuendo, sin saber muy bien cómo tomarme sus palabras. Así es como visto, como he vestido siempre. No me parece digno de comentario. Y no estoy seguro de que me guste la distinción entre nuestras generaciones, si bien es cierto que debo de llevarle casi cuarenta años. De hecho, la doctora Crawford tendrá más o menos la edad que tendría nuestra hija Arina. Si siguiese viva.

– Quería preguntarle por mi esposa -digo, prescindiendo de los cumplidos-. Por Zoya.

– Por supuesto -se apresura a responder, muy profesional ahora-. ¿Qué le gustaría saber?

No sé qué decir, pese a que llevo dándole vueltas a lo que quiero preguntar desde que salí del hospital ayer por la tarde. Hurgo en mi mente en busca de las palabras adecuadas, de algo que se aproxime al lenguaje.

– ¿Qué tal está? -digo al fin, tres palabras que no parecen acarrear el enorme peso de las preguntas que sostienen.

– Está cómoda, señor Yáchmenev -responde con tono algo más dulce-. Pero, como usted sabe, el tumor se halla en una etapa avanzada. ¿Recuerda que le hablé de la progresión del cáncer de ovario?

Asiento con la cabeza, pero no puedo mirarla a los ojos. ¡Cómo nos aferramos a la esperanza incluso cuando sabemos que no la hay! En el transcurso de varias reuniones con Zoya y conmigo, la doctora ha hablado bastante detalladamente de los cuatro estadios de la enfermedad y sus inevitables finales. Ha hablado sobre ovarios y tumores, el útero, la trompa de Falopio, la pelvis; ha utilizado expresiones como «lavados peritoneales», «metástasis» y «nódulos linfáticos paraaórticos», que superaban mi capacidad de comprensión; sin embargo, yo he escuchado, le he hecho preguntas apropiadas y me he esforzado en entender.

– Bueno, en este punto lo máximo que podemos hacer es controlar el dolor de Zoya el mayor tiempo posible. En realidad, responde muy bien a la medicación para una mujer de su edad.

– Siempre ha sido fuerte.

– Sí, ya lo veo. Desde luego, ha sido uno de los pacientes más decididos con que me he encontrado en mi carrera.

No me gusta ese uso del pretérito perfecto. Implica algo, o alguien, que ya pertenece al pasado. Alguien que una vez fue y ya no es.

– ¿No puede volver a casa a…? -empiezo, sin deseos de acabar la frase, y alzo la vista esperanzado, pero ella niega con la cabeza.

– Moverla ahora aceleraría la progresión del cáncer. No creo que su cuerpo sobreviviera al trauma. Ya sé que esto es difícil, señor Yáchmenev, pero…

Ya no la escucho. Es una mujer agradable, una médica competente, pero no necesito oír tópicos. Salgo de su despacho poco después y voy a la habitación, donde Zoya está despierta, respirando con dificultad. Se encuentra rodeada de máquinas. Hay cables que se deslizan bajo las mangas de su camisón; tubos que se introducen como serpientes bajo la áspera colcha y no sé adónde van a parar.

Dusha -digo, inclinándome para besarle la frente, permitiendo que mis labios reposen unos instantes sobre su carne suave y delgada-. Cariño mío. -Inhalo su familiar perfume; todos mis recuerdos giran en torno a ese olor. Puedo cerrar los ojos y estar en cualquier parte. 1970.1953.1915.

– Georgi -susurra, e incluso pronunciar mi nombre le supone un esfuerzo.

Le indico con un gesto que reserve las energías mientras me siento a su lado y le cojo la mano. Sus dedos se cierran en torno a los míos y me sorprende que aún sea capaz de hacer acopio de tanta fuerza. Pero me reprocho ese pensamiento, pues ¿qué ser humano he conocido cuya fuerza pueda competir con la de Zoya? ¿Quién, vivo o muerto, ha soportado tanto y sin embargo ha sobrevivido? Le aprieto la mano a mi vez, confiando en poder transmitirle la poca energía que pueda quedar en mi propio cuerpo debilitado, y no nos decimos nada; sólo seguimos sentados haciéndonos mutua compañía, como hemos hecho toda la vida, felices de estar juntos, contentos con ser uno solo.

Por supuesto, no siempre he sido tan viejo y débil. Mi fuerza fue lo que me permitió alejarme de Kashin. Y lo que me llevó hasta Zoya.

El príncipe de Kashin

Fue mi hermana mayor, Asya, quien me habló por primera vez del mundo que existía más allá de Kashin.

Yo tenía sólo nueve años cuando ella abrió una brecha en mi ingenua estrechez de miras. Asya tenía once, y creo que yo estaba un poco enamorado de ella, del modo en que un hermano pequeño puede quedar embelesado por la belleza y el misterio de la hembra más cercana a él, antes de que aparezca el ansia de componente sexual y la atención se vea dirigida a otra parte.

Asya y yo siempre estuvimos unidos. Asya se peleaba constantemente con Liska, que nació un año después que ella y uno antes que yo, y toleraba apenas a la pequeña Talya, pero yo era su mascota. Me vestía, me peinaba y se ocupaba de mantenerme alejado de los peores excesos del mal genio de nuestro padre. Por suerte para ella, había heredado las preciosas facciones de nuestra madre Yulia pero no su forma de ser, y le sacaba mucho partido a su aspecto, trenzándose el cabello un día y recogiéndoselo en la nuca al siguiente, soltándose la kosnik para que le cayera sobre los hombros cuando le apetecía. Se frotaba las mejillas con jugo de ciruelas maduras para mejorar el cutis y llevaba el vestido por encima de los tobillos, lo que hacía que nuestro padre la mirara fijamente durante las veladas, con una mezcla de deseo y desdén que intensificaba la oscuridad de sus ojos. Las demás chicas del pueblo despreciaban a Asya por su vanidad, por supuesto, pero envidiaban su confianza en sí misma. Cuando se hizo mayor, dijeron que era una fulana, que se abría de piernas para cualquier hombre o muchacho que la deseara, pero a ella no le importaba. Se limitaba a reír ante sus insultos, haciendo que se desvanecieran como nubes de humo.

Creo que Asya debería haber vivido en un tiempo y un lugar distintos. Podría haber tenido muchísimo éxito en la vida.

– Pero ¿dónde está ese otro mundo? -le pregunté, sentados junto al fogón en un rincón de nuestra pequeña cabaña, en una zona que servía de dormitorio, cocina y sala de estar para los seis miembros de la familia.

A esa hora del día nuestros padres estarían volviendo a casa del trabajo, esperando encontrar algo de comida preparada, dispuestos a pegarnos si no la teníamos lista, y Asya estaba ocupada en revolver una olla con verduras, patatas y agua para obtener un caldo espeso que sería nuestra cena. Liska estaba fuera en algún sitio, haciendo travesuras, para las que tenía un talento particular. Talya, siempre la más callada, se hallaba tendida en un nido de paja, jugando con los dedos de manos y pies, observándonos pacientemente.

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