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John Boyne: La casa del propósito especial

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John Boyne La casa del propósito especial

La casa del propósito especial: краткое содержание, описание и аннотация

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Mientras acompaña a su esposa Zoya, que agoniza en un hospital de Londres, Georgi Danilovich Yáchmenev rememora la vida que han compartido durante sesenta y cinco años, una vida marcada por un gran secreto que nunca ha salido a la luz. Los recuerdos se agolpan en una sucesión de imágenes imborrables, a partir de aquel lejano día en que Georgi abandonó su mísero pueblo natal para formar parte de la guardia personal de Alexis Romanov, el único hijo varón del zar Nicolás II. Así, la fastuosa vida en el Palacio de Invierno, las intimidades de la familia imperial, los hechos que precedieron a la revolución bolchevique y, finalmente, la reclusión y posterior ejecución de los Romanov se entremezclan con el durísimo exilio en París y Londres en una hermosa historia de un amor improbable, al mismo tiempo un apasionante relato histórico y una conmovedora tragedia íntima. Con un dominio absoluto del ritmo y el suspense, John Boyne mantiene vivo el interés hasta las últimas páginas, en las que un inesperado desenlace dejará, una vez más, una profunda huella en los lectores.

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Y los dos temíamos a nuestro padre.

Mi padre, Danil Vládiavich, y el suyo, Borís Alexándrovich, se conocían de toda la vida, y es probable que hubieran pasado gran parte de la infancia juntos, como sus hijos treinta años después. Los dos eran hombres apasionados, rebosantes de admiración y odio, pero sus opiniones políticas divergían considerablemente.

Para Danil, su país significaba muchísimo. Era patriota hasta la ceguera: creía que al hombre le otorgaban la vida con el solo propósito de obedecer los mandatos del mensajero de Dios en la Tierra, el zar de Rusia. Sin embargo, su odio y su resentimiento hacia mí, su único hijo varón, eran tan incomprensibles como perturbadores. Desde el momento que nací, me trató con desprecio. Un día era demasiado bajo; al siguiente, demasiado débil, y otro más, demasiado tímido o estúpido. El deseo de reproducirse estaba en la naturaleza del peón de granja, de modo que es un misterio que mi padre me considerase una decepción después de haber engendrado dos niñas. Pero así era. Como yo no conocía otra cosa, podría haber crecido creyendo que así se cultivaban todas las relaciones entre padres e hijos varones, de no ser por el otro ejemplo que tenía ante mí.

Borís Alexándrovich quería muchísimo a su hijo y lo consideraba el príncipe del pueblo, lo que significa, supongo, que él se creía el rey. Alababa constantemente a Kolek, lo llevaba consigo a todas partes y nunca lo excluía de las conversaciones adultas, como hacían otros padres. Pero, a diferencia de Danil, tenía la obsesión de criticar a Rusia y sus gobernantes, convencido de que su pobreza y lo que él veía como su fracaso en la vida eran resultado por entero de los autócratas cuyos antojos dictaban nuestra vida.

– Algún día las cosas cambiarán en este país -le dijo a mi padre, como siempre que tenía ocasión-. ¿No lo hueles en el aire, Danil Vládiavich? Los rusos no soportarán verse gobernados por esa familia durante tanto tiempo. Debemos asumir el control de nuestro propio destino.

– Siempre el revolucionario Borís Alexándrovich -contestó mi padre negando con la cabeza y riendo, todo un lujo que inspiraban tan sólo las radicales declaraciones de su amigo-. Has pasado toda tu vida aquí, en Kashin, labrando campos, comiendo kasha y bebiendo kvas, y sigues con la cabeza llena de esas ideas. Nunca vas a cambiar, ¿eh?

– Y tú te has pasado la vida satisfecho con ser un mujik -repuso Borís, enfadado-. Sí, labramos la tierra y con ello nos ganamos honradamente la vida, pero ¿acaso no somos hombres como el zar? Dime, ¿por qué ha de ser él propietario de todo? ¿Por qué ha de tener derecho a todo, cuando nosotros vivimos en semejante pobreza, en la miseria? Todavía rezas por él todas las noches, ¿no es así?

– Por supuesto que sí -respondió mi padre ya un poco irritado, pues detestaba enzarzarse en cualquier conversación en que se criticara al zar. Lo habían criado con un sentido innato de la servidumbre y le corría por las venas con tanta libertad como la sangre-. El destino de Rusia va inextricablemente ligado al del zar. Piensa hasta cuándo se remonta esta dinastía de gobernantes. ¡Hasta el zar Miguel! Son más de trescientos años, Borís.

– ¡Trescientos años de Romanov son trescientos años que sobran! -bramó su amigo; tosió y escupió una flema a sus pies, sin vergüenza alguna-. Y dime una cosa, ¿qué nos han dado en todo este tiempo? ¿Algo de valor? Me parece que no. Algún día… algún día, Danil… -Se interrumpió, titubeando. Borís Alexándrovich podía ser tan radical y revolucionario como quisiera, pero continuar habría supuesto una herejía, y quizá la pena de muerte.

Aun así, no había un solo hombre en nuestro pueblo que no conociera las palabras que habrían seguido. Y muchos estaban de acuerdo con él.

Kolek Boriávich y yo, por supuesto, nunca hablábamos de política. Esas cuestiones no significaban nada para nosotros cuando éramos pequeños. Mientras crecíamos, nos dedicábamos a juegos propios de niños, nos metíamos en líos propios de niños, y reíamos y nos peleábamos, pero estábamos juntos tan a menudo que cualquier forastero de paso en el pueblo nos habría tomado por hermanos, de no ser por nuestro diferente aspecto físico.

De niño, yo era menudo y tenía la desgracia de lucir una mata de rizos dorados, un hecho que quizá fuese la causa del desprecio de mi padre. Él había deseado un varón que llevara su apellido, y yo no parecía la clase de chico capaz de lograr semejante propósito. A los seis años, era un palmo más bajo que todos mis amigos, con lo que me gané el apodo de Pasha, que significa «el pequeño». A causa de mis bucles rubios, mis hermanas mayores decían que era el miembro más guapo de la familia y me engalanaban con las cintas y adornos que lograban encontrar, lo que provocaba que mi padre les gritara presa de la furia y me arrancara las coronas de la cabeza, llevándose con frecuencia puñados de pelo en el proceso. Y pese a lo frugal de nuestra dieta, yo tenía tendencia a aumentar de peso, hecho que Danil consideraba una afrenta personal.

Kolek, en cambio, siempre fue alto para su edad, esbelto, fuerte y guapo en un sentido muy varonil. A los diez años, las chicas del pueblo lo miraban con admiración, preguntándose cómo se desarrollaría en unos años, cuando se hiciese un hombre. Las madres competían por la atención de la suya, una criatura tímida llamada Anje Petróvna, pues tenían la sensación de que algún día Kolek sería un gran hombre que traería la gloria a nuestro pueblo, y era su ferviente deseo que una de sus hijas acabara por ser conducida a su lecho en calidad de esposa.

Kolek disfrutaba con tanta atención, por supuesto. Era consciente de las miradas que le dirigían y la admiración que despertaba, pero él también se había enamorado, nada menos que de mi hermana Asya. Ella era la única persona que lo hacía sonrojarse y perder confianza en sus comentarios. Pero, para su vergüenza, era también la única chica del pueblo que parecía por completo inmune a sus encantos, cosa que aún alimentaba más su deseo. Todos los días merodeaba en torno a nuestra izba, buscando oportunidades para impresionarla, decidido a atravesar su férreo exterior y lograr que lo amase como todas las demás.

– El joven Kolek Boriávich está enamorado de ti -le comentó nuestra madre una noche a mi hermana mayor mientras preparaba otra miserable cazuela de shchi, una especie de sopa de repollo casi imposible de digerir-. No puede mirarte, ¿te has dado cuenta?

– No puede mirarme, y eso significa que le gusto -repuso Asya como quien no quiere la cosa, sacudiéndose el interés de Kolek como si fuera algo desagradable que se le hubiese pegado a la ropa-. Es una lógica muy curiosa, ¿no te parece?

– Se muestra tímido cuando tú estás presente, eso es todo. Y es un chico muy guapo. Algún día se convertirá en el digno esposo de una chica afortunada.

– Quizá. Pero no seré yo.

Cuando la interrogué al respecto un rato después, pareció casi ofendida porque alguien hubiese creído que Kolek era suficientemente bueno para ella.

– Tiene dos años menos que yo, para empezar -explicó exasperada-. No me interesa un niño como esposo. Además, no me gusta. No soporto ese aire que se da de tener derecho a todo. Como si el mundo sólo existiera para su beneficio. Lo ha tenido toda la vida, y todos en este pueblo son responsables de que así sea. Y encima es un cobarde. Su padre es un monstruo… eso lo has notado, ¿no, Georgi? Un hombre horrible. Sin embargo, todo lo que hace tu pequeño Kolek no tiene otro propósito que impresionarlo. Nunca he visto a un chico tan sometido a su padre. Da asco verlo.

No supe cómo responder a semejante letanía de desprecio. Como todos los demás, yo pensaba que Kolek Boriávich era el mejor chico del pueblo, y que me hubiese elegido como su amigo íntimo me complacía secretamente. Quizá fue la diferencia en nuestro aspecto lo que permitió que nuestra relación prosperara, el hecho de que yo fuera el subordinado bajo, gordo y de rizos dorados, junto al héroe alto, esbelto y de cabello oscuro: mi patética proximidad lo volvía más glorioso aún de lo que realmente era. Y eso, a su vez, hacía que su padre se sintiera aún más orgulloso de él. En ese sentido, sé que Asya tenía razón. Todo lo que Kolek hacía era para impresionar a su padre. Y yo me preguntaba qué tendría eso de malo. Al menos Borís Alexándrovich se enorgullecía de su hijo.

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