John Boyne - La casa del propósito especial

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Mientras acompaña a su esposa Zoya, que agoniza en un hospital de Londres, Georgi Danilovich Yáchmenev rememora la vida que han compartido durante sesenta y cinco años, una vida marcada por un gran secreto que nunca ha salido a la luz. Los recuerdos se agolpan en una sucesión de imágenes imborrables, a partir de aquel lejano día en que Georgi abandonó su mísero pueblo natal para formar parte de la guardia personal de Alexis Romanov, el único hijo varón del zar Nicolás II. Así, la fastuosa vida en el Palacio de Invierno, las intimidades de la familia imperial, los hechos que precedieron a la revolución bolchevique y, finalmente, la reclusión y posterior ejecución de los Romanov se entremezclan con el durísimo exilio en París y Londres en una hermosa historia de un amor improbable, al mismo tiempo un apasionante relato histórico y una conmovedora tragedia íntima. Con un dominio absoluto del ritmo y el suspense, John Boyne mantiene vivo el interés hasta las últimas páginas, en las que un inesperado desenlace dejará, una vez más, una profunda huella en los lectores.

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Me quedo en el hospital hasta las seis, y entonces la beso en la mejilla, le apoyo unos instantes la mano en el hombro y rezo en silencio para que siga viva cuando regrese al día siguiente.

Dos veces por semana, nuestro nieto Michael viene a pasar un rato conmigo. Su madre, nuestra hija Arina, murió a los treinta y seis años atropellada por un coche cuando volvía del trabajo. La herida que dejó su ausencia no ha sanado. Estuvimos tanto tiempo convencidos de que no podíamos tener hijos que, cuando por fin Zoya dio a luz lo creímos un milagro, un regalo de Dios.

Una recompensa, quizá, por las familias que habíamos perdido.

Y luego Arina nos fue arrebatada.

Michael era sólo un niño cuando su madre murió, y su padre, un hombre atento y honrado, se aseguró de que mantuviera la relación con sus abuelos maternos. Por supuesto, como todos los niños, cambió continuamente de aspecto durante la infancia, a tal punto que nunca lográbamos decidir a qué parte de la familia se parecía más, pero ahora que ya es un joven hecho y derecho, me recuerda mucho al padre de Zoya. Creo que ella también ha notado la semejanza, pero nunca lo ha mencionado. Hay algo en la forma en que vuelve la cabeza y nos sonríe, en cómo se le arruga la frente cuando frunce el entrecejo, en la profundidad de esos ojos castaños que reflejan una mezcla de confianza e incertidumbre. En cierta ocasión, cuando paseábamos los tres por Hyde Park una tarde soleada, un perrito se nos acercó corriendo y Michael se dejó caer de rodillas para abrazarlo, permitiéndole que le lamiera la cara mientras gorjeaba boberías, y cuando alzó la vista para sonreír a sus encandilados abuelos, estoy seguro de que ambos quedamos impresionados por aquel parecido repentino e imprevisto. Fue tan inquietante, llenó nuestra mente de tantos recuerdos, que la conversación se volvió forzada entre nosotros y la agradable tarde se echó a perder.

Michael está en segundo curso en la Real Academia de Arte Dramático, donde estudia para convertirse en actor, una vocación que me sorprendió, pues de niño era tranquilo y retraído; y de adolescente, hosco e introvertido; sólo ahora, a los veinte años, hace gala de un extravertido talento para la interpretación que ninguno habría esperado. El año pasado, antes de que cayera demasiado enferma para disfrutar de esas cosas, Zoya y yo asistimos a una puesta en escena estudiantil de La comandante Bárbara, de Bernard Shaw, donde Michael interpretaba al joven y locamente enamorado Adolphus Cusins. Creo que estuvo impresionante, convincente en su papel. Y parecía saber algunas cosas sobre el amor, lo cual me satisfizo.

– Es muy bueno fingiendo ser alguien que no es -le comenté después a Zoya en el vestíbulo, cuando esperábamos para felicitarlo, sin saber muy bien si con esas palabras pretendía o no halagarlo-. No sé cómo lo hace.

– Yo sí -repuso ella, sorprendiéndome.

Pero antes de que pudiese responderle, Michael nos presentó a una joven, Sarah, la comandante Bárbara en persona, su prometida en escena y, por lo visto, su novia fuera de ella. Era una chica muy guapa, pero me pareció un poco desconcertada por verse obligada a charlar con dos ancianos parientes de su amado, y quizá también un poco irritada. Durante toda la conversación tuve la impresión de que se dirigía a nosotros como si creyera que existía una especie de correlación entre la edad y la estupidez. Con sus diecinueve años no paraba de pronunciarse sobre lo terrible que era el mundo y sobre que la culpa de ello era tanto de Reagan como de Bréznev. Declaró con un tono áspero y condescendiente -que me recordó a la espantosa Margaret Thatcher citando a san Francisco de Asís en los peldaños de Downing Street- que el presidente y el secretario general destruirían el planeta con sus políticas imperialistas, y habló con ingenua autoridad de la carrera armamentista y la guerra fría, cuestiones de las que sólo había leído en revistas estudiantiles y sobre las que se atrevía a sermonearnos. Llevaba una camiseta blanca que nada hacía por disimular sus pechos, con una palabra de un goteante rojo sangre garabateada, SOLIDARNOSC, y cuando me pescó mirando (juro que la palabra, no los pechos), procedió a darnos un sermón sobre la naturaleza heroica del obrero Walesa. Me sentí casi insultado, pero Zoya me cogió del brazo para asegurarse de que guardaba la compostura, y por fin la comandante Bárbara nos informó que había sido absolutamente maravilloso conocernos y que éramos adorables, y se desvaneció en un mar de jóvenes grotescamente maquillados y con opiniones sin duda similares.

No la critiqué ante Michael, por supuesto. Sé lo que es ser un joven enamorado. Y también un viejo enamorado. A veces me cuesta pensar que ese magnífico chico esté experimentando ahora placeres sensuales; me parece que hace muy poco no deseaba otra cosa que sentarse en mi regazo para que le leyera cuentos de hadas.

Michael visita a su abuela en el hospital cada pocos días; se esmera en hacerlo con regularidad. Se sienta a su lado durante una hora y luego viene a mentirme, a decirme que tiene mucho mejor aspecto, que ha estado despierta unos instantes y se ha incorporado para hablar con él, que parecía alerta y casi la misma de siempre, que seguro que es sólo cuestión de tiempo que se recupere lo suficiente para volver a casa. A veces me pregunto si cree en realidad todo eso, o si me considera lo bastante tonto para creerlo y piensa que me hace un gran favor metiendo esas ideas maravillosas e imposibles en mi estúpida y vieja cabeza. Los jóvenes tienen muy poco respeto a los ancianos, no de forma deliberada, sino simplemente porque se niegan a creer que nuestro cerebro siga funcionando. Sea como fuere, interpretamos juntos esa farsa dos o tres veces por semana. Él lo dice, yo me muestro de acuerdo, planeamos cosas que los tres -los cuatro- podremos hacer juntos cuando Zoya se recupere, y entonces él consulta el reloj, parece sorprendido de que sea tan tarde, me besa en la cabeza, dice: «Nos vemos en un par de días, abuelo; llámame si necesitas algo», y sale por la puerta, asciende a brincos la escalera con sus piernas largas, esbeltas y musculosas, y sube casi al instante a un autobús que pasa, todo ello en el lapso de un minuto.

Hay veces en que le envidio su juventud, pero trato de no pensar mucho en eso. Un anciano no debe tener celos de aquellos que vienen a ocupar su puesto, y recordar el tiempo en que era joven, sano y viril es un acto de masoquismo que no sirve de nada. Se me ocurre que, incluso aunque Zoya y yo aún seguimos vivos, mi vida ha concluido ya. No tardaré en perderla y no habrá razón para que continúe sin ella. Verán, es que somos una sola persona. Somos GeorgiZoya.

La doctora de Zoya se llama Joan Crawford. No es broma. Cuando la conocí, no pude evitar preguntarme por qué le habrían impuesto sus padres esa carga. ¿O fue quizá resultado de un matrimonio? ¿Se enamoró acaso del hombre adecuado pero con el apellido inadecuado? No comenté nada al respecto, desde luego. Imagino que se ha pasado la vida soportando comentarios idiotas.

Da la casualidad de que tiene cierto parecido físico con la famosa actriz, pues luce el mismo cabello oscuro y espeso y las mismas cejas levemente arqueadas, y sospecho que fomenta la comparación por la forma en que se arregla; por supuesto, se presta a conjetura si golpea o no a sus hijos con perchas metálicas. Suele lucir alianza de boda, pero en ocasiones no la lleva y entonces parece distraída. Me pregunto si su vida privada le supondrá una fuente de decepciones.

Llevo casi dos semanas sin hablar con la doctora Crawford, de modo que, antes de visitar a Zoya, recorro los pasillos blancos y antisépticos en busca de su despacho. He estado antes en él, desde luego, varias veces, pero me resulta difícil encontrar el departamento de oncología. El hospital es un verdadero laberinto, y ninguno de los jóvenes que pasan a toda prisa consultando tablillas y gráficas, mordiendo manzanas y sándwiches, parece dispuesto a ofrecerme ayuda. Sin embargo, por fin me encuentro ante su puerta y llamo con suavidad. Se me antoja que transcurre una eternidad antes de que ella conteste -con un irritante «¿Sí?»-, y entonces abro la puerta sólo un poco, con una sonrisa de disculpa, confiando en desarmarla con mi cortesía de anciano.

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