John Boyne - La casa del propósito especial

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Mientras acompaña a su esposa Zoya, que agoniza en un hospital de Londres, Georgi Danilovich Yáchmenev rememora la vida que han compartido durante sesenta y cinco años, una vida marcada por un gran secreto que nunca ha salido a la luz. Los recuerdos se agolpan en una sucesión de imágenes imborrables, a partir de aquel lejano día en que Georgi abandonó su mísero pueblo natal para formar parte de la guardia personal de Alexis Romanov, el único hijo varón del zar Nicolás II. Así, la fastuosa vida en el Palacio de Invierno, las intimidades de la familia imperial, los hechos que precedieron a la revolución bolchevique y, finalmente, la reclusión y posterior ejecución de los Romanov se entremezclan con el durísimo exilio en París y Londres en una hermosa historia de un amor improbable, al mismo tiempo un apasionante relato histórico y una conmovedora tragedia íntima. Con un dominio absoluto del ritmo y el suspense, John Boyne mantiene vivo el interés hasta las últimas páginas, en las que un inesperado desenlace dejará, una vez más, una profunda huella en los lectores.

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Trevors sopesó mis comentarios en silencio, y yo me pregunté si estaría rebajándome demasiado ante él; pero había preparado esas frases mientras iba andando hacia Bloomsbury para asegurarme el puesto y las creía lo bastante humildes para satisfacer a un posible jefe. No me importaba si sonaban serviles. Necesitaba trabajar.

– Muy bien, señor Yáchmenev -dijo Trevors al fin, asintiendo-. Creo que vamos a arriesgarnos con usted. Un período de prueba para empezar, de unas seis semanas, digamos, y si después de ese tiempo estamos contentos el uno con el otro, tendremos otra charla y veremos si el puesto puede ser permanente. ¿Qué le parece?

– Le estoy muy agradecido, señor -contesté, sonriendo y tendiéndole la mano en un gesto de aprecio y amistad.

Él titubeó unos instantes, como si estuviera tomándome una libertad excesiva, antes de guiarme hacia un segundo despacho donde anotaron mis datos y se detallaron mis nuevas responsabilidades.

Seguí como empleado de la biblioteca del Museo Británico el resto de mi vida laboral, y una vez jubilado continué acudiendo de visita casi todos los días, para pasarme horas en las mesas que antes despejaba, leyendo e investigando, educándome. Allí me sentía a salvo. En ningún sitio del mundo me he sentido tan seguro como entre esas paredes. Toda la vida he esperado que me descubrieran, que nos descubrieran a los dos, pero por lo visto nos hemos librado. Sólo Dios nos separará ahora.

Es cierto que nunca he sido lo que se dice un hombre moderno. Mi vida con Zoya, nuestro largo matrimonio, era de los tradicionales. Aunque ambos trabajábamos y volvíamos a casa a horas similares de la tarde, era ella quien preparaba la comida y se ocupaba de tareas domésticas como lavar la ropa y limpiar. Jamás se contempló siquiera la idea de que yo pudiese ayudarla. Mientras ella cocinaba, yo me sentaba junto al fuego y leía. Me gustaban las novelas largas, las epopeyas históricas, y tenía poco tiempo para la ficción contemporánea. Probé con Lawrence cuando me pareció audaz hacerlo, pero me tropecé con el dialecto, con la entrecortada forma de hablar de Walter Morel y Mellors. Me resultaba más atractivo Foster, esas concienzudas y bienintencionadas hermanas Schlegel, el librepensador Emerson, la indómita Lilia Herriton. A veces me veía inducido a recitar un pasaje especialmente conmovedor, y Zoya dejaba el humeante asado o las costillas de cerdo para llevarse el dorso de la mano a la frente, agotada, y decir: «¿Qué, Georgi? ¿Qué has dicho?», como si casi hubiese olvidado que yo me hallaba en la habitación. Me parece mal no haber desempeñado un papel mayor en la marcha de la casa, pero así funcionaba la vida familiar en aquellos tiempos. Aun así, lo lamento.

No siempre había tenido la intención de que mi vida fuese tan conservadora. Incluso hubo momentos, instantes fugaces en más de sesenta años juntos, en que me molestó el hecho de que no pudiésemos liberarnos de las sombras de nuestros padres y crear nuestro propio estilo de vida. Pero Zoya, quizá en reconocimiento a su propia infancia y educación, no deseaba otra cosa que crear un hogar perfectamente acorde con los de nuestros vecinos y amigos.

Verán, lo que ella quería era paz.

Quería pasar desapercibida.

– ¿No podemos vivir sin llamar la atención? -me preguntó una vez-. ¿Sin llamar la atención y felices, comportándonos como los demás? De esa forma, nadie se fijará en nosotros.

Nos instalamos en Holborn, no muy lejos de la calle Doughty, donde vivió un tiempo el escritor Charles Dickens. Yo pasaba ante su casa dos veces al día al ir al Museo Británico y volver, y a medida que me familiarizaba con sus novelas a través de mi trabajo en la biblioteca, trataba de imaginarlo sentado en su estudio del piso de arriba, redactando las peculiares frases de Oliver Twist. Una anciana vecina me contó en cierta ocasión que su madre había limpiado para Dickens a diario durante dos años y que él le había regalado una edición de esa novela con su firma en el frontispicio, ejemplar que conservaba en un estante del salón.

– Era un hombre muy pulcro -me comentó, frunciendo los labios y asintiendo con aprobación-. Mi madre siempre decía eso de él. Maniático en sus costumbres.

Mi rutina matinal nunca cambiaba. Despertaba a las seis y media, me lavaba y me vestía, y a las siete en punto entraba en la cocina, donde Zoya me había preparado té, tostadas y dos huevos escalfados a la perfección, que esperaban sobre la mesa. Tenía una técnica milagrosa para prepararlos de manera que conservaran la forma oval fuera de la cáscara, un efecto que ella atribuía a la creación de un remolino con un batidor en el agua hirviendo antes de arrojar el huevo. Cruzábamos pocas palabras mientras yo comía, pero ella se sentaba a mi lado para llenarme la taza de té cuando hacía falta y llevarse mi plato en cuanto acababa para lavarlo en el fregadero.

Yo prefería ir andando al museo, hiciera el tiempo que hiciese, para hacer un poco de ejercicio. Como joven que era, estaba orgulloso de mi físico y me preocupaba por mantenerlo, incluso cuando empezó a acercarse la mediana edad y me sentí menos entusiasmado con mi reflejo en el espejo. Llevaba un maletín, donde Zoya metía dos bocadillos y una pieza de fruta todas las mañanas, además de la novela que estuviese leyendo en ese momento. Ella me cuidaba muy bien, aunque, por la naturaleza rutinaria de aquellos actos, rara vez se me ocurría hacer comentarios sobre su generosidad o darle las gracias.

Quizá lo dicho me muestre como una criatura anticuada, un tirano que le exigía cosas poco razonables a su esposa.

Nada más lejos de la verdad.

De hecho, cuando nos casamos en París a finales de la primavera de 1919, yo no soportaba la idea de que Zoya adoptase una postura servil hacia mí.

– Pero no te estoy sirviendo -insistía ella-. Me complace cuidar de ti, Georgi, ¿es que no lo ves? Nunca imaginé que llegaría a tener esta libertad, para limpiar, cocinar, llevar mi propio hogar como otras mujeres. Por favor, no me niegues algo que otras dan por sentado.

– Algo de lo que esas otras se quejan -repuse con una sonrisa.

– Por favor, Georgi…

¿Y qué otra cosa podía hacer yo que acceder a su petición? Aun así, la situación siguió inquietándome durante varios años, pero a medida que pasó el tiempo y nos vimos bendecidos con una hija, nuestras rutinas se impusieron y olvidé mi incomodidad inicial. Ese orden de cosas nos venía bien; es cuanto puedo decir.

Mi vergüenza, sin embargo, es que Zoya ha velado tan bien por mí durante toda nuestra vida en común que, ahora que estoy solo en casa, soy incapaz de hacer frente a las responsabilidades más básicas. No sé cocinar, de forma que por la mañana desayuno cereales, copos secos de avena y salvado, pasas fosilizadas que se vuelven gomosas al añadirles leche. Almuerzo en el hospital a la una en punto, cuando llego para mi visita diaria. Como solo en una mesita de plástico con vistas al descuidado jardín de la clínica, donde médicos y enfermeras fuman codo con codo con sus atuendos quirúrgicos azul celeste, casi indecentes. La comida es sosa y simple, pero me llena el estómago, y eso es todo lo que le pido. Pollo con patatas. Pescado con patatas. Imagino que algún día el menú ofrecerá patatas con patatas. No puede entusiasmar a nadie.

Como es natural, he llegado a reconocer a otros visitantes, los futuros viudos y viudas que recorren los pasillos, en aterrada soledad, privados por primera vez en décadas de su ser más querido. Algunos nos saludamos con la cabeza, y hay quienes gustan de compartir entre sí sus historias de esperanza y decepción, pero yo evito la conversación. No estoy aquí para trabar amistades. Estoy aquí sólo por mi esposa, por mi amada Zoya, para sentarme junto a su lecho, para cogerle la mano, para susurrarle al oído, para asegurarme de que sepa que no está sola.

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